El ciclismo y los clásicos,
Parentalia Ediciones, 2012.
Ruego a ustedes de antemano que me disculpen por el tono emotivo de mis palabras, y también, qué duda cabe, por la falta de rigor académico que advertirán en estas líneas. Sucede que al hablar de Fernando Fernández, de su poesía y del pequeño volumen que hoy reaparece, me resulta inevitable, y hasta ineluctable, referirme a una historia personalísima: Fernando es uno de mis amigos de veras íntimos, y vamos ya en la cuarta década de amistad dichosa. Como podrán ustedes suponer, la presentación de esta nueva edición de El ciclismo y los clásicos tiene para mí una índole celebratoria, como todo lo que sea causa de contentamiento para este amigo con el que estoy unido por un amor fraternal.
Sin incurrir en demasiadas indiscreciones, les contaré que al comienzo, en 1980, Fernando y yo nos llevábamos muy mal. Mientras él publicaba una revista en la que contestaba con ingenio y agudeza la normalidad de un colegio marista, yo participaba en la publicación de otra, francamente pretenciosa, aburrida y más pesada que una vaca en brazos. Entonces yo pensaba que El Faisán, hecha de cabo a rabo por Fernando, acusaba socarronería y a veces desfachatez, y objetaba su frescura característica tildándola de imprudente y altanera. No me percataba de que la otra revista, Hominis (¡háganme ustedes el favor!), era más bien impresentable y que los textos que yo pergeñaba no podían sino indigestar. Fernando y yo rivalizábamos también en los concursos de declamación y de oratoria en los que, confieso con vergüenza, ambos tomábamos parte con un afán claramente protagónico. La cuestión fue zanjada durante nuestro último año en la preparatoria: los dos dejamos de publicar las revistas que nos enfrentaban, actuamos juntos en recitales de poesía y, para sorpresa de nuestros condiscípulos, preferimos no participar en los concursos previstos para los días 25 y 26 de marzo de 1982; en cambio, con ayuda de nuestros padres hicimos un viaje para escuchar dos óperas en noches consecutivas. El sábado 27 de marzo, las confidencias a la hora de la cena sellaron para siempre la amistad.
En septiembre de 1983 participé con nuestro muy querido Salvador Pinoncelly (que en paz descanse) en la presentación privada del primer libro de Fernando, una pieza teatral cuyo nombre, por discreción, omitiré. Teníamos 19 años, y publicamos dos números (a Dios gracias, tan solo un par de ellos) de una nueva revista que acrecentó nuestras complicidades. Para Fernando, luego vinieron los años de Alejandría, publicación hecha durante los años que pasó como estudiante en la unam, y en la década de los años noventa fue el editor de Milenio y de su sucesora, Viceversa, de feliz memoria.
En agosto de 1990, Fernando dio a conocer El Ciclismo y Los Clásicos (así), editado por Luis Mario Schneider y Sofía Urrutia en la serie Cuadernos de Malinalco. Nueve años después, en agosto de 1999, apareció Ora la pluma, y en 2010, Palinodia del rojo. Los tres libros me los regaló con dedicatorias en las que me distingue como hermano. Y ahora debo aludir a El ciclismo y los clásicos en su nueva edición, hecha por Parentalia.
Diré, en primera instancia, que me parece muy pertinente que hoy nos encontremos en la casa en que murió López Velarde. Fernando tiene una especial afinidad con este poeta, cuya obra conoce al derecho y al revés. En segundo término, destaco que hay diferencias entre las dos ediciones de El ciclismo y los clásicos: nuestro autor dice que quitó un par de textos y que agregó otros dos. La verdad es que quitó tres poemas breves (que todavía me gustan, sobre todo uno de ellos), y los dos que entonces no dio a conocer (“Helios” y “Exhorta a una hermosa conocida suya a dejar la doncellez”) me parecen estupendos (en rigor, yo echaba en falta el segundo de ellos en la primera edición). Hay todavía otras diferencias en lo concerniente a la estructura del libro: en la primera edición había dos partes separadas, una llamada “Ciclismo”, subdividida a su vez en dos secciones (la segunda comenzaba con el poema “Desde Westminster Bridge”) y otra, llamada “Los clásicos”, a partir del poema “Canción”. En esta nueva edición del libro ya no hay subdivisiones, y pienso que es un acierto, porque desde 1990 El ciclismo y los clásicos evidenciaba unidad y coherencia internas, al margen del título dual.
De la poesía de Fernando se han ocupado voces y plumas autorizadas. Gonzalo Celorio lo llamó “poeta fresco y gongorino” y, en seguida, destacó las fuentes que lo nutren: la lírica tradicional (“Canción”), Alberti (“Imitación de Alberti”), Gerardo Deniz y los clásicos imprescindibles, de Ovidio a Quevedo y otros más recientes. Celorio dijo textualmente que “el cuaderno de Fernández es fresco como una lechuga empeñosamente cultivada. Extrañamente, inusitadamente, su poesía es feliz. Es feliz por gozosa y afortunada; por risueña y por luminosa. En ella transcurre, como ciclista en velódromo contra reloj, el humor, el buen humor”. Y luego Gonzalo discriminó entre el humor de la idea anterior a la imagen (“Diplomacia inglesa”), el humor de la imagen misma (“Elefantes”), el humor paródico a la Ovidio (“Cuenta la extraña transformación de su gata Isolda”), el humor lúdico (“En medio de un lance deportivo, advierte más que nunca la belleza de su amada, y pierde un punto”) y el humor verbal (“Reprimenda de la arisca Camila”).
Por su parte, Mayra Ibarra, en Asturias, escribió que a Fernando se le considera como un poeta neobarroco, y también aludió a “la carga paródica, la inocente malicia y la frescura libresca que lo hacen […] heredero de Ramón López Velarde”.
Eduardo Milán repara en el buen oído de Fernando, y dice: “La parodia, el trocadillo, la paronomasia son recursos para acercarse a la cotidianidad del pasado y no a su catedral ideológica. La poesía, cosa íntimamente cotidiana, recolección milenaria de desechos y residuos, encuentra en el lenguaje de Fernández un buen interlocutor. El poeta se disfraza y el lenguaje finge. […] No hay estructuras que rescatar. […] Lo que queda, brillando, es el lenguaje”.
Doy fe: Fernando es un hombre alegre, y tengo para mí que una de nuestras afinidades más disfrutables es que compartimos el sentido del humor. Solemos reír juntos a la menor provocación. Y, por cierto, las palabras y el lenguaje, las más de las veces, son una fuente primigenia de dichas compartidas. Sin embargo, sería insuficiente (y, por lo tanto, injusto) explicar la poesía de Fernando únicamente con base en su refinadísimo sentido del humor, sobre todo porque la presencia de lo humorístico suele disfrazar y disimular el fondo del asunto de que se trate y, al desviar la mirada, engaña con facilidad. Encuentro que la materia y la forma de la obra de Fernando tienen una densidad y hondura mucho mayores que las que a simple vista pudieran aparentarse.
Tomo como punto de partida el título del libro. Fernando leyó por casualidad que una chica española, en alguna sección de anuncios clasificados, se describía a sí misma como aficionada “al ciclismo y a los clásicos”. Él halló regocijo en el habla coloquial que unía dos conceptos tan dispares. Muchos años después, él mismo relataría sus divagaciones a partir de esa frase:
De entrada, me provocó esa felicidad que con relativa frecuencia nos prodiga el habla coloquial, sea dicha o escrita, cuando cristaliza en frases afortunadas. También, desde luego, por la repetición, en dos palabras contrapuestas con eficacia —el “ciclismo” como una actividad específica contra la vaguedad de los “clásicos”—, de los sonidos del grupo consonántico cl antecediendo a una sílaba tónica.
Por último, porque me pareció que los conceptos que se ponían en juego con aquel contraste en apariencia trivial describían algo que estaba en los poemas. Por aquellos años se hablaba de la muerte de las vanguardias y se hacía referencia al final de los “ismos”, por lo que me tentó la idea de participar yo mismo en la discusión un poco en burla con la propuesta de un ismo de siempre, acaso el más simpático y noble de todos, el que está en la palabra ciclismo. Pero el ciclismo ofrecía algo más: recordaba todo aquello que se daba por ciclos, al revés de lo que sucede con lo que está más allá de las vueltas del tiempo, es decir todo aquello que consideramos como clásico.
Se entiende, pues, que ya detrás del título hay mucho más que lo que pudiera pensarse. Y así, a lo largo de todo el libro (y de todos los libros que ha escrito): en primera instancia, seduce con el deslumbramiento; más adelante (o mejor dicho: más profundamente), la seducción inicial de la musicalidad de la poesía de Fernando se transforma, como si fuera “asumpto de otro Ovidio”, en una fascinación ante el resultado de una primorosa manufactura y ante la magnitud conceptual de cada obra. Hace muchos años que Fernando aprendió el oficio, y desde temprano, con laboriosidad, llegó a la maestría. Su trabajo, esmeradísimo, fucila, riela, asombra.
Debo hablar un poco sobre el oído de Fernando. Él y yo, desde hace muchos años, compartimos el disfrute de la música, y puedo afirmar que su gusto y entendimiento de la música y la poesía se aproximan hasta tocarse y casi confundirse. Por mi parte, pienso que su poesía es más próxima a la música de cámara que a la grandilocuencia sinfónica; así como goza de Garcilaso, Góngora y Quevedo, escucha con fruición a Haydn, Mozart y Schubert. Y si nuestro querido Juan Almela (o sea, Gerardo Deniz) es un referente imprescindible en la escritura de Fernando no solo por cariño, sino por la perfección de la sustancia y las maneras de la escritura del propio Deniz, no hay que olvidar que el propio Juan es también un melómano empedernido. No aventuraré similitudes definitivas, pero por la contención de la estructura, el dominio de la forma, la dilatada raigambre, el neoclasicismo como referente, la audacia en la expresión y, a la vez, la riqueza del discurso, la poesía de Fernando se asemeja a la música de Anton Webern, de Igor Stravinsky en sus obras de mayor madurez y, mejor aún, de un Alfred Schnittke que por fin sonríe.
La doctrina del filósofo conocida como hilemorfismo (de hylo, ‘madera’, ‘materia’ y morphé, ‘forma’) concibe la sustancia como un compuesto de materia y forma. La sustancia (ousía) es la cosa en sí. En el caso de Fernando Fernández, la sustancia de su obra muestra un equilibro afortunado y admirable entre la materia (la realidad primaria de que están hechas las cosas) y la forma (la manera, el aspecto externo de algo, el modo de proceder). El clasicismo se predica de aquello que, por su propia valía, puede ser interpretado una y otra vez, sin que mengüe su significación por la usura del tiempo. Por otra parte, el equilibrio entre la materia y la forma es un buen indicio de clasicismo, y si bien no ha transcurrido todo el tiempo de Fernando, es dable vislumbrar su obra como clásica: la materia de su poesía se nutre de sus propios clásicos y la perfección formal da sustento a esa materia.
En la poesía de Fernando la memoria es constantemente recuperada. Se trata de un asunto ontológico, porque al final de cuentas no somos sino nuestra propia memoria. En esta recuperación, vuelven los grecolatinos, vuelve el Renacimiento y todo el Siglo de Oro; vuelven también los amores
de nuestros propios días de antaño, y esos amores perduran en los júbilos de hogaño. La memoria es uno de los sentidos internos, junto con la imaginación y, acaso, con el sentido común. Conviene todavía decir algo sobre la imaginación, porque Fernando es, sin duda, un autor fantasioso.
La imaginación, término de origen latino (imaginatio), es la facultad del alma de representar las figuras o las apariencias de las cosas reales o ideales. Imaginatio es una traducción del griego phantasía, aunque el diccionario, los psicólogos y los filósofos de nuestro tiempo suelen matizar y distinguir en mayor o menor medida ambos conceptos. En rigor, el Diccionario de la Real Academia Española da como segunda acepción de imaginación algo tan ambiguo como ‘imagen formada por la fantasía’ (es que a veces la Real Academia Española se olvida de no utilizar lo definido en la definición y, ni modo, qué le vamos a hacer). La fantasía se entiende como la facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes las cosas pasadas o lejanas, de representar las ideales en forma sensible o de idealizar las reales. Todo buen poeta produce figuras: la figura es la forma exterior de un cuerpo por la cual se diferencia de otra, o la cosa que representa o significa otra (figurar significa disponer, delinear y formar).
Esta excursión por las palabras casi termina. Fernando Fernández es un avezado artífice de figuraciones, de fantasmas en el sentido estricto, no en el más habitual, referido a los espectros y a las apariciones sobrenaturales. Las phantásmata son las imágenes mismas, y la destreza fabril de Fernando se antoja ilimitada.
Otro Fernando, Fernando de Herrera, escribía en 1580, en sus Anotaciones a la poesía de Garcilaso que
Es la fantasía potencia natural de l’ánima sensitiva, i es aquel movimiento o ación de las imágenes aparentes i de las especies impressas. Tomó el nombre griego de la lumbre, como dize Aristóteles, porque el viso, que es el más aventajado i nobilísimo sentido, no se puede ejercer sin lumbre […]. Tulio la interpretó viso; Quintiliano visión, i los modernos imaginación. Pinciano Lido, en el libro sobre Teofrasto Del sentido i fantasía, dize, en el Libro I, que son tres las facultades interiores de l’ánima, que Galeno llama regidoras, dexando el entendimiento, que el médico lo considera poco: la memoria, la razón i la fuerça de imaginar, que es la fantasía, común a todos los animados, pero mucho mayor i más distinta en el ombre […] i por esta se representan de tal suerte en el ánimo las imágenes de las cosas ausentes que nos parece que las vemos con los ojos i las tenemos presentes, i podemos fingir i formar en el ánimo verdaderas i falsas imágenes a nuestra voluntad i arbitrio, i estas imágenes vienen a la fantasía de los sentidos esteriores.
Todo esto lo he dicho para llegar al último punto con el auxilio de sesos fuertes: las palabras arte, artificio, artífice y artificial tienen la misma raíz latina. Los griegos hablaban de techné, de donde viene “técnica”. Lo que no pertenece a la naturaleza, es artificial. Fernando Fernández es un formidable artífice que imagina con gran habilidad y con gracia encantadora. Al leer su poesía, o al escucharla, aparecen los fantasmas: se trata de arte poética pura, y al final, quizá sin salir del azoro, sonreímos y damos las gracias.
Como hago ahora: sonrío y doy las gracias. A ustedes y a Fernando. ~
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SERGIO VELA (Ciudad de México, 1964) es director de ópera, promotor artístico y músico. Fue presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Actualmente es el Consejero Artístico de la Academia de Música del Palacio de Minería.