Uno no podría hablar de sus lecturas y dejar de habar de sus no-lecturas. Son una plaga, esos libros que por años hemos querido leer, y ante los cuales sólo parecemos fracasar como lectores. Son una persecución. Hace más de diez años el conductor de un bicitaxi en Cuba me dijo las siguientes palabras sabias: Señorita, la tragedia de esta vida es que uno nace sin saber nada, y se muere sin saberlo todo. Toda historia de lectura está plagada de ausencias, de fracasos y fallas. Libros que llevamos años prometiéndonos leer. A mí esto me pasa. Mucho. Pero lejos de considerarlo mi maldición, más bien lo acepto como parte de mi naturaleza de lectora fragmentaria. Infancia, casi siempre, es destino, y no es casualidad, que el primer libro que compré en mi vida con mi propio dinero, sea un libro que jamás he logrado terminar. Vamos, no he pasado ni de la segunda página.
Lo obtuve en la Librería de Cristal que solía estar sobre Avenida Universidad y Churubusco, debo haber tenido unos 7 años. Y no sé cómo podía saberlo, pero me quedó claro que aquel libro gordo de tonos azul claros, con una ballena blanca en la portada, era uno importante. Uno de esos que uno debía leer. Uno fundamental. Medio recuerdo el gesto de extrañeza de mi padre: ¿estaba yo segura de que quería ese? Sí, ese quiero. ¿Y cuánto cuesta? Me preguntó. ¿Seguro que te alcanza? Tengo la imagen nítida de la etiqueta, no me acuerdo específicamente de la cantidad, pero sí de la etiqueta, digamos que costaba 130,000 pesos, porque de eso sí estoy segura, había muchos ceros, pues en aquel entonces todo en México valía tres ceros más que ahora.
Obviamente, a los 7 años no logré leer ni media página de Moby Dick, de hecho, es un libro cuya lectura he postergado lustro tras lustro. Pero ante una escena tan triste de libros abandonados, llega Elias Canetti y me consuela con la siguiente postura: “hay libros que tenemos a nuestro lado 20 años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio… Luego, al cabo de 20 años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. … Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los 20 años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo”.
Por un lado, quisiera ponerme de necia, e ir a casa de mis papás a desenterrar del librero el ejemplar exacto de Moby Dick que compré en esa ocasión en Librerías del Cristal. Pero creo que Melville se enojaría si se enterara de que lo estoy leyendo en español. La coincidencia me salva, pues hace poco encontré en una librería de segunda mano una copia en inglés de la magna obra de Melville, donde me han dicho, hay un pasaje hermoso que versa sobre el color blanco. Cuando lo confirme, les platico.