El autor de este texto es doctor en Biología, escritor —que ha abarcado todos los géneros—, y ácido rocanrolero. La anécdota de Luis Buñuel —cuyo trigésimo aniversario luctuoso se cumple este año— que nos relata está llena de humor y detalles que vale la pena conocer.
Lo lógico hubiera sido conocer a Buñuel en algún convite en casa de Manuel Altolaguirre, ya que tanto él como Concha Méndez eran viejos amigos suyos y a nadie sorprendió que, a la postre, dirigiera algunas de las películas producidas por el gran poeta malagueño. Además, siendo paisano de mi padre, se hubieran facilitado las migas, aunque el de Calanda era hijo de comerciante acaudalado y el de Garrapinillos huérfano de maestro socialista sin derecho a pensión. Sin embargo, aunque seguramente andaba por allí y, contrariamente a lo sucedido con su gran amigo, colaborador1 y paisano Rafael Sánchez Ventura —por mal nombre el Desventurado Sánchez—, nada recuerdo de sus ojos saltones ni de su poderosa quijada en tiempos del edificio Ermita ni en los de Tres Cruces 11. Pero al cabo de los años, en 1965, cuando me acababa de recibir como biólogo y estaba a punto de hacer las maletas para largarme a “triunfar” a la meca del rock con los malhadados Sinners, el administrador del Milleti nos contó que Luis Buñuel acudiría al café para vernos actuar. Apareció con la puntualidad deseable en las personas bien nacidas y, de buenas a primeras, nos advirtió que necesitaba un reventón a gogó para su nueva película. Según me dijo, se llamaría San Simeón el Estilita y estaría estelarizada por quien, andando el tiempo, se convertiría en suegra de nuestro baterista: Silvia Pinal. Luego de las debidas consultas, Buñuel seleccionó una pieza instrumental de mi autoría llamada “Rebelde radiactivo”2, número bastante agitado, mordiente y salvaje que habíamos grabado en RCA un par de años antes, cuando apenas estábamos aprendiendo a tocar. Por insolvencia económica del productor, la tal pieza dio pábulo para la abrupta escena final de la película, solo que, dadas las desproporcionadas pretensiones monetarias del administrador, en lugar de filmarse en el café Milleti se tuvo que rodar en los estudios Churubusco.
El día de la filmación Buñuel me dijo que eso de “rebelde radiactivo” le gustaba mucho para nombre de la película aunque, a fin de cuentas, Gustavo Alatriste —tío del tristemente célebre Sealtiel— sentenció que ni hablar, porque entonces tendrían que pagarme mucho más por los derechos. Yo estaba muy contento con el nuevo nombre planeado por don Luis y, cuando me comunicó la decisión del productor, ni siquiera se me ocurrió decirle que ya había cambiado el título de mi obra a Simón del desierto para evitar que la editora Brambila se quedara con la mitad de mis tristes estipendios, pero así soy de lento y me temo que ya es demasiado tarde para ir a reclamar, aunque hacerlo sería buena puntada. De todas formas la intención de don Luis impregnó los diálogos de la película, que no los del guión original. Veamos:
SIMÓN: ¿Cómo se llama ese baile?
SATÁN: Carne radiactiva, es el baile final, el baile final.
SIMÓN: Vade retro.
SATÁN: Vade ultra.
A Buñuel, como a cualquier director reverenciado, le gustaba improvisar sobre la marcha y este diálogo es buena muestra de ello. Lo afirmo porque, hace poco —en abril de 2012— conseguí el libro Buñuel3, donde un tal Grossman recopila tres guiones del genio de Calanda: Viridiana, El ángel exterminador y Simón del desierto. Pues bien, la misma escena sacada del guión original dice:
SATÁN: Tú eres… ¡Qué sorpresa!
SIMÓN: Hola, pequeño diablo… Siéntate… ¿Esperas a alguien?
SATÁN: Sí… A un idiota… Mi novio… (Aparece el mesero, pero antes de que diga algo, Satán ordena.) Una coca. (Mira a Simón de arriba a abajo con aire amistoso.) ¿Dónde te habías metido, hombre? No te había visto en años. (Repentinamente recuerda algo.) ¿Y esa novela autobiográfica… cómo va?
SIMÓN: ¡Del diablo! Nunca saldrá… Me he plantado.
(El demonio replica con ridícula solemnidad.)
SATÁN: ¡El mundo ha perdido a un gran autor! Y pensar que tuviste tantos ideales… ¡y tan fuertes!
SIMÓN: La chair est triste, hélas! Et j’ai lu tous les livres…4
SATÁN (Riéndose.): Ahora no crees ni en ti mismo. Mal asunto, Simón. (Nota que alguien se aproxima.) Mira… ¡Aquí está mi idiota!
Al leer las memorias de Jeanne Rucar5 cobré conciencia de que Buñuel mostraba enormes contrastes entre lo que pregonaba y lo que daba sello a su vida real. Por ejemplo, eso de que le prohibiera hacer gimnasia a su mujer alegando: “No es decente, Jeanne, se te ven las piernas” o que siendo novios la encerrara “para que no te interrumpan” o que, durante un descanso de la filmación de Abismos de pasión, conminara a Lilia Prado a comportarse como “una chica bien”6 me resultaba más propio de un carpetovetónico clásico —un coñomañón— que de un librepensador poseído por el surrealismo y capaz de derramar leche de burra en las piernas de una adolescente codiciada por más de uno. Pero bueno, la contradicción es un derecho universal irrenunciable y, como diría mi padre, al que no le guste que arree. Los mismos pensamientos me asaltaron al descubrir que para él —igual que para Juan XXIII, Kruschev o Díaz Ordaz— el rock no pasaba de ser mera música satánica, de ahí que nos requiriera para su película. Pero, ¡coño!, reconozcamos que esa etiqueta era mucho más apropiada para los cursis melodramas cantados por Los Churumbeles, Sara Montiel o Julito Iglesias. A Franco, ser endemoniado donde los haya, le encantaban las cursiladas de Raphael y las de Rocío —Dúrcal o Jurado, qué más da— y sería prudente reconocer que nadie sino el diablo puede estar en estrofas como: “Anda y vete de mi vera si te quieres comparar / con aquella vieja santa que está ciega de llorar”.
Entonces llama la atención que un surrealista de pura cepa fuera incapaz de sobreponerse a toda la serie de prejuicios burgueses que habían ido modelando tan mostrenca y facilona idea sobre el rock. Recuerdo que durante el ensayo de la escena final, Jean Louis, hijo mayor de Buñuel, se quedó mirando una pequeña cruz de plata muy estilizada que yo llevaba por fuera de la negra camisa y llamó la atención a su padre exclamando: “¡La croix, la croix!”. Entonces, el director de Los olvidados se acercó para pedirme que escondiera el adorno por ser inapropiado para el lugar. ¡Inapropiado! Siempre me he preguntado, ¿qué mejor manera de refrendar sus justas fobias que poner a los habitantes del infierno llenos de cruces, cofias, sotanas y botellas de coca-cola? Es más, podría haber salido Franco —quizá representado por Miguel Morayta, quien, no contento con ser su pariente, se le parecía bastante—, Savonarola —Jorge Mistral—, Pío XII —Ángel Garasa—, Juan XXIII —Pitouto—, Marcial Maciel —Marilyn Manson—, la madre Conchita —Chachita o Rafaela Aparicio—, Carrero Blanco —Cavernario Galindo o Henry Lee Lucas— y muchos más, todos bailando surf, todos cargados de escapularios, crucifijos, rosarios, copones, cálices, incensarios, acetres e hisopos; todos sudando, palpitantes, babosos, enfebrecidos, riendo frenéticamente, relamiéndose, mostrando las peores muecas de las que es capaz el rostro humano, todos repartiendo ostias y patadas en la entrepierna al personal, quemando libros de Copérnico, Darwin y el Marqués de Sade, cuadros de Goya y Picasso, películas de Bertolucci y Pasolini, discos de Elvis Presley y Serrat… ¡hubiera sido maravilloso, insuperable! Nunca pude comprenderlo, aunque luego he pensado que quizás alguna vez, en el seno familiar, pudieron reprocharle su tendencia a pasar como una aplanadora sobre los puntos de vista de sus vástagos y, al pedirme que ocultara la cruz, solo quería mostrarse atento a aquella pequeña observación.
Señalaré algo que siempre me molestó de este, finalmente, luminoso capítulo de mi vida: que casi nunca obtuviera crédito por mi trabajo. No me lo dieron como autor ni se lo dieron a Los Sinners en la película; nunca faltó quien quisiera escamotearme el mérito de haber compuesto el numerito
—léase Miguel Salas, nuestro baterista en ese entonces—; algún crítico mexicano7 atribuyó a Los Monjes la participación en la cinta; quien vea la película o consulte los libros de Emilio García Riera8 pensará que Raúl Lavista también componía rocanroles y, finalmente, la compañía española Munster hizo un disco9 para celebrar los cien años de Buñuel donde aparecían las dos versiones: la lanzada por RCA en 1963 —ahí sí figura mi nombre— y la de la película, pero me hicieron el favor de poner a mis coequiperos como autores. Por último, diré que Buñuel ha dejado huella incluso en lo más cáustico y soez del rock mexicano actual. En efecto, en la película de Olallo Rubio, Gimme the power, reapareció el “Rebelde radiactivo” y, aunque no la he visto, imagino que me habrán dado el crédito debido a que Mariana Uribe habló para pedirme permiso y avisarme que depositarían en mi cuenta un pago simbólico de quinientos dólares, pago ciertamente no tan simbólico como el apoquinado en su momento por Alatriste. ~
1 Fue coproductor del documental Las Hurdes, tierra sin pan (1932).
2 Rebelde radiactivo/Piernas locas, RCA, 76-1388.
3 Luis Buñuel, Buñuel: Three screenplays: Viridiana, The Exterminating Angel, Simon of The Desert, The Orion Press, Nueva York, 1969.
4 La carne es triste, ¡ay! Y he leído todos los libros.
5 Marisol Martín del Campo, Jeanne Rucar de Buñuel: Memorias de una mujer sin piano, Alianza Editorial, 1991.
6 He aquí la anécdota recogida por Héctor Argente: “En un descanso de la filmación de Abismos de pasión, la actriz se presentó al comedor en traje de baño con una bata transparente y Buñuel se levantó furioso para ir a regañarla. (¡Tan buena que estaba!)”. Tomada de un artículo de Somos, núm. 193, marzo de 2000.
7 José Agustín, Tragicomedia mexicana I: La vida en México de 1940 a 1979, Planeta, México, 1990.
8 Emilio García Riera, Historia documental del cine mexicano, Universidad de Guadalajara / Gobierno de Jalisco / Conaculta / Imcine, Guadalajara, 1997.
9 Los Sinners, “Rebelde radiactivo”, Electro-Harmonix, EH 016, Madrid.
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FEDERICO ARANA (Tizayuca, Hidalgo, 1942) es rocanrolero, escritor, pintor, caricaturista y doctor en Biología por la UNAM. Su novela Las Jiras (Joaquín Mortiz, 1973) obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia. Además, ha publicado cuento: Enciclopedia de latinoamericana omnisciencia (Joaquín Mortiz, 1977); ensayo: 1001 puñaladas a la lengua de Cervantes (Grijalbo, 2006), y teatro: Huitzilopochtli vs. los rockanroleros de la noche (Oriental del Uruguay, Cuadernos de las horas extras, Tomo 2, México, 1988). Es guitarrista del grupo Naftalina y ha compuesto la música de varias películas, además de haber expuesto obra pictórica en México, Estados Unidos, Suiza y Alemania.