Siempre he sido muy suspicaz en torno a las “ventajas” de poseer un hábito de lectura bien estructurado, formado de años, hijo de la Ilustración. Al menos, sospecho de sus ventajas sociales, tan evidentes para el resto del mundo; nunca he entendido la idea de hacer a millones adentrarse en las Fiestas galantes de Verlaine o en los círculos de Luhmann por el bien productivo de una nación, en un sentido económico y de bienestar generalizado.
Me asumo “suspicaz” no para esconder un rechazo tajante a hipótesis alguna (léase: que cada mexicano conozca a la perfección las Iluminaciones de Rimbaud nos llevará a competir con los grandes mercados asiáticos), sino por la condición generalmente simplona y superficial de quienes argumentan a favor de la lectura como cura y consuelo de (casi) toda problemática estatal. Aquí, de forma respetuosa, me dirijo a David Toscana.
El escritor mexicano, un hombre de pluma ágil y de inteligencia constatable, publicó hace unas semanas un texto en el New York Times que llevaba por título de alarma “El país que dejó de leer”. En él aparece el argumento fulminante y determinista que tendré a bien traducir: “México está tropezando social, política y económicamente porque la mayoría de sus ciudadanos han dejado de leer”.
Me encontré con el texto por el éxito que sin duda tuvo en el turbio mundo de las redes sociales, donde la actitud generalizada de quienes lo compartían parecía más un regaño bien justificado por un diario internacional que una herramienta de análisis para el ciudadano promedio mexicano: “Vean, la vergüenza, la absoluta vergüenza de los que no leemos y hemos sido desnudados desde lejos”. Ni el texto ni la proyección psicológica de mi “red” apuntaban, en realidad, a nada.
Porque la idea central de Toscana no terminaba de desarrollarse en “El país…” (un anecdotario de cómo el autor ha notado la miseria bibliográfica en el sistema educativo mexicano, básicamente) salvo por la siguiente idea parafraseada: la falta de lectura genera una falta de desafíos intelectuales, que a su vez genera empleados de medio pelo.
El conflicto del argumento, mismo que el de mis guerreros Facebookianos, es su nulidad analítica. Es decir, ¿por qué es que la lectura generaría, casi en automático, más y mejores preguntas para el individuo y para el agregado social? ¿De dónde es que se nutre esa relación entre lectura e intelecto, entre intelecto y resultados? A final de cuentas, ¿cuál es la naturaleza propia de la lectura? Y, ¿qué resultados se esperan de ella? Me asumí “suspicaz”, insisto, no parte de la oposición.
Guillermo Sheridan, no sé si de manera consciente, puso sobre la mesa otro texto, de cuyo título no quiero acordarme, que debatía bien esta suerte de consenso hipócrita a favor de la lectura: si el mexicano promedio leyera 100 novelas de E.L. James al año, tampoco llegaríamos a ningún lado. A esta idea sumo una propia, indicando que tampoco cambiarían mucho las cosas productivas, sociales y políticas en nuestro país si se estudia la obra de Joyce desde la secundaria.
Entiendo que exagero, que soy injusto y que Toscana toca fibras ciertas e importantes, pero busco profundizar la discusión. Conozco a docenas de hombres doctos que carecen de un solo nervio sensible en el cuerpo, como conozco a mentes brillantes que saben del “canon literario” (citando a Toscana) lo mismo que yo sé de automotores. Mi tía abuela, en cambio, una mujer profundamente ignorante, lee a ritmos Sartrianos, y en el mundo pululan idiotas e ignorantes con iniciativa.
Si la pregunta es por el asunto de la sensibilización, por la empatía hacia el otro y por entender nuestro lugar contextual en el mundo, entonces creo que debemos, sí, de hacernos mejores preguntas, bastante más complejas que las de la lectura.
A esa conclusión es a la que llegué leyendo.
Entonces cual es la propuesta? LEER O NO LEER Y SI ES LEER ¿Que puedo leer?.