Debe existir una relación entre el bajo nivel de lectura de un pueblo, y el deseo de no querer saber sobre lo trágico de la existencia. Leer desestabiliza, nos abre al otro y a lo otro, nos lleva a comprender que en el último horizonte de la interpretación se encuentra la muerte del sentido y la muerte de Dios.
Que no exista santo al cual encomendarnos no quiere decir que se haya perdido toda fe o que efectivamente Dios haya muerto y nosotros lo hayamos matado. Lo que significa es que nadie puede actuar como si recibiera órdenes directas del creador (que puede que exista pero también puede que no) y que, a fin de cuentas, el nuestro es un mundo moderno imposibilitado para dar marcha atrás y erigir de nuevo el dogma, que ojalá permanezca enterrado para siempre junto con los Papas, santos y muertos católicos y protestantes, así como los iluminados que mataron en su nombre (o en el del super hombre). ¿Qué dice el libro sagrado? ¿Qué dice la ley?
En Una historia de la Lectura, Alberto Manguel nos cuenta que la Iglesia católica instituyó la pena capital por herejía desde 382 D.C., pero que no fue hasta 1022 que se mandó a la hoguera a un grupo de notables convencidos de que la revelación cristiana sólo podía venir de la iluminación del Espíritu Santo, nunca de las Escrituras: “invenciones que han escrito los hombres sobre pieles de animales”.
Para fortuna de todos nosotros estos precursores no fueron los únicos rebeldes. Unos siglos más tarde llegaron Lutero y Calvino, que aún con su conservadurismo extremo, contribuyeron a liberar la lectura de la Biblia de la interpretación de ciertos poderosos. Así, comenzó a brindarse autonomía moral al individuo preparando, en primer lugar, el advenimiento de la Revolución Francesa y la Revolución Americana y, en segundo, el de la democracia. Y resultó que todos éramos capaces de comprender las escrituras y otros textos, y de analizarlos en sus contextos históricos diversos, y de compararlos refiriendo sus mitos a otros mitos, entendiendo más y mejor las verdades que estos encierran y comparten con otras creencias y religiones.
La lectura individual nos preparó así para afrontar un mundo caótico y cambiante que, de entrada, no es el centro de la creación ni mucho menos. Nos preparó para la muerte porque toda vez que no hay certeza absoluta a la cual asirnos, podemos observar un mundo atravesado por la incertidumbre y por la falta, por la muerte que si bien nos rodea por todos lados, también nos saca a flote.
Y, si toda gran referencia ha muerto, si los mitos que brindaban pertenencia son infértiles no natos, ¿qué puede hacer el hombre para darse sentido? Tal parecería que no hay maneras correctas de decir ni de escribir ni de vivir. Algunos creen que todo está permitido. Lo que es un hecho es que durante generaciones hombres y mujeres se las han arreglado no sólo para enfrentar la incertidumbre, sino también para ser felices. Que tal felicidad dependa o no de una ilusión, eso no es asunto nuestro, sino, de cada quien.
Así, nos hemos construido de entrada un derecho a la felicidad. Nuestras constituciones, con su libertad de creencias, también nos han respetado un derecho a la ilusión, así como cierto derecho a la embriaguez (que estará completo cuando se legalicen las drogas). Tenemos el derecho a creer que existe un Dios, y a escucharlo si esto es necesario para nuestra estabilidad emocional. Tenemos incluso la posibilidad de hablar con él si de eso depende nuestra cordura. A lo que no tenemos derecho es a que nuestra ilusión dependa de que le sean negados a otros, los derechos que exigimos para nosotros mismos.
Interpretación francesa
Más de 300,000 personas marcharon en Francia para protestar contra el proyecto de ley que el presidente francés dirige hacia la legalización del matrimonio y la adopción entre personas del mismo sexo. ¿Desde qué perspectivas y tradiciones, interpretando qué saberes o qué textos, es posible construir argumentos para opinar sobre un asunto que tiene incidencia en las sociedades del futuro?
Muchas gracias!
Me gustó y estoy de acuerdo