Como niños sin pelota
Insistiría en que las apariencias no engañan y que el problema es leer apropiadamente la superficie de las cosas. Podría parecer, por ejemplo, que las guerras modernas obedecen a motivos ocultos y tortuosos cuando en realidad son detonadas por viejos mecanismos de autorregulación demográfica y económica, el tipo de fenómeno que antropólogos como Robert Ardrey o Marvin Harris han identificado con el comportamiento tribal primitivo. Por más complejidades que se muevan detrás, los motivos siguen siendo terriblemente burdos y eso recuerda aquella sentencia pesimista de Arthur Koestler respecto al progreso humano, donde considera que, aun habiendo una espectacular transición entre la mandíbula de burro —el arma de Caín— y la bomba nuclear, nuestra condición ética, en tanto habitantes de la era contemporánea, no es superior a la de Aristóteles o Confucio. Quizá la noticia esperanzadora sea la que le toca a algunas de las naciones económicamente subdesarrolladas, que al encontrarse forzosamente ajenas a los ejes del poder mundial acceden a la oportunidad de comportarse evolucionadamente, divorciándose de casi cualquier afán belicista. Así, no hemos roto cristal alguno (aunque sea porque no nos han prestado la pelota).
El pez es un pez
En nuestra época es difícil simpatizar con una personalidad como la de Hemingway: sobresalen demasiado sus despliegues de macho amante de la pesca y la caza, de los toros y el pugilismo como para que las generaciones inmersas en la corrección política le perdonen la vida. Aun así habría que conceder que detrás del lugar común de su figura pública hay un profesional entregado a su oficio y preocupado por cada aspecto del mismo, como lo revelan sus opiniones —aisladas y escasas pero certeras para una aplicación práctica— sobre la escritura de prosa. Como sea, aquí también se desfasa con la tendencia actual, pues él mantenía viva una superstición respecto a hablar demasiado sobre la escritura, interpretando que podía afectar la creatividad, mientras que el arte contemporáneo no solo alienta la especulación teórica en torno a sí mismo sino que, de hecho, generalmente sustenta su sentido en ese andamiaje de verborragia, sin el cual la obra tiende a ser francamente insípida. Insisto: aunque resulta imposible pasarle a Hemingway algunas de sus idiosincrasias atávicas de bravucón elemental, en la era en que el arte está inflamado por la petulancia racionalista y la fiebre de interpretación, qué frescas y sanas resultan algunas expresiones suyas, como aquel comentario sobre la novela El viejo y el mar: “No hay simbolismo alguno. El mar es el mar. El viejo es el viejo… y el pez es un pez…”.
Excepción significativa
Si bien suele partir del planteamiento conceptual y su mecánica de elaboración, el creador plástico Iñaki Bonillas es dueño de una precisión de trazo tal que permite al espectador penetrar su propuesta sin necesidad de explicación. En ese sentido, el trabajo de Bonillas reivindicaría aquello que deseaba Borges para la poesía: que trepide como una presencia física, semejante al efecto que ejerce sobre nosotros el mar. El mar, que no requiere explicaciones. Tal condición es más que evidente en la obra Cuento del barco que se hunde, que es un barco y a la vez no lo es (título extraído de entre los vertiginosos versos de El hundimiento del Titanic de Hans Magnus Enzensberger), en la que el artista desarrolla un proyecto a partir de lo que le sugiere el ático vacío de un edificio en la avenida Insurgentes 348. Erigida en 1950 por los arquitectos Augusto H. Álvarez y Juan Sordo Madaleno, la construcción aprovecha un reducido lote triangular y acaba otorgándole a la fachada una apariencia de proa de barco. Esto le sugiere a Bonillas una alegoría marítima y lo lleva a sustituir la vista de los ventanales del último piso por fotografías con el mismo paisaje urbano que estas mostraban, solo que el artista inclina el horizonte en todas las imágenes, de tal suerte que el espectador siente que está dentro de una nave en pleno hundimiento. Aparte de la nitidez de su trazo conceptual, el amplio catálogo de exposiciones de Bonillas destaca y se convierte en excepción significativa dentro de la vanguardia a la que pertenece porque posee un ingenio cálido, su balance exacto se nutre entre el humor y un delicado velo de nostalgia.
El bueno de la película
Estamos acostumbrados a que el verdadero malo de las películas no sea el villano sino el productor de las mismas, personaje que suele ser avaricioso, explotador, miope y castrante, en resumen: culpable de los mayores males de la industria del cine. Hace unas semanas murió el productor Elías Querejeta, que por su excepcionalidad nos obliga a revisar el lugar común. Afable aunque con carácter férreo, es a Querejeta a quien le debemos lo mejor de la obra de Carlos Saura y, por supuesto, sin él sería inconcebible el financiamiento de obras arduas, densas y a veces oscuras, pero obras maestras al fin, escritas y dirigidas por el grandísimo cineasta vasco Víctor Erice, realizador de portentos como El sur y El sol del membrillo. Sopesando su trayectoria, no queda más que admitir que Querejeta era sin duda “el bueno de la película”.
¿Reír y olvidar?
La prensa nos informa que el muralista Fernando Rodríguez Lago incluyó en una obra multitudinaria, encomendada para un espacio público del año 2000 al entonces Alcalde de Puebla Mario Marín pero advirtió: “Si se porta mal, lo puedo borrar…”. La noticia da una idea de que en nuestro orden la impunidad está contemplada de antemano, que establecemos una laxitud venial que permite soslayar las faltas desde antes de que sean cometidas, pues siempre queda el subterfugio de borrarlas de la superficie. Esto recuerda a su vez el inicio de la novela de Milan Kundera El libro de la risa y el olvido, en la que el autor refiere cómo, al tomarse una fotografía histórica del inicio de la Bohemia comunista, un grupo de políticos posa en un balcón de Praga. Puesto que hace mucho frío el atento funcionario Clementis le presta su gorro al líder Gottwald, quien posa así para la placa.
El desarrollo de la trama política determina al poco tiempo que Clementis sea acusado de traición y, además de ser ejecutado, es borrado de la fotografía original difundida por el régimen. Kundera remata el capítulo diciéndonos que en la nueva versión oficial de la historia lo que queda de Clementis es el gorro en la cabeza de Gottwald, pues es lo único que no fue borrado de la imagen. Creo que, en cierto sentido, este episodio que delata la calidad siniestra de las purgas de la era estalinista resulta menos cínico y sórdido que el descaro que implica nuestro caso al prever el pecado y aligerar su peso desde antes.
Pinocho
Durante los años noventa escribí una serie de variaciones sobre temas de la literatura clásica infantil y en un caso desarrollé una pequeña narración en la que Pinocho descubre el recurso de la rinoplastia y así deja de afligirlo el asunto de decir o no mentiras. Imposible dejar de relacionarlo a nuestros políticos de antaño y de hoy.
Cosa de cochinos
Al desempolvar esa ociosa serie de ejercicios de paráfrasis, me viene a la memoria la variante que desarrollé del cuento de los tres cochinitos, donde me centraba en la reflexión del cochinito tercero: “¿Para qué me preocupo por construir una casa sólida —se decía el flojo— si ya sé que en tiempos de urgencia mi hermano, el responsable, me acogerá en la suya, que es de ladrillo?”. En nuestros días el tema se resumiría en el grosero término codependencia.
Desentendidos
Queda claro que el criterio de las fábulas no concuerda con el de la posteridad, pues las moralejas exaltarían a Theo van Gogh y no a Vincent, a Stanislaus Joyce y no a James, a Leonard Woolf y no a Virginia, por nombrar solo un trío de ejemplos de cochinitos desentendidos de las diligencias prácticas.
Frase del mes
“Mientras más observo a las clases adineradas mejor entiendo la guillotina”. Bernard Shaw
Medular
Si hay algo eficaz y conmovedor en el programa televisivo Inside the Actor’s Studio (en el que el profesor de actuación James Lipton entrevista actores de Hollywood) es que por más que el atractivo magnético inicial pudiera ser para muchos la condición célebre de los invitados, su esencia contiene valores precisamente opuestos a los de la celebridad ya que, al interiorizarse en la vida, procesos mentales y mecanismos anímicos de los entrevistados lo que se despliega centralmente es la fragilidad de la condición humana y cuán cercanos somos todos —las estrellas y el público— en lo medular. El asunto es dar vía libre a lo medular.
¿Imitación?
En el canal 11 de la televisión mexicana, ha entrado a su segunda temporada el programa titulado tap (Taller de Actores Profesionales) conducido con la sensibilidad y templanza amable del presentador Óscar Uriel. Aunque claramente se basa en las premisas de la serie de Lipton, hereda las bondades de este y tiende a convertirse en un testimonio sólido y valioso de nuestros propios histriones. Aquí tenemos un caso que demuestra a los puritanos de la autonomía y el nacionalismo que no todo proceso mimético es nocivo.
La saña es sospechosa
En los países de habla inglesa los críticos despedazan a Dan Brown como aquí lo hacen con Carlos Cuauhtémoc Sánchez o Guadalupe Loaeza. Dado que el común denominador es que las víctimas del encarnizamiento venden miles de libros y gozan de prolongada popularidad, es inevitable intuir que —trátese de críticas de colegas novelistas o de periodistas culturales— todo proviene de una envidia fuera de control, de lo contrario habría en ellos repelencia o incluso indiferencia, pero no saña.
Colofón: nos orillan a la intolerancia
Qué deleitante puede ser una película mala, siempre y cuando no sea pretenciosa. Lo pretencioso nos previene de ser tolerantes y es un rasgo que arruina todo, hasta el gran goce pasajero de lo insulso. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).
Fotografía tomada de http://www.flickr.com/photos/75001512@N00/
¿Cuál es la diferencia entre: -«yo te he amado más que nadie» y -«te amo más que a nadie?
Le pide uno a Dios confiando en los caprichos de la naturaleza sobre la imposibilidad y la impotencia.