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La escritura del yo de Federico Álvarez
Cultura | Este País | José María Espinasa | 01.07.2013 | 1 Comentario

El exilio español es un acontecimiento tan desgarrador como poderoso: ha marcado profundamente a quienes lo vivieron y ha dejado su impronta en la vida intelectual y cultural de México. En esta ocasión, Federico Álvarez nos comparte su experiencia personal en Una vida: Infancia y juventud, recientemente publicado en la colección Memorias mexicanas del Conaculta.

Puppetry & evolution, lápiz y tinta sobre papel crema, 21.6 x 28 in, 2011.

En la literatura mexicana y, en general, en la escrita en español, las memorias, las autobiografías y los diarios son libros extraños, no tanto raros —hay, curiosamente, bastantes más de los que uno realmente imagina— sino extraños, ya que su función es ambigua, poco precisa y muchas veces, si no catártica, sí hagiográfica. Y, además, su cantidad está muy por encima de su calidad, lo que provoca el juicio —no del todo cierto— de que el español es una lengua poco dúctil para eso que los franceses, en su afán clasificatorio, llaman “las escrituras del yo” (diarios, autobiografías, memorias, cartas). Muchas veces me preguntan qué diferencia hay entre una autobiografía y una memoria, y creo que tiene que ver con el tiempo de escritura y la intención de las referencias: la memoria recuerda, la autobiografía reconstruye. Una vida, de Federico Álvarez, es claramente una memoria. Y estas suelen escribirse en el atardecer de la vida, piden —diría que exigen— una condición reposada que permita al recuerdo decantarse.

En México no podemos hablar de esas escrituras del yo sin pensar en ese libro seminal y fundador que es el Ulises criollo, libro político que alcanza un nivel literario extraordinario. Y, sin embargo, no fue escrito en la vejez sino en la juventud —afortunadamente, por cierto, ya que así los extraños virajes de José Vasconcelos, su autor, no contaminaron la escritura. Pero las memorias suelen llevar como título o subtítulo “mi vida”, reforzando el sentido del yo que habla, vive y escribe. No solo con un matiz posesivo sino incluso de propietario, escribir la autobiografía es afirmar esa condición mía de esa/mi vida. Cuando Federico utiliza un título más neutral: Una vida, no solo evita esa condición del terrateniente vital sino que además advierte la posibilidad de otra(s) vida(s). Curiosamente, al relativizar con “una” el absoluto del “mi” habita mejor esa vida que ahora es suya. ¿A qué viene todo esto? A que antes de entrar en el meollo del asunto me interesa señalar no solo lo amable sino lo generoso del tono de esta vida.

Federico es una persona que ha estado presente constantemente en la literatura mexicana desde su llegada a este país, después de un periodo de exilio en La Habana, precisamente el que refiere en esta primera entrega de Una vida. Si bien muchas veces las memorias, diarios y autobiografías se leen buscando referencias sobre las circunstancias, las mejores son aquellas que trascienden su sentido trivial o informativo —el del cotilleo y el chisme es el peor— para adquirir una característica literaria. Casi no necesito decir que este es el caso.

La escritura personal o del yo tiene como elemento fundador esa condición de sinceridad que se resume en lo que los críticos llaman un pacto con el lector. Si se lee un libro así desconfiando de lo que allí se dice, ¿para qué leerlo? Pero eso tiene que ver con un hecho complejo: la sinceridad no es un valor literario. Trataré de explicarme. Hay, por ejemplo, en la poesía de César Vallejo un contenido subrayado de autenticidad, pero eso no es lo que lo hace un gran poeta. Puede enriquecer sus resonancias, volverlo más intenso, pero literariamente no es lo que le otorga la condición de gran poeta. ¿Cuál es su condición estrictamente literaria? No sabría decirlo con precisión, pues, por ejemplo, su complejidad formal admirable tampoco es en sentido estricto un elemento esencialmente literario. ¿Cuántos sonetos bien rimados y mejor medidos son sin embargo malos sonetos? Es probable que lo “estrictamente literario” no exista o sea producto de una mezcla milagrosa de elementos no literarios. En todo caso en el libro que nos ocupa las consideraciones son más claras.

Álvarez nos habla de su infancia en España, de sus primeros recuerdos, traza un retrato de familia, describe la separación de sus padres por la Guerra Civil, de la derrota republicana, plasma las contradicciones internas de la propia familia, desgajada, como España, en bandos. Y lo hace de manera fascinante, como un gran memorialista. Ya he dicho en otras ocasiones que el exilio —cualquier exilio pero de manera pronunciada el español de 1939— echó mano de la escritura del yo para dar testimonio: las memorias noveladas, cartas, diarios y autobiografías abundan en la bibliografía del exilio y conforman un corpus extraordinario tan humano como literario. Hubo una necesidad de dejar por escrito lo vivido y esa necesidad define en parte lo que fue, culturalmente hablando, la experiencia de la Segunda República Española: había que decir lo que había pasado. Pero lo que estoy diciendo es importante sobre todo para los que vivieron directamente la guerra y el exilio.

La cosa es bastante diferente si pensamos en quienes la vivieron de manera transferida o heredada, los hijos de exiliados que salieron de España con sus padres, como fue el caso de Federico, e hicieron suyo el exilio a través de actividades políticas —la militancia en el comunismo— o laborales —su trabajo como profesor y editor. Para empezar, es muy raro que esos muchachos, que eran niños cuando estalló la guerra y salieron de España siendo aún adolescentes, decidieran escribir su testimonio entonces, lo hicieron después cuando fueron personas ya maduras y formadas, poseedoras de una memoria que contar. Al ocurrir así, el texto pierde en parte una dimensión testimonial pero gana, en cambio, una dimensión literaria, como sucede con Una vida. Dicho de otra manera, los organizadores de esta presentación, los editores del libro y el propio Federico me invitaron a este acto seguramente porque, como crítico literario, una de las facetas que he explorado es la literatura del exilio español. También puede contar el hecho de que yo pertenezca a algo tan vago —pero a la vez bastante preciso— como una generación de “nietos del exilio”. Mi padre vino a México en 1940 con mis abuelos, y era más o menos de la misma edad de Federico. Naturalmente se conocieron y fueron amigos.

Sin embargo, esos recuerdos están, supongo, en el segundo volumen, pues este primero apenas nos da cuenta de unos breves años después de su salida de Cuba, misma que se puede ver como parte del mismo exilio o como un segundo exilio. Federico narra con precisión de gran novelista, recupera el ambiente de los colegios españoles de la época, de la vida de los muchachos, de la extraña y emocionante condición heredada —aunque no se la entienda plenamente en esos años—, de la actitud y el pensamiento de los padres. Al escribir sus memorias muchos años después de consumado ese exilio y con la edad de alguien que no vivió la guerra (quiero decir, por ejemplo, que no combatió, no tenía la edad), Álvarez es menos sentimental y más emocionado, no se deja llevar por el momento precisamente porque no es inmediato sino recordado.  ~

__________
JOSÉ MARÍA ESPINASA (Ciudad de México, 1957) es escritor y editor. Ha publicado los libros de poemas El gesto disperso, Cuerpos, Piélago y Al sesgo de su vuelo; los de ensayo Hacia el otro, El tiempo escrito, Cartografías y Actualidad de Contemporáneos. Su más reciente libro es El bailarín de tap. Retrato de Truman Capote con Melville al fondo (Ediciones Sin Nombre, 2011).

Una respuesta para “La escritura del yo de Federico Álvarez
  1. La escritura del yo de Federico Álvarez « Revista Este País, ¿Puedes explicarnos màs?, me resulta didactico esta articulo. Saludos.

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