Este espacio se ha prestado, en muchos momentos, para valoraciones quizá injustas, quizá injustificadamente críticas, en relación a una u otra postura dentro de una buena gama de fenómenos sociales. En otros momentos, quizá los de mayoría, se ha usado la voz del texto para expresar inquietudes muy personales: el problema del cuerpo, la creación de mitologías personales y mitos sociales, alguna que otra discusión sobre los fundamentos de lo estético, el encuentro entre civilizaciones y la pésima fundamentación lógica de mucho de la izquierda, por citar algunos ejemplos.
Sin embargo, esta semana apuntaremos hacia algo políticamente correcto, propio de la inmediatez y la coyuntura, indigno de nuestras pretensiones (mismas en las que no debería de incluir al lector por ser personalísimas, además de casi infinitas) y de relativa intrascendencia (o no) si se nivela con los grandes temas en la agenda del país (pienso, específicamente, en la Reforma Energética que se habrá de presentar la próxima semana, misma que dependerá de una Reforma Política pendiente): la desregulación y/o legalización de las drogas, de algunas drogas o de la mariguana en lo específico.
En primer lugar, patino de felicidad (una felicidad atiborrada de cinismo) cuando pienso en Paul Allen y en Vicente Fox haciendo grandes negocios una vez que la hierba vaya a poder ser comercializada. Fox me hace reír por su tragedia intelectual y política, pero el caso de Allen (¿era Allen?) me recuerda a esos momentos utópicos de mediados de los setenta en donde la generación del 68 comenzó a sembrar los frutos que hoy cosechamos: la mentalidades revolucionarias liberales de ese entonces fueron las que formaron estas redes de información que, objetivamente, han tenido un impacto de liberalización social tan o más importante que el de la Revolución Francesa. La legalización de la mariguana no es más que parte de ese sueño.
Desde otra perspectiva termino intrigado de la mejor de las maneras con las formas de los medios de comunicación. Llevo trabajando en ellos por años, y quizá esto no sea más que otro producto (el producto más claro) de mi fascinación por la creación de un mito, pero me impacta a sobremanera cómo es que un tema se injerta en la agenda mediática y social y política de formas inmediatas. Evitaré citar a los teóricos de antaño que revelaban estos “happenings” del inconsciente colectivo como las ideas más sorprendentes de su tiempo, pero las narrativas sociales tienen comportamientos fantásticos: ahora todos habremos de discutir el tema de la legalización.
El asunto que en verdad me desagrada, y me entristece y me frustra, es el del conservadurismo de mis connacionales. Leí hace unas horas (y la fuente es el Gabienete de Comunicación Estratégica) que solamente el 13% de los mexicanos apoya la medida de legalizar la mariguana, mientras que un 59% se opone a la medida.
No puedo más que pensar que esto se debe a un prejuicio moral independientemente de otras razones (se podría hacer el caso, por ejemplo, de estar en contra por el golpe que una legalización hipotética de las drogas daría a la economía informal del país, que es toda); y tampoco tolero a muchos de mis contemporáneos, que han asumido algo tan intrascendente y patético como la legalización de las drogas (aquí apenas le vamos a dedicar una columna, no más) como el eje fundamental de su existencia, pero de que es fundamental desligar las penurias de una moralidad arcaica a los asuntos del cuerpo social, es fundamental.
En otro contexto, me asumo como un aludido y una persona directamente afectada por esta política. Yo llevo muchos años sin consumir alcohol. No me gusta. Algo de él no me interesa. Nunca lo he entendido. Paso la mayor parte de mi tiempo en la más absoluta de las sobriedades, pero cuando es mi gusto alterar mi estado nervioso y de consciencia (porque es definitivamente disfrutable), lo que hago es fumar mariguana. Hay épocas en donde lo hago tres o cuatro veces al mes. Hay épocas en donde pasan meses sin que lo haga. Hay semanas en donde lo hago todos los días. No hay patrones. Supongo que la gente que bebe alcohol tiene comportamientos equivalentes, igual de erráticos. No lo sé. Pero me gustaría tener la libertad de poder hacerlo en público, sin estar rodeado de miradas extrañas, de escondites.
Porque tampoco he experimentado mayor desagrado que cuando lidio con una persona alcoholizada. Un pacheco me puede ganar en algo de gracia, o aburrir enteramente, pero nunca he tenido que soportar a uno vomitando en mi baño, gritando en mi casa, colgado de mi cuello con cariños irrealizables y mentirosos, diciéndome “verdades” que me importan nada y generando verdadero peligro en las carreteras. Quizá la única persona que conozco que tiene problemas con la mariguana soy yo mismo, que puedo sufrir con ella, por otra condición y razones, desmayos y bajas de presión. Es todo.
Lo que es más: el doctor Sanjay Grupta, corresponsal médico de CNN, apunta con inteligencia que la mayoría de los estudios sobre drogas tratan sobre sus problemas y adicciones, y no sus beneficios. Legalizarla es abrirla a discusión, y abrirla a discusión es conocer de forma mucho más objetiva sus problemas y sus manejos.
Andrés Manuel López Obrador dijo hace unos días que el tema de la mariguana era uno de mínima importancia frente a las realidades del país. Y tiene razón de alguna manera, pero en otro sentido, y para variar, está negando una realidad absoluta: el tema ya se ha mediatizado, es momento de discutirlo.
Ahí hay unos tres centavos.