Hace unos días, Francisco Zea escribió una columna en Excélsior cuestionando la eficacia del sistema penal de México. Según el autor, si los 28 años de cárcel que purgó el otrora capo Rafael Caro Quintero no son suficientes para rehabilitarlo, entonces “tenemos que repensar todo el sistema de readaptación social”. Es más, dice Zea, si es así y Caro Quintero sigue siendo un peligro para la sociedad, “entonces seriamente debemos entrar al debate de la pena de muerte”.
Zea declara desde un principio que “mi opinión va a molestar a muchos porque resultará políticamente incorrecta” y veo dos puntos especialmente polémicos: primero, que los autores de los crímenes más terribles puedan aspirar a libertad después de menos que tres décadas y que la solución de los defectos inevitables en el sistema de rehabilitación es legalizar la pena de muerte. Curiosamente, son ideas contrarias, y veo problemas con las dos, especialmente la segunda.
Si uno cree en la moralidad de la pena de muerte, es difícil de imaginar un personaje más apto que Caro Quintero. Desestabilizó a su país y se enfrentó con dos gobiernos, se hizo millonario a través de la venta de sustancias peligrosas, y, sobre todo, mataba con crueldad tanto a sus enemigos como a inocentes que se encontraban en el lugar equivocado. Como bien dice Zea, los 28 años no logran borrar sus pecados.
Sin embargo, tampoco es posible borrar los crímenes más feos matando a su autor: sus víctimas siguen muertas. Peor aún, como bien demuestra su historia reciente en EU, la pena de muerte no se aplica contra los que más la merecen, sino los acusados más pobres, ya que los fiscales prefieren no luchar contra los poderosos equipos legales que los acusados más adinerados suelen tener a su lado. Quizá es por eso que muy pocos líderes mafiosos estadounidenses han sido condenados a la muerte. Así pues, aunque moralmente Caro Quintero sea buen candidato para la pena de muerte, es poco probable que hubiera acabado ejecutado.
Además, los gobiernos no deberían tener como función oficial la exterminación de sus propios ciudadanos, aunque éstos últimos merezcan el castigo. La tendencia histórica para los países más avanzados es hacia la prohibición de la pena de muerte, como parte de la filosofía liberal que valora los derechos individuales (hasta de los criminales) cada vez más. Actualmente México se encuentra en el lado correcto de esta historia, junto a los países europeos que son los más seguros del mundo. Mientras tanto, una legalización de la pena de muerte pondría a México a lado de gobiernos con historias muy penosas en su trato a los criminales, incluso China, Irán, Arabia Saudita, y (desgraciadamente) Estados Unidos.
Sobran otras razones para oponerse a la pena de muerte. Sería muy caro, ya que los casos suelen alargarse durante años o hasta décadas en las múltiples apelaciones del acusado. No serviría de freno a la criminalidad, pues la tasa de impunidad en México es demasiado baja para establecer un efecto disuasivo. Habría un costo de oportunidad muy alto, ya que hay varios pendientes para el gobierno en temas de seguridad, y el esfuerzo necesario para aprobar la pena de muerte sería mejor utilizado en otra tarea.
Finalmente Zea tiene razón que es una lástima que tras casi 30 años de cárcel, muchos criminales no se encuentran listos para volver a vivir tranquilamente entre la sociedad civil. Deberían todos los gobiernos buscar estrategias para facilitar la reintegración de los criminales, y de limitar el daño de los que inevitablemente son incapaces de rehabilitarse. Es una tarea urgente en México, y hay muchas medidas que se deberían considerar, pero la pena de muerte no es una de ellas.