En muy pocos seres humanos la ausencia definitiva se transforma en presencia avasallante. Sucede cuando su obra —en el ámbito de las artes o de la política, de la ciencia o de la filosofía— es una narración para explicarnos el pasado de manera calculada, o quizá porque la decadencia a la que se refiere permite comprender el presente y prefigurar el futuro mexicano inmediato.
Es el caso de José María Pérez Gay y El imperio perdido. Aunque su primera edición es de 1990, esta obra explica, en las coincidencias asombrosas, lo que ocurre con la decadencia del proyecto de la Revolución, la alternancia y la siempre pospuesta transición. Se trata, quizá, de una forma de ahondar en la desdicha de aquellos que perdieron lo que fue el mejor momento de sus vidas. Acá equivaldría a la época del desarrollo estabilizador, también conocida como el “milagro mexicano”. Se fue tan rápido como desapareció el Imperio austrohúngaro, con la misma velocidad que se consumió el rescoldo de inteligencia y brillantez en el periodo de entreguerras.
Esa piedra angular de la obra de Pérez Gay permite comprender que la decadencia, además de seductora, es la caldera que afina la inteligencia favorecedora del arte y del hallazgo de nuevas o actualizadas soluciones a los problemas políticos y sociales.
La anunciada desaparición del Imperio austrohúngaro y sus consecuencias en el reordenamiento de la geografía política y de las sociedades de los países surgidos de la Primera Guerra Mundial, son paradigma que permite aproximarnos a los sobresaltos de la cultura occidental, tanto por la inteligencia y los personajes que produjo, como porque transforma esa decadencia del imperio perdido en el primer anuncio de la modernidad como preámbulo de la globalización.
El inicio de la decadencia del imperio y su larga agonía están lejos de deberse al disparo de Gavrilo Princip sobre el archiduque Fernando. La pudrición inicia en los excesos de la nobleza, que debió ser ejemplo. La narcodependencia de Isabel de Wittelsbach y de su hijo Rodolfo de Habsburgo es el antecedente de lo que permite a Pérez Gay discernir lo siguiente:
A los veinte años, Hermine Bergauer soñaba con un hombre protector, una suerte de padre omnipotente cuya vida le ofreciera también riesgo y aventura. Alfred Musil no podía ser ese hombre. Incapaz de ejercer autoridad, siempre se sintió indefenso ante el temperamento y la pasión de su mujer. Era un profesor universitario, inteligente y aplicado, que quería dar clases en la Universidad de Viena. Ese nombramiento jamás llegó: “Padre, padre de la patria, Dios padre todopoderoso. Durante la infancia de mi padre, este era el principio de la antigua Austria. Si las experiencias de la niñez determinan el carácter, mi padre tenía una fe ciega en la autoridad”.
¿Y cómo podría eso ser, cuando María Vetsera había decidido por Francisco José, y la morfina o la heroína consumían la voluntad de Isabel, de Sissi, de esa mujer que debió ser ejemplo como quisieron, años después, hacerlo parecer sus películas?
La decadencia que hoy trastorna a Occidente obliga a una relectura de El imperio perdido y de la obra de los escritores que Pérez Gay somete a nuestra curiosidad, con la idea de determinar cuánta voluntad tenemos para aprender las lecciones del pasado, o los avisos de un ominoso futuro, como lo discierne nuestro escritor:
Desde los años treinta en Viena, Hermann Broch se negó a considerar la economía como la piedra filosofal de la modernidad. En la más pura tradición de la Escuela austriaca, la economía no era cuestión de convicciones, sino materia de técnicas; más aún: solo podía entenderse como un conjunto de medidas tecnocráticas […].
Las “leyes económicas” eran de orden psicológico. Para Hermann Broch, sus enunciados decían más sobre el comportamiento de los individuos en determinadas situaciones críticas. Los místicos de la economía —Karl Marx o Adam Smith— fueron los únicos que vieron en nuestros afectos, pasiones o amores expresiones de las relaciones económicas. Las convicciones económicas no son sino convicciones aparentes, porque en verdad solo existen las convicciones morales.
Esa es la cultura occidental que concluyó o está por concluir, a gran costo, pues arrastra la decadencia desde la fecha en que el Imperio austrohúngaro quedó desintegrado, no por lo que representaba como conjunto de naciones o mosaico de civilizaciones, sino por los valores que predicaba, aunque raramente se observaran o respetaran.
Tengo la convicción de que la corrupción no necesariamente es pecuniaria; esta puede sumarse o puede sufrir sustracciones, o puede regresarse lo robado a las víctimas o al erario. La otra corrupción, la de los valores éticos, cívicos y morales, es de consecuencias funestas y alcances insospechados. De ella fueron víctimas la emperatriz Isabel y Rodolfo de Habsburgo. Si quienes deben ser ejemplo de templanza y disciplina fracasan, todos los demás caen con ellos, a menos que la sociedad los sancione a tiempo y de manera que se conviertan en advertencia de lo que puede suceder a los ciudadanos corruptos y corruptores.
De Karl Kraus, José María Pérez Gay rescata:
“Soy un escritor satírico y me alimento de miserias y contrastes. No importa lo que yo piense sobre el compromiso austrohúngaro. A los lectores les interesa lo que yo pienso sobre las personas que se interesan en el compromiso austrohúngaro”. Y sí, sus ataques fueron siempre personales, pues le parecía que aquellos contra la corrupción social en abstracto solo servían para ocultar la propia corrupción, como era el caso del periodismo en Viena: “La verdadera lucha contra la corrupción es la personal, la que se atreve a mencionar nombres y apellidos, la que comprueba en qué lugar y cómo se organizó el delito”.
Lo que hoy vivimos en México requiere la transcripción de una larga cita del texto de Pérez Gay:
—Nuestro tiempo es la expresión del poder de los periódicos, la cultura solo sirve a la información, perdió el oído y no escucha sino las ocho columnas —le decía Kraus a su amiga Helene Kann.
—Me parece que exageras como siempre —dijo Helene—. Hay otras cosas en el mundo. ¿Leíste la noticia de la matanza en Shanghái?
—Cuando la casa está en llamas no tiene sentido hablar de comas, puntos seguidos y adverbios —decía Kraus—. Pero si la gente supiera poner bien las comas y los puntos seguidos, Shanghái no estaría en llamas. Un adjetivo mal empleado, una preposición equivocada, terminan por dañar el cerebro. La gente no comprende alemán, y yo no puedo decirlo en periodiqués. Es un idioma que no hablo ni me interesa aprender, Helene.
—Nadie te pide que lo aprendas.
—Hablar y pensar son una misma cosa. Los periodistas hablan tan corruptamente como piensan, y escriben, así lo aprendieron, no tienen remedio, como hablan.
En una ocasión le preguntaron a Confucio que por dónde empezaría si de gobernar a un país se tratara y él respondió: “Yo quisiera mejorar el lenguaje”. Asombrados, sus discípulos le dijeron que esa respuesta nada tenía que ver con su pregunta. ¿Qué significaba mejorar el lenguaje? Y entonces Confucio aclaró: “Si el lenguaje carece de precisión, lo que se dice no es lo que se piensa. Si lo que se dice no es lo que se piensa, entonces no hay obras verdaderas. Y si no hay obras verdaderas, entonces no florecen el arte ni la moral. Si no florecen el arte y la moral, entonces no existe la justicia. Si no existe la justicia, entonces la nación no sabrá cuál es la ruta: será una nave en llamas y a la deriva. Por esto no se permitan la arbitrariedad con las palabras. Si se trata de gobernar una nación, lo más importante es la precisión del lenguaje”. Es en este proyecto que se inscribe la tarea de Kraus. Siempre era así: cualquier frase, buena o mala, expresaba para él la verdadera intención de las personas.
Pensemos, entonces, en que se ha recurrido a los eufemismos porque de alguna manera los poderes, que permanecen y dejaron de llamarse periódicos para decirse fácticos, se hicieron más fuertes, adquirieron mayor poder y se acercan, con su actitud, a lo dictatorial. El discurso político puede decirnos en qué país vivimos, y si la nave continúa o no en llamas y a la deriva.
La mayoría de los mexicanos han perdido el orgullo de pertenecer a una nación llamada México, por ellos mismos, por su propia actitud para con la vida, o porque se lo arrebataron de mala manera, tanto los poderes fácticos como los sucesivos Gobiernos. De allí la necesidad que tuvieron de desmantelar los mitos fundacionales.
Para los judíos resultaría imposible degradar sus mitos, mucho menos su fe. Son una nación orgullosa de sí misma, en Israel o en el exilio. En el capítulo referente a Joseph Roth, Pérez Gay nos descubre:
—El yidish es el idioma del destino —le dijo Roth al rabí Gottfarstein—. Solo quien lo domina puede escribir en buen alemán… Nuestro idioma se apoderó de la realidad gracias a la lógica del alemán, y con la ayuda del hebreo definió mejor el lenguaje de los sueños, de las esperanzas y de los recuerdos.
Pero Pérez Gay aclara: “Las mentiras son sueños incumplidos. Roth construyó a su padre bajo esta sombra triste. Confundir ficción con realidad, lo que no evitó sino alimentó en todos los aspectos de su vida, hizo de Joseph Roth el novelista de la falsa autobiografía: una necesidad de consuelo en contradicción […]. Hay en él una fascinación por construir, inventar y reinventar a su padre. Se diría que la única dimensión épica o la única grandeza que le queda al huérfano es la capacidad de dar vida él mismo a su padre […]”.
No hay que estirar demasiado la liga para comprender cómo ajusta a los mexicanos esa reincidencia sexenal. En cada elección presidencial los votantes salen, en frenesí, a la búsqueda del padre que les acomoda, porque lo necesitan. Están conscientes de su orfandad, tal como la describe Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Los españoles optaron, con el mestizaje, por convertirlos a todos en hijos de la chingada, para que después la Independencia, a tirones y a jalones, a través de un conflicto interno terrible, de ajustes legales y constitucionales, acabara con la paternidad hispánica.
No le demos vueltas: José María Pérez Gay se fue —nunca es oportuno fallecer— en el momento histórico menos prudente para hacer mutis, pues se requiere de toda la inteligencia posible para que este país acepte su orfandad y decida, de una vez por todas, que no es necesario un padre nuevo cada seis años. Lo que necesita es un proyecto de nación.
Meditemos en el modo de los evangelizadores y sobre la respuesta que obtuvieron a su trabajo con el sincretismo. Sobre la encomienda, el derecho de pernada y el avasallamiento civilizatorio que determinó la manera en que habrían de morir millones de deportados. México también forma parte del imperio perdido.
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha conciliado su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.