De héroes y celebridades
Conozco una buena cantidad de intelectuales y pretensos intelectuales (es casi lo mismo) que se hacen la ilusión un tanto autojustificatoria de que en el twitter están la aforística y la epigramática del presente. ¿Por qué no mejor —me pregunto— asumir que la tentación es grande y se quiere tener al menos un pie en el tráfico del escándalo y la celebridad, signos de la época? En sus diarios íntimos, Baudelaire opina que “el verdadero héroe se divierte solo”. Encuentro una prolongación de la idea en el epílogo de la biografía de James Joyce publicada por el beligerante Ian Gibson, quien señala: “Nuestra cultura cuenta con poco tiempo para la idea del heroísmo, y ciertamente ninguno para la del heroísmo intelectual. Preferimos a las celebridades. Las celebridades se adecuan mejor a la democracia que los héroes: cualquiera puede ser una celebridad”. Ciertamente, el twitter no fue ideado para el heroísmo, más bien es propicio para la condición del célebre.
De mentira
Tras la frustración e indignación que nos causan algunos sucesos de la realidad política nacional, a menudo fantaseamos con un anhelo de invocar a algún superhéroe enmascarado o al menos a un James Bond para que nos visite y acabe con los males. Ante el sistema viciado podría operar un justiciero de película que pusiera en su lugar a los corruptos y los mentirosos. De los paladines con capa o los agentes ultrasecretos, luego pasamos a una aspiración aparentemente más mesurada, aunque siga tratándose de recurrir a personajes de ficción. Si tuviéramos aquí al abogado fulano o al detective zutano, cavilamos con apetito de encontrar individuos que limpien de impunidad al sistema. Aunque el desarrollo de la serie Lie to me deja bastante que desear porque pronto cae en las convenciones de la televisión más comercial, habría que reconocer que parte de una premisa harto interesante: el actor británico Tim Roth interpreta a un investigador especializado en el universo de la expresión facial, que en combinación con los tonos e inflexiones de la voz le permiten detectar a un criminal o un impostor. Basa, pues, sus deducciones en lo que delatan lo que él llama los “microgestos”, y su escrutinio prolijo acaba siendo más eficaz que la prueba del polígrafo o el suero de la verdad. Ante el espectáculo de muchas de las figuras públicas del país, darían muchas ganas de importar a este personaje a la dimensión de la realidad para que nos dijera, por ejemplo, qué ideas habitan la mente del cardenal Norberto detrás de la mirada adormecida, o que nos revelara si el gesto de Santiago Creel denota candor o astigmatismo. O bien, que dedujera lo que en verdad significan los ademanes y expresiones del dúo dinámico compuesto por Manlio Fabio y Emilio Gamboa, y decodifique a nuestras esfinges más arcanas. (Stanislawski, Laurence Olivier, Lee Strasberg y hasta Julián Soler los hubieran rechazado en sus escuelas de actuación pero en la arena política sus muecas contenidas cobran dimensiones de inevitable trascendencia).
Ahora llámenme Nicolás
Nada se antoja más lejano a la vocación laicista de nuestro héroe patrio Benito Juárez que invocar por vía subliminal a Nuestra Señora de Guadalupe, la Virgen Morena, para tratar de aglutinar al pueblo en torno a un proyecto político (si acaso, la táctica le vendría bien al cura Hidalgo, hace dos siglos). El movimiento MORENA también está apostando a que, por asociación refleja, el público infiera la promesa de una reivindicación de la raza de bronce (postulada en clave de anacrónico hieratismo). Que el escudo de López Obrador sea el Águila de Juarista sirve de poco si, lejos de la posibilidad de emular al Benemérito, el caudillo tabasqueño más bien va perfilándose como sucesor de Nicolás Zúñiga y Miranda, aquel caballero solemne que contendió con don Porfirio elección tras elección hasta establecerse como una figura ornamental imprescindible.
Mucho despedirse
El aura de los creadores longevos suele despertar reverencia. La idea de mantenerse productivos hasta el final de sus días parece una condición deseable no solo para la gente dedicada a las artes sino, idealmente, para todo profesional, pues denotaría una pasión por el oficio y un lugar orgánico de este en sus vidas. Sin embargo, el escenario en el que un individuo acaba de estar y se retira, aun rompiendo el encanto del mito, se presenta como una contraparte sabia: quizá no hay virtud como la de saber cuándo hacerse a un lado.
Para sorpresa del mundo entero, Philip Roth anunció a finales del año pasado que se retiraba del oficio de escritor. Pero lo que pudiera tomarse como un signo de prudencia o de reposada sabiduría, parece aquí entrañar un toque de melodrama crepuscular, de protagonismo a deshora. ¿Por qué no dejar la posibilidad abierta de que un trino, una voz, un llamado lo lleve a escribir tres párrafos más? ¿O por qué no dejar que un eventual biógrafo señale sobriamente la fecha en que ya no aparecen nuevos títulos suyos? Siendo un asunto tan íntimo donde el individuo procura recuperar su ser al margen de la luz pública, ¿por qué no dejar de escribir sin anunciarlo? ¿Requiere que la noticia resuene en las paredes del exterior para fortalecer la decisión o para creerla él mismo?
Cita del mes
“No estoy dispuesto
a morir por mis creencias
porque bien podría
estar equivocado.”
Bertrand Russell
Aristóteles y el purgatorio
Por razones de trabajo un primo mío viaja en autobús de Cuernavaca a la Ciudad de México (y viceversa) varias veces a la semana. De unos años a la fecha, el servicio de autobús cuenta con una proyección de cine pero resulta que la duración regular del viaje es menor a la de la película, de tal suerte que mi primo se ha ido formando una especie de noción cinematográfica antiaristotélica, donde la narración siempre es truncada antes del clímax y la trama se queda sin resolución. En conjunto, lo que se la ha transmitido es la sensación de una dramaturgia que se reduce al planteamiento, una y otra vez la experiencia de un desarrollo narrativo que no desemboca en nada. ¿Será que las leyes de la estructura dramática planteada por Aristóteles nos salvan de un purgatorio?
Magia
Estoy de acuerdo en que los calificativos kafkiano, dantesco, surreal o romántico pueden embonar en variados contextos, probando su eficacia, pero el destino de las palabras usadas sin un criterio taxativo es erosionarse, perder su fuerza y eventualmente su sentido, entrando de lleno en los terrenos de la banalidad. No que todo lo surreal deba guardar relación con André Bretón o, por lo menos, Dalí; o que lo romántico se tenga que vincular a Chopin o a John Keats; pero a base de llamarle dantesco a todo incendio o kafkiano a cualquier enredo burocrático, pronto los términos se tornan insípidos. Para mi gusto, una de las palabras que más han perdido su lustre es mágico, que, en definitiva —valga la redundancia— perdió su magia.
Celebrar
Lo único que queda ante lo anterior es celebrar el mal uso del idioma, ya que nos obliga a una inventiva, a darle giros a las palabras, sacudirlas, sustituirlas, no con afanes de extravagancia o innovación, sino de saneamiento y curación: vivificar el habla y la escritura.
Dos veces, dos
Al finalizar los comerciales de bebidas alcohólicas se oye una voz apurada que dice: “Nada con exceso, todo con medida”. Si cuentan con tan escaso tiempo al aire, ¿no sería mejor ajustarse a una sola frase? Imagino una reunión del Consejo Nacional de la Publicidad en la que dos facciones se enfrentaron, cada una aferrada a su propio lema y desembocando en una tautología que insulta al escucha.
Mí no comprendo español
A la entrada de las diversas salas de la cadena de cines Cinemex hay un muro alargado donde se leen frases célebres de películas aclamadas, dispuestas en diversas tipografías y dimensiones. Pero a pesar del nombre Cinemex que pudiera indicarnos algo referente al país que habitamos y el idioma que hablamos, absolutamente todo lo escrito en la pared está en inglés, con la excepción de la frase “Hasta la vista, baby” proferida alguna vez por Arnold Schwarzenegger en Terminator. No se trata de una reacción nacionalista ni hay un ápice de recelo hacia Hollywood, comparto la nostalgia común por parlamentos de Humphrey Bogart en Casablanca o Clark Gable en Lo que el viento se llevó, y también me parece innegable la preponderancia del cine norteamericano sobre el inconsciente colectivo occidental: no es cosa a discusión. Solo que el negarnos aunque fuera una frase de Dolores del Río en María Candelaria, por más cursi que esta fuera, o de Emma Roldán en una comedia ranchera, la que apareciera al azar, me parece un acto incalificable de autoanulación por gusto, de mansedumbre innecesaria y denigrante. Antes, en la era del maniqueísmo ideológico, a esta empresa se le calificaría de vendepatrias o de entreguista. En nuestra descolorida época de tolerancia por consigna no queda más que aguantarse, aunque signifique ver nuestra muy particular educación sentimental irse por la borda.
Más de cine
En su afán de encontrar la fórmula infalible de la comercialidad, los productores de Hollywood han caído en la desesperada realización de cintas donde el título contiene la premisa entera y, por ser esta tan elemental, resulta preferible quedarse en casa e imaginar la película a partir del título. Me refiero a las recientes Tiburones en Venecia o Serpientes en un avión, destinadas a ser pronto celebradas en alguno de esos festivales del humor involuntario.
El final del final
La avaricia de los grandes estudios cinematográficos y la subsecuente compulsión por las secuelas de proyectos que les han funcionado alcanzan el colmo con una serie de películas cuya última entrega revela el absurdo mayor: Destino final 5. ¿Qué tan final puede ser ese destino que alcanza el capítulo quinto? ¿Será armagedón o llamarada de petate? ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: a mediodía, Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).