Prestigio
El realismo mágico novelesco no ha encontrado una traslación adecuada al lenguaje del cine, quizá porque ahí la historia transcurre en espacios físicos particulares y —por más que cuente con recursos visuales ricos y el apoyo de los efectos especiales cada vez más sofisticados— debe atenerse a las reglas de la física, como la de gravedad, y a leyes elementales de verosimilitud concreta, mientras que la capacidad de persuasión de la imagen poética escrita se sostiene por sí misma, plena de eficacia. Por eso mismo, y por motivos de extensión, adaptar al cine Memorias de mis putas tristes parecía una apuesta sensata si se trataba de escoger entre la obra de García Márquez, pues esta última novela es idealmente corta y destaca por renunciar al elemento más fantasioso que ha caracterizado al colombiano. De este modo, la película se fincaría en los mejores ingredientes narrativos del autor. Sin embargo, ay, el proyecto se desfonda, inconsistente, sin pulso, construido en una especie de vacío dramático, y lo más fallido de todo, lo que determina que lo demás se vaya por la borda es, en buena medida, el guión de Jean-Claude Carrière. Pero, ¿cómo?, se dirán algunos crédulos que admiran a Carrière por su asociación con grandes nombres de la cinematografía. A mi juicio, la explicación es simple: el guionista francés hizo su prestigio gracias a un puñado de colaboraciones con Luis Buñuel. Sí, comparte créditos una y otra vez con Buñuel, eso sin duda impresiona, pero habría que analizar las necesidades del gran cineasta y sus exigencias: la historia la solía inventar él, al paso, en un lúdico proceder reminiscente del método surrealista. Algunos elementos como el diálogo y el entorno escenográfico eran como capas para vestir lo esencial, la imaginería y el discurso trasgresor, que siempre fueron únicamente suyos. Entonces, ¿qué hacía el coguionsita? En realidad, casi no había tal, lo que había era un escribano. Buñuel cavilaba, se dejaba ir, y necesitaba a alguien que fuera apuntando, un secretario que llevara la bitácora. Y alguien que escuchara con atención, no hablara mucho, y que bebiera y fumara con él en el proceso. No más.
Otras memorias
El lector querrá rescatar a Carrière como el redactor de Mi último suspiro, ese entrañable e inquietante libro de memorias buñuelianas. Respondería que se trata, en efecto, de un gran libro pero añadiría que lo es a pesar de Carrière, quien al ser complaciente y dejar de cuestionar al memorialista, al no oponer resistencia alguna, al permitir tanto omisiones como reiteraciones innecesarias, renuncia tácitamente a ser coautor y se convierte en escriba, el empleado que transcribe. Tampoco hay en él un afán por pulir la forma o apretar la estructura para un resultado más eficaz; hay cierta dejadez de la factura de la redacción que viene bien al tono espontáneo pero a la larga le resta fuerza al libro como tal. Habrá muchos argumentos a favor del hombre, a mí no me parece sino un amanuense glorificado.
Consuelo de todos
Debido a alguna deficiencia de mi sistema de televisión por cable, es frecuente que al cambiar de canal para sintonizar el de películas mexicanas la pantalla se quede en negro por unos instantes. La falla técnica permite un ejercicio disfrutable que me revela como cinéfilo memorioso o tal vez solo delate mi edad: reconocer a los actores por sus voces. Ayer puse el canal y ante la pantalla en negro distinguí de inmediato la voz robusta y con acento ibérico de Consuelo Guerrero de Luna. Luego fui descubriendo las de Carlos Riquelme, Fernando Casanova (recién fallecido el pasado noviembre), Óscar Pulido y finalmente la de Rosita Arenas. Pronto aparecieron sus efigies a las que se sumó la de un joven Mauricio Garcés. Hace años profeso idolatría por Consuelo Guerrero de Luna, la coqueta fea del cine mexicano de los años cuarenta y cincuenta. Yo le pondría una estatua por su audacia y su simpatía, basada fundamentalmente en la burla de su propia imagen. En este filme, Casi casados, le lanza miradas seductoras a Mauricio Garcés, apenas un actor de cuadro. El momento vale oro, sobre todo porque el personaje de Garcés huye de escena, temeroso de ser engullido por la gran Consuelo. Se entiende que los espectadores de la época jamás adivinarían que él se iría a convertir en un galán extremo pero cómico. Al final, el amor triunfa, pero en las figuras de Casanova y Rosita de ojos soñadores. (A Rosita le mando desde aquí un beso.)
¡Cataplán!
Intriga que a la fecha ningún crítico o académico quisquilloso haya respingado ante el hecho de que dos movimientos literarios modernos en nuestra lengua —el boom y su pretenso sucedáneo, el crack— ambos concebidos para la notoriedad mediática, coincidan en poseer nombres que parten de onomatopeyas típicas del idioma inglés y además están escritas con ortografía inglesa, como si hubiesen salido de una tira cómica de superhéroes.
¿Será esto revelador del anhelo pocas veces admitido pero siempre presente de conquistar el mercado anglosajón? ¿Sí y no? A riesgo de aparecer como un palurdo, declaro que me hubiera gustado tanto que estos literatos se hubiesen autonombrado con motes de resonancias castizas: cataplán, zas o tintirintín.
Pecado
¿Y por qué es pocas veces admitido el anhelo de conquistar un mercado? La cúpula intelectual lleva una moral doble y mientras busca maneras de venderse y gustar a muchos, condena a aquellos que logran venderse y gustar a muchos. Tal vez han determinado que aspirar al éxito no es pecado, pero realizar la proeza, sí. O se trata de invalidar el asunto cuando se trata de ellos y no de nosotros, un vil problema de bandos, de pandillas, que hace irrespirable el ambiente.
Autosuficiencia
Paul Valéry decía que la etiqueta de la botella no es lo que nos quita la sed. En efecto, toda etiqueta corre el riesgo de ser imprecisa, de resultar insatisfactoria. En el arte, los rubros pueden confundirnos o complicar la lectura de la obra, predisponernos en el camino equivocado, y esto no solo es atribuible a los críticos sino a los artistas mismos cuando en golpes de ingenio inventan sobrenombres que pronto son insuficientes para explicar su producción, o de plano equívocos. Así, la etiqueta de expresionismo abstracto puede asfixiar a un cuadro o el término arte conceptual desviar la atención de lo que es medular en una determinada pieza. Aún siendo la generalización buena parte de lo que produce el problema, me atrevería a una en torno a ese llamado arte conceptual, cuya predominancia en la escena mundial es hoy innegable. A mi modo de ver, la debilidad de esta vanguardia cuando se presenta como tal consiste en requerir un respaldo teórico que explique el contexto, la intención y los posibles significados. Además de que la tendencia privilegia la labia por encima del discurso estético en sí, se pierde la importancia cardinal de la autosuficiencia de una obra artística. La pasión según San Mateo de Bach nos sacude y conmueve sin necesidad de que conozcamos evangelio alguno.
World music
Cuando vamos a una tienda de discos y pedimos al empleado que nos dirija a la sección de “Música del mundo” estamos haciendo la más ignominiosa concesión al lenguaje del imperio, a la visión egocéntrica que padecen los norteamericanos y por la que poco entienden al resto del planeta. Música del mundo es la hindú, la africana, la brasileña y la francesa. Si el tango es música del mundo, ¿es entonces el swing un ritmo extraterrestre?
La clasificación obedece primero a un sentido de la mercadotecnia, claro está, lo malo es que seguidamente se convierte en una filosofía entera, un modo de concebir al mundo.
Ya nos cayó…
Como chahuistle le ha caído a la industria musical la hegemonía de los Disk Jockeys. ¿Cómo se sentirá un músico de carrera cuando es testigo de que el rumbo de su profesión lo decide un nuevo mandamás —el dj— que no sabe nota ni escribe música ni toca instrumento alguno, si acaso manipula un par de tornamesas con discos de vinil?
Algo parecido a esa tiranía reciente es la que sufren las artes plásticas bajo el temible dictado de los curadores, cuya idea de la historia del arte generalmente comienza con Andy Warhol o, si bien nos va, Marcel Duchamp. Curadores, Disk Jockeys: se trata de una ralea improvisada, semejante a la que los políticos de la vieja escuela llaman con desdén (y recelo) tecnócratas.
Ortodoxia
Volviendo a la confusión provocada por las etiquetas, encuentro que pertenecer a la vanguardia ya no implica temeridad ni arrojo, antes al contrario, se trata de una manera de acomodarse a lo ya establecido y bien establecido, un modo de congraciarse con el derredor. Como en el magistral libro de Chesterton, formar parte de una ortodoxia es lo que exigiría temple y valentía, pues esta se ha convertido en un lugar solitario y malentendido.
Duele
Los publicistas se la pasan redescubriendo el hilo negro y una de sus prácticas más usuales se da en lo que ellos suponen hallazgos lingüísticos. La tendencia a las palabras compuestas se entiende mejor en el contexto del frenesí mercantil, las promociones de la carni-salchichonería que ocurren durante el saba-domingo (ese día del calendario que lleva tanta prisa que parece que el mundo se va a acabar). Pero aplicarle ese ingenio trivial al mundo de la música, por ejemplo, la vulgariza por igual, se acentúa el grosero efecto hasta lastimarnos. Porque, sí, concebir que Agustín Lara fue un cantautor es cosa que verdaderamente duele.
Regreso a Buñuel
Hace diez años publiqué un libro con episodios inéditos del cineasta aragonés, pero no alcancé a consignar el siguiente, que ofrezco aquí cual primicia: alguna vez, Buñuel se encontró a un espectador disgustado, que le reclamó: –Como las demás, sus películas son puros churros, a lo que Luis respondió sin inmutarse: –En tal caso, las mías serán buñuelos… ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: a mediodía, Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).