Mucho se ha comentado sobre las limitaciones de nuestro incipiente régimen democrático: inercias, taras, escasez de cambios verdaderos… Tal vez las expectativas asociadas con la transición fueron exageradas, pero la falta de proyectos orgánicos y sólidos también ha sido evidente. El más reciente libro de Luis Carlos Ugalde, Por una democracia eficaz: Radiografía de un sistema político estancado, 1977-2012, constituye una clara síntesis y un buen análisis de los déficits de nuestra democracia. Aporta, asimismo, ideas para remontarlos. Este País sostuvo una charla con el autor respecto a esta obra. Ugalde (Distrito Federal, 1966) es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Columbia. Ha sido profesor en diversas instituciones de educación superior, como el Instituto Tecnológico Autónomo de México, el Centro de Investigación y Docencia Económicas y las universidades de Harvard y Georgetown. Fue consejero presidente del Instituto Federal Electoral entre 2004 y 2007. Actualmente es director general de Integralia Consultores. ARM
ARIEL RUIZ MONDRAGÓN: ¿Por qué escribir un libro como el suyo hoy? ¿Cuáles son los principales motivos?
LUIS CARLOS UGALDE: Porque durante muchos años he tenido dos frustraciones respecto a la democracia mexicana: la primera es que no ha cuajado y ha dado pocos resultados; es decir, siento desilusión. La segunda, quizá más aguda, es la frustración con las explicaciones parciales, limitadas y triviales sobre esa realidad que no funciona. Al leer artículos o libros que tratan de explicar por qué la transición mexicana no ha dado los frutos esperados, me parece que la mayor parte de ellos hacen una interpretación bastante superficial de las cosas, generalmente centrada en el voluntarismo, es decir, esta idea de que la voluntad política o la naturaleza bondadosa o maldita de los actores es lo que explica el desarrollo de la historia. Pero claramente el desarrollo de la historia y los frutos limitados de la transición mexicana a la democracia no tienen que ver mucho con la voluntad sino más bien con factores estructurales de la realidad política e histórica mexicana. Tratar de explicar estos factores estructurales es lo que me llevó a escribir este libro.
Su libro me parece el relato de una difícil y trunca implantación del liberalismo en México, que va desde la legalidad, el Estado de derecho y la igualdad ante la ley hasta la economía de mercado. ¿Por qué ha sido tan complicada la implantación del liberalismo en nuestro país?
Porque somos una sociedad antiliberal. Podemos irnos hasta el origen del universo, pero solo vayámonos 500 años atrás y veamos cómo fue fundada la Nueva España: se hizo básicamente sobre la diferenciación social. Cuando llegaron los españoles, se establecieron dos tipos de mexicanos, la república de los indios y la de los españoles, aunque dentro hay otras clasificaciones: los eclesiásticos, las fuerzas armadas, los comerciantes. Cuando se diferencia una sociedad se genera claramente el mayor problema del liberalismo, que es la desigualdad. Además, después, cuando México nació a la vida independiente, la prioridad no fue la igualdad sino el orden. Por lo tanto, en el desarrollo histórico de México ha habido primero la diferenciación y después el orden, y ninguno de estos dos propósitos tiene que ver con la sociedad liberal.
Es útil hacer una comparación con las sociedades liberales y cómo surgieron. El ejemplo siempre es nuestro vecino, Estados Unidos, que nació con base en el principio de igualdad. Fueron 13 colonias de nuevos pobladores con una sed de progreso con base en el mérito, y que fundaron una de las sociedades y de las democracias más liberales que hay en el mundo, por el principio de la igualdad para protegerse frente al Estado. Este principio los hizo construir una Constitución para limitar el poder del Estado.
En México son el Estado de la Nueva España y luego el del México independiente los que quisieron imponer, desde arriba, estabilidad y orden, y eso es el principio más antiliberal que puede haber. En realidad, los primeros síntomas del liberalismo político en México empezaron a surgir en los años setenta y ochenta del siglo pasado. O sea, llevamos 30 o 40 años con este experimento. En el siglo XIX sí hubo impulsos modernizadores liberales pero, como narro en el libro, la realidad era antiliberal, y entonces estos impulsos se quedaron en poesía. Ese es el problema.
El periodo principal que usted aborda es el de “la transición democrática”. Sobre esta que llama “tercera modernización”, usted dice que económicamente arrancó en 1982 y políticamente en 1977. ¿Cómo fue la relación entre ambos procesos, el de liberalización económica y el de democratización política? Porque pareciera ser muy desigual y hasta contradictoria.
Cuando necesitas modernizar la economía requieres establecer principios de innovación, de mérito y de igualdad. Si quieres negociar un tratado de libre comercio con Estados Unidos tienes que estandarizar las leyes internas y entras en una relación de reciprocidad con base en la igualdad de la ley. Cuando México trató de modernizarse económicamente, de abrir su economía, empezó a haber sectores de esta esfera que requerían el Estado de derecho: leyes más homogéneas y aplicables, y una cultura de la innovación y la meritocracia. Esto necesariamente empieza a generar externalidades positivas en la educación, en la política.
Digamos que hubo un efecto de transmisión muy lento, pero empezó a haberlo. También la modernización económica abrió más opciones a los consumidores. Como se tenía más oferta de bienes y servicios a un mejor precio y más acceso a bienes de consumo, esas opciones fueron ampliando el panorama de la libertad de elección del consumidor, lo que claramente comenzó a generarle la necesidad de tener también la libertad de elección política.
Así, son procesos que se van comunicando, y es claro que no puede haber una economía de mercado sustentable que no tenga un sistema liberal en lo político. Creo que van de la mano, esa es la teoría. Sí hay ejemplos, como China, donde ha habido apertura y liberalización económicas con un sistema político restringido, pero a la larga no es sostenible y menos en un país como México, que no es hegemónico como aquel.
Lo que sí es sostenible es que puedes tener un pluralismo clientelista, y ese es el gran problema. Una de las fallas de la discusión sobre la transición a la democracia en México es que se focalizó en el tema del pluralismo pero no en el del clientelismo, y este es uno de los grandes errores de muchos estudiosos del tema de la democracia mexicana.
Al respecto, usted hace una distinción muy útil entre sistema político y régimen político. El sistema político no ha cambiado aunque ya vivamos en una democracia de baja calidad, dice usted. Pero considero que la democratización sí ha traído algunos cambios. ¿Cuáles diría que son las principales transformaciones que el cambio de régimen político ha generado en el sistema?
Hay varios impactos de la democracia electoral: primero, en cuanto a la libertad individual en materia política; segundo, respecto a los derechos humanos; tercero, sobre la restricción al abuso de poder; cuarto, en el equilibrio de poderes, y quinto, en la percepción y sensación de los ciudadanos de que tienen más control sobre sus vidas y su bienestar.
Esto último lo quiero resaltar mucho porque creo que es uno de los impactos más importantes de la democracia mexicana: el empoderar emocionalmente a los ciudadanos. Tiene que ver con la idea de que los ciudadanos sienten que son más dueños de su destino, y eso genera un bienestar subjetivo que ha sido medido en la última encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) sobre felicidad; muestra que los mexicanos hoy son más felices que hace una generación. Una de las explicaciones que se han planteado es que la libertad de elección en materia de consumo de bienes y servicios en materia política te da la sensación de que estás mejor como persona, y eso es muy importante.
En los procesos de modernización ha habido ideologías legitimadoras, como el positivismo y el nacionalismo revolucionario. ¿Qué ha ocurrido con la narrativa de la tercera modernización, que arranca en 1982, como usted señala? ¿Por qué no ha terminado de cuajar?
Porque la idea del progreso a través de la economía de mercado se deslegitimó en los años noventa, no solo en México sino en el mundo en vías de desarrollo. Esto fue un desenlace muy perjudicial porque todo el mundo comenzó a comprar la idea de que había que progresar económicamente mediante la liberalización de la economía y a través del llamado Consenso de Washington. Los países comenzaron a implementar las recetas de este Consenso, y en los noventa se vio que había pocos resultados. En muchos países hubo crisis económicas en esa década. En México ocurrió en 1995, y entonces los detractores del Gobierno y del régimen político, los miembros radicales de la oposición y de la izquierda, denostaron este modelo porque era una manera de atacar al PRI en el poder. Esto tuvo un impacto muy profundo. Esa es la primera razón del fracaso de la narrativa de la modernización económica.
Posteriormente vino el fracaso de la narrativa del pluralismo político, a fines del Gobierno de Vicente Fox, cuando el encanto de la alternancia no dio los resultados esperados debido a las características individuales del presidente y porque fue un Gobierno que generó pocos cambios; fue complaciente con los pecados heredados de los regímenes del siglo XX. Básicamente, mantuvo y acrecentó el poder de los grupos clientelistas, conservó los mismos niveles de corrupción, y entonces el pluralismo empezó a perder encanto porque no daba resultados.
Luego, tras un proceso electoral muy complejo, vino el Gobierno de Felipe Calderón y sucedió lo mismo. Solo un minuto antes de que terminara su periodo, mandó una iniciativa de reforma laboral muy importante, pero en los años anteriores navegó básicamente con los asuntos heredados de un sistema clientelista.
La narrativa se diluyó. Además, hemos tenido un personaje muy elocuente y también muy falaz, Andrés Manuel López Obrador, que construyó una narrativa de la mafia del poder, equiparó el sistema con el “PRIAN” y levantó una falacia que ha sido útil para que muchos grupos de la sociedad caricaturicen y simplifiquen la realidad. Entonces, todo se ha prostituido en el discurso.
Creo yo que es posible que la narrativa de la democracia, como una vía de progreso, se retome en los próximos años, si es que el ánimo reformista del Gobierno de Enrique Peña Nieto se mantiene y se logran transformaciones importantes. A lo mejor esto logra recuperar la legitimidad de la narrativa de la democracia, porque creo que es útil tenerla.
Usted aborda asuntos como la aún escasa rendición de cuentas, la fragilidad fiscal, la corrupción, el clientelismo, la impunidad y la falta de legalidad. Todas estas taras que viene arrastrando nuestra democratización, ¿qué efectos han tenido sobre la economía?
Creo que el hecho de arrastrar estos vicios sistémicos, como el clientelismo, la fragilidad fiscal y un Estado de derecho vulnerable, limita las capacidades y el potencial de desarrollo económico. Lograr una economía que funcione a su máxima capacidad es más fácil cuando se tiene certeza jurídica y cuando el mérito es lo que guía las relaciones en una sociedad. Cuando el Estado de derecho es vulnerable y hay corrupción e impunidad, los costos de transacción de la economía de elevan. La corrupción es el mejor indicador de la falta de un Estado de derecho. Hace poco el INEGI mostró en una encuesta reciente cuántas empresas mexicanas han sufrido delitos de corrupción o de violencia; el dato es que cerca de 40% de las empresas ha sufrido los impactos negativos de un sistema de derecho frágil. Así, hay un costo económico muy grande y la corrupción es una de las causas claras. Si tuviéramos un Estado de derecho y ese impuesto que las empresas tienen que pagar para poder navegar en una economía sometida a la corrupción no existiera, seríamos más competitivos.
Además, una economía que convive con el clientelismo como método de intercambio político está sometida no a la ley del más talentoso sino a la ley del más influyente, y no puede progresar. Por eso la reforma educativa es tan importante: porque introduce el principio del mérito y no el de la negociación como método de progreso individual en la sociedad, lo que en México no existe.
En la economía hay sectores muy avanzados, sobre todo los que venden al extranjero, porque están sometidos a reglas de intercambio internacional; pero en la economía informal y en la de servicios hay muchos sectores basados en la ley del intercambio y el influyentismo. Como también acaba de decir el INEGI, 60% del empleo en México es informal, y esa economía funciona a partir de intercambios clientelistas: taxistas piratas, vendedores ambulantes, etcétera.
Otra dimensión que me parece importante es la subnacional, que usted menciona varias veces y que tiene que ver con el atraso de las entidades y los gobiernos locales respecto a las responsabilidades que ha tenido que asumir la federación. ¿A qué se debe esta disparidad tan notable entre las exigencias de transparencia que hay a nivel federal y las de los estados?
Lo que está pasando a nivel local es que, primero, la competitividad electoral es muy limitada, salvo en cuatro o cinco entidades donde es enorme. Si uno observa los últimos 15 años, el PRI ha tenido en muchos lugares una hegemonía electoral, y eso conduce al Gobierno unificado, lo que deriva en la falta de controles y permite pocos contrapesos. Pero aun en aquellas entidades donde ha habido alternancia, el fenómeno de un sistema político que no ha cambiado se observa mejor que nunca: en Oaxaca, Puebla y Sinaloa —las tres alternancias festejadas en 2010— vemos que los vicios sistémicos se mantienen. En Oaxaca, el clientelismo se ha potenciado porque el problema no es qué partido gana sino una sociedad acostumbrada al clientelismo más arcaico, y porque ahora son más los grupos clientelistas que se sienten dueños del Gobierno, pues piensan que llevaron a un gobernador a la primera alternancia política. Lo que hay en ese estado no es alternancia sino un sistema clientelista que se está arraigando más y más.
Lo que está pasando a nivel local es que, finalmente, el sistema sigue siendo el mismo. Se trata de un problema que no existe a nivel nacional, que es que los gobernadores han sido capaces de cooptar, por medios de diversa índole, al sector empresarial, a los medios de comunicación, al Poder Legislativo y al Poder Judicial. Y cuando los gobernadores (algunos, no todos) son capaces de hacerlo, incluso por medio del dinero, los contrapesos desaparecen.
A nivel local se observa una sociedad que —como explico en el libro— es bastante apática y además clientelista. Si vas a Oaxaca observas ese fenómeno: 70% de la población pertenece al magisterio o vive de un familiar que es maestro o que vive del Gobierno.
¿Qué ocurre a escala nacional para que esto sea diferente? A nivel agregado, el país sí tiene un sector empresarial más fuerte, tiene partidos políticos más vigilantes, ha tenido la fortuna de tener en dos gobiernos a funcionarios públicos profesionales, lo que ha ayudado mucho. Y en el ámbito nacional hay más medios de comunicación independientes, lo que genera claramente los incentivos correctos para que haya más rendición de cuentas. Pero en muchos de los estados la situación es bastante preocupante.
En cuanto a transparencia, hay otra institución muy atrasada, tal como usted menciona: el Congreso. Uno pensaría que debería estar a la vanguardia en la materia, pero no es así. ¿Qué ha pasado con el Congreso mexicano en este sentido? ¿Por qué ha ocurrido esto?
Porque la narrativa democratizadora del siglo XX se construyó forjando dos demonios, uno el PRI y otro el presidencialismo. Cambiar a México era destruir el presidencialismo y el PRI. Ese es el simplismo que yo critico en el libro. Así, se “acabó” con el PRI (entre comillas, porque ya vimos que no fue el caso) y, segundo, se intentó cortar las alas, las manos y los pies al presidencialismo, como si eso fuera democratizar.
Y sí, se fue acotando el presidencialismo, y qué bueno. Pero nadie se fijó en que había que vigilar al Congreso. Entonces, la narrativa fue cercenar el presidencialismo y eso no incluyó al Congreso, que era el salvador de la patria que iba a acotar al Ejecutivo. Nadie le pidió cuentas: durante los dos gobiernos de la alternancia panista, los presidentes jamás se convirtieron en un factor para exigir cuentas al Congreso. Pero ¿quién le exige cuentas al Congreso? Nadie. El Ejecutivo no quiere pelearse con el Congreso y no le dice nada; el Poder Judicial no quiere pelearse con el Congreso porque puede correr a los ministros de la Corte, y los ciudadanos son bastante apáticos en el tema. Y como no tenemos reelección, hay un sistema de impunidad institucionalizado. Esto es muy grave y no va a cambiar, o va a tardar mucho en hacerlo.
Hay otro actor que usted también menciona: los medios de comunicación. ¿Cuál es su papel en nuestra democracia?
No voy a generalizar, pero sí creo que los medios de comunicación son otro claro ejemplo de un poder real de influencia que no se ha modernizado, que no se ha profesionalizado y que, en muchos casos, ha agravado sus vicios y su dependencia del poder político.
Me explico: una democracia requiere información independiente para poder analizar el desempeño de los gobiernos y exigirles cuentas. La fuente de esa información se llama prensa, radio, televisión. Durante el siglo XX, que dominó el PRI, se denunció que el Gobierno controlaba los medios de comunicación; hubo alternancia en 2000 y ese control se diluyó. Pero se trasladó a los gobernadores, y muchos de los medios de comunicación han encontrado en la “extorsión” un medio de supervivencia bastante redituable. ¿A qué se refiere esto? A que los medios de comunicación en el ámbito local, sobre todo la prensa escrita, han encontrado en la publicidad del Gobierno y en la cobertura de campañas políticas un negocio fantástico. Celebran convenios de publicidad con los gobernadores y venden publicidad durante las campañas electorales, y así han encontrado un medio de intercambio con el poder público. Tenemos entonces que muchos medios de comunicación locales solamente responden al interés económico de vivir de los presupuestos, y es por eso que en el nivel local no tenemos mucha crítica: la prensa escrita está básicamente cooptada. Este fenómeno se ha agravado muchísimo en los últimos años. Los propios candidatos y los gobernadores te dicen en privado que tienen que destinar cantidades enormes de dinero para poder cubrir esta cuota a la prensa. Lo mismo sucede con muchas radiodifusoras locales y repetidoras de televisión. Así, tenemos medios de comunicación cada vez más adictos al dinero público, y por lo tanto cada vez menos independientes. Y eso te lleva a una dinámica muy perversa: la prensa mexicana es reproductora de discursos oficiales y de actos políticos. ¿Por qué? Porque los políticos pagan a la prensa y quieren ver sus fotos y sus discursos repetidos en las primeras planas. La prensa mexicana está repleta de discursos y declaraciones de políticos. Esto no tiene ningún fin educativo ni de reflexión colectiva; por lo tanto, la prensa está contribuyendo muy poco a la reflexión sobre la gestión del poder público. La única manera de solucionar el problema de una prensa de baja calidad es cortar el financiamiento público legal e ilegal. Mientras haya tanto dinero del Gobierno financiando medios de comunicación vamos a tener una prensa de poca calidad y de poca independencia.
Al final del libro usted se pronuncia por un Gobierno eficaz, para lo cual se requiere un presidente fuerte. ¿Hasta dónde debe llegar la fuerza del presidente?
Es un problema discursivo, porque de lo que se trata es de que el Ejecutivo esté sometido a un sistema de rendición de cuentas y no pueda abusar del poder. Necesitamos un Ejecutivo fuerte que pueda negociar en una situación de igualdad con el Congreso y frenar los ánimos clientelistas de este. Eso significa fijar la agenda, tener poder de veto para poder frenar los excesos del Congreso y contar con liderazgo político para convencer sobre esa agenda. A eso me refiero, y es perfectamente democrático. Yo creo que por eso necesitamos un presidente fuerte. Considero que el sistema presidencial mexicano tiene la iniciativa preferente, que está muy bien, pero es preciso fortalecer la capacidad de veto. Con esas dos características se puede generar un sistema presidencial bastante equilibrado.
Quiero concluir con la idea de que detrás de un votante debe haber un contribuyente. Para profundizar la democracia e incluso la gobernabilidad, ¿cómo debe entender el ciudadano las responsabilidades fiscales?
Un ciudadano es aquel que tiene obligaciones y derechos, pero en México solo tenemos derechos, no obligaciones. Eso es una trampa retórica. Como en el siglo XX el poder y el presidente eran tan abusivos de sus prerrogativas, el ciudadano vivía indefenso. Con la democratización, este dijo: “Ahora quiero todos los derechos, pero sin obligaciones”. Entonces, ya que existen muchos derechos ciudadanos (y qué bueno que sea así), ahora hay que ponerles obligaciones, y la principal es pagar impuestos.
Primero, debemos generar un sistema de igualdad, en el que todos tengamos los mismos derechos y las mismas obligaciones, y la obligación principal es pagar impuestos. Podemos discutir cómo logramos que esos impuestos se gasten bien, pero en cuanto ciudadanos debemos pagarlos. Si no logramos esa condición mínima inicial de la obligación universal de pagar impuestos, no vamos a poder construir ciudadanos completos. Cuando cumplimos esa obligación, nos sentimos empoderados para saber en qué se va a gastar y exigir cuentas.
Uno de los problemas de los gobiernos locales, que menciono una y otra vez, es que como no recaudan de sus ciudadanos, no se sienten obligados a rendirles cuentas. Como muchos ciudadanos no pagan un impuesto (más que al consumo); como los vendedores ambulantes no pagan impuestos de nómina, de seguridad social, sobre la renta, entonces están en un mundo de libertad y de complacencia. Por eso la educación es tan bien valorada por muchos mexicanos: como no sienten que la pagan, la calidad ínfima de la educación no les afecta mucho y sienten que es un privilegio tenerla aunque sea de mala calidad. De ahí que sea tan importante el tema de las obligaciones fiscales. El gran problema es que la trampa retórica de la justicia social que enarbolan la izquierda mexicana y López Obrador es una bomba que hay que desactivar, porque supone que pagar impuestos es un acto de agravio social. Lo que es un acto de agravio social es que el Gobierno gaste mal los recursos, no que la gente pague (de manera proporcional a sus posibilidades, por supuesto).
Concluyo: usted dice que estamos en una zona de confort y que el sistema político mexicano probablemente necesite de un gran shock. Al respecto, plantea una agenda. ¿Cómo hacer los cambios de gran profundidad que usted propone cuando a vastos sectores políticos y sociales este orden les conviene mucho, y cuando 80% de los ciudadanos desconfían de los otros y del Gobierno, donde hay una vetocracia?
En el libro digo que las crisis siempre ayudan a mejorar. Puesto de otra manera: hay quienes ven las crisis de manera fatalista y quienes las ven como una oportunidad. Yo creo que las crisis pueden ayudar a salir del confort. Cuando hablo de una crisis no hablo de violencia ni de que la economía se esté colapsando, sino de que la fuente de confort principal, que es el dinero público, se reduzca para definir mejor las prioridades del país. No lo deseo, pero podría ayudar, porque cuando hay muchos recursos, como actualmente, a nadie le interesa reformar.
Otro tema del que hablo es el del liderazgo presidencial. El sistema político está estancado porque ha cambiado poco en los últimos 10 o 15 años; pero también creo que en los últimos meses en México ha habido algunas transformaciones que sí pueden mejorar el sistema político. Hay una dosis de liderazgo político, como el que estamos viendo en Enrique Peña Nieto y el de otros actores políticos como el PRD, los que, sumándose, están generando una dinámica que puede provocar cambios transformadores. No debemos descartar el tema del liderazgo, que también es una fuente de cambio. ¿Qué tan larga va a ser esta secuencia transformadora? Lo que hemos visto en las últimas semanas y lo que podamos ver en los próximos meses, ¿será un parteaguas? No lo sé, pero puede ser una fuente de transformación muy relevante.
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ARIEL RUIZ MONDRAGÓN es editor. Estudió Historia en la UNAM. Ha colaborado en revistas como M Semanal, Metapolítica y Replicante.