®JoyLaville
Desde la modestia
De mis primeras visitas infantiles a los museos de la Ciudad de México, retomo el pasmo que me produjo el Retrato ecuestre del Virrey Bernardo de Gálvez, que hoy pertenece a la colección del Museo de Historia y está expuesto en el Castillo de Chapultepec. A la fecha, el cuadro me parece de un arrojo impar: el rostro y las manos del Virrey fueron pintados al óleo por Fray Pablo de Jesús bajo normas académicas y el resto, el cuerpo del jinete y el del caballo, está resuelto con caligrafía que fue esgrafiada por Fray Jerónimo sobre la tela pintada. No deja de ser asombroso que en 1766 se diera tal audacia de proponer la coexistencia de dos técnicas totalmente distintas sobre un mismo bastidor. Pasarían al menos dos siglos para que el dibujante y pintor Saul Steinberg rondara una aseveración estética de tal vigor, haciendo que ocuparan una misma obra, por ejemplo, un personaje trazado con impecable técnica puntillista y otro dibujado con torpeza de niño. Lo curioso es que ni en el caso de los frailes virreinales ni en el del prodigioso artista neoyorquino se trata de trabajos que posean el tufo de lo que se pretende revolucionario sino que están ejecutados sin aspavientos, con un modesto y grácil sentido de lo lúdico.
De lo lúdico a lo mecánico
La mecanización puede estropear cualquier atributo, por más preciado que sea: la música de jazz, por ejemplo, decae con frecuencia porque la improvisación se torna —paradójicamente— en cosa de rutina. Nada más triste que la efigie del saxofonista del bar en el vestíbulo de un hotel, tocando por enésima vez su versión personal de La chica de Ipanema, esforzándose tanto por emular a Stan Getz y careciendo por completo de su frescura viril.
Entre el sabio príncipe anarquista y el veterinario
Ni el más salvaje criterio capitalista a ultranza ni la posesión particular de armas de fuego ni las prácticas más destructivas que dañan el equilibrio planetario podrán erradicarse si no se le presenta a la gente una disyuntiva desde la lógica de la consecución del placer: solo entendiendo que tarde o temprano hay mayor satisfacción en el sesgo humanista y colectivo que en el gusto individual inmediato podrán dejar de aferrarse a esos bienes primarios por los que la humanidad entera peligra. Si se insiste en plantear el asunto racionalmente como sacrificio necesario, el ciudadano común va a ser reacio y esperar de brazos cruzados a que aparezcan los mártires que encabecen la fila, mismos que no han de llegar. Así, nunca se moverá por voluntad propia de la comodidad ciega de su inercia: las pulsiones más conservadoras se perpetúan porque las propuestas de cambio anuncian amenaza y no un bien superior asequible como el que sugiere Kropotkin. Sin duda lo más desesperante es el nivel de valores en el que nos desenvolvemos dentro de la escala biológica; las reflexiones anteriores son muy parecidas a los consejos que me daba el veterinario para impedir que mi perro se comiera los zapatos. En lugar de prohibírselo a secas, había que ofrecerle una opción visible y sabrosa para asegurarse que entendiera la conveniencia, puesto que los juguetes de carnaza son mucho más apetitosos.
Eslabones
Si comprar un libro siempre resulta un albur (aun tratándose de un autor previamente conocido), comprarlo retractilado, sin posibilidad de asomarse al interior, supone un acto de fe en el que el lector renuncia a sus derechos básicos en tanto consumidor. En un país iletrado, esta táctica de venta de las editoriales en acuerdo con las librerías representa un daño tanto para los lectores como para los autores, que quedan como eslabones incomunicados entre sí dentro de la cadena mercantil. Si a esto sumamos el precio elevado de los libros, el lector corre más bien el riesgo de convertirse en eslabón perdido.
Posdata
Alguien desparpajado o perteneciente a una situación social confortable se dirá: ¿y por qué no retirarle el plástico a los libros y revisarlos en la librería antes de comprar? La verdad que no somos un pueblo desparpajado sino acomplejado y abrumado ante la cultura del libro, de tal suerte que cualquier cosa —por mínima que parezca— que obstaculice al lector resulta criminal. Retractilar libros es como colocar guardias gruñones a la entrada de un museo público ávido de visitantes.
¿Cuál consejo?
Según el tratado clásico en la materia, existen treinta y seis situaciones dramáticas. Categóricos y pomposos, hay teóricos modernos que sostienen una tesis más drástica y dicen que hay solo cuatro temas básicos y que toda inspiración humana cabe dentro de ellos. La norma aplica tanto a la literatura como al cine o la canción popular. Dentro de este último rubro, hay fascinantes creaciones que desafían aquel planteamiento académico, sobre todo si nos internamos en los terrenos de la música afroantillana. Tal es el caso de una canción en la voz del dulce Ibrahim Ferrer titulada Oye mi consejo. El coro repite que una chica tiene el pelo más raro, comenta que “qué pasa tan colorá” refiriéndose en cubano a la mata de su cabellera. En primer plano, Ibrahim añade: “Tú te pintaste de rubia y tú eres una jabá [morena]”. Aquí uno trata de enmarcar la letra de la canción dentro de la teoría de los temas básicos, atribuyéndole al autor una preocupación por el misterio de la herencia o por la necesidad de asumir las raíces propias. Pero la hipótesis se diluye cuando irrumpe de nuevo el coro, insistiendo en que: “¿Quién no baila, señores / cuando pasa por La Habana?”. El caso de la chica de pelos raros queda olvidado y el asunto se centra en celebrar la capital cubana: “Aé, La Habana /Aé, La Habana,/ ¿quién no goza, quién no baila, / caballero, en La Habana?”. Entonces, uno se percata de que en este dúctil ejercicio no hay verdadero tema sino un pretexto para el relajo y para abundar en lo que ellos mismos llaman el brete, la discusión sin solución posible. Con aires de moral, el título anunciaba una recomendación, pero finalmente no hay consejo alguno, este se le olvida al autor por andar de bretero y en el más sano desvarío.
Un modo de tocar fondo
La realidad práctica demuestra que cuando una actividad se desempeña cabalmente y a fondo, esta siempre termina atinándole a fibras sensibles de orden político. Pienso en la célebre Diana Kennedy, quien buscando ingredientes para una receta de comida tradicional mexicana llegaba al descubrimiento de que ciertas matas de chile que se dan al pie de árboles en Michoacán estaban en vías de extinción debido a la tala inmoderada. Por esa razón, la cocinera inglesa llevaba una escopeta en su vehículo cuando viajaba por zonas rurales del país cuyo prestigio gastronómico ayudó a reafirmar. En este mismo orden de cosas, me ha sorprendido y conmovido encontrar, en un documental sobre la maravillosa historia del Sistema Musical Abreu, de Venezuela, al pedagogo Marshall Marcus, quien, reflexionando sobre el medio educativo y la supuesta epidemia del déficit de atención entre alumnos jóvenes de todo el mundo, concluye que el problema es el grado de aburrimiento que naturalmente provocan los métodos de enseñanza vigentes, y luego, desarrollando la idea, se topa con la macabra conclusión de que las únicas ganadoras tras la invención de la mentada epidemia son las grandes corporaciones farmacéuticas. Material para un verdadero thriller político y prueba, una vez más, de que aquel que se entrega en serio a su actividad acaba convirtiéndose en un auténtico aguerrido.
La voz del tambor
Más allá de la energía rebosante, de tambores y platillos con textura y matices interminables, un lenguaje musical de riqueza única. Hay un antes y un después de Ginger Baker. Tanto Eric Clapton como otras figuras consagradas de la música de los años sesenta han coincidido en decir que el baterista Peter “Ginger” Baker pertenece a una liga aparte, muy por encima del rock and roll en el que militó. Admirador de los grandes bateristas del jazz, género en el que siempre estuvo su vocación profunda, el gran Ginger fue el primer músico de rock en tocar solos de batería, fue el inventor del formato. La historia también consigna que antes que Charlie Watts entrara a cuadro, para eventualmente convertirse en leyenda, Baker participó en un grupo de corta vida junto a Mick Jagger y Brian Jones. Confieso que su talento y personalidad me impactaron desde niño. Antes de entrar a la adolescencia, cuando aún me obsesionaban Lon Chaney, Boris Karloff y Bela Lugosi, el rostro del baterista heroinómano me parecía —a pesar de la nobleza de rasgos— digno de ese panteón del horror: su tez opaca y verdosa que contrastaba con la barba y cabellera de rojo encendido (de ahí el apodo “Ginger”), los pómulos tan pronunciados que sombreaban las mejillas, acentuándoles la condición hundida, y hundidos también los ojos que lucían macilentos y sin brillo. Para rematar, su altura digna de una criatura del Dr. Frankenstein. Sin duda el momento estelar del baterista fue en el inmejorable trío The Cream, pero a él lo que le urgía era vencer la adicción a la heroína. Tras veintinueve intentos lo logró, en un largo viaje al África en que se propuso buscar las raíces del arte percusivo y se dedicó con ahínco a cultivar árboles de olivo. La sabiduría a la que por fin arribó este sobreviviente queda patente en el documental Beware of Mr. Baker, estrenado hace unas semanas. Como en los casos recién mencionados, con solo hacer el recuento de su experiencia de caída y resurgimiento, este consumado artífice acaba —sin proponérselo— denunciando al sistema de rehabilitación como un negocio de charlatanes, otra empresa de David contra Goliat. De entrada, al cumplir 73 años los ojos de Ginger han recobrado el brillo. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).
«El corazón tiene muchas razones de las que la cabeza no sabe nada».
¿Y tú, corazón?.