Diferencias, deferencias
Hacia finales de 1928, James Joyce requiere con urgencia de apoyos financieros para proseguir la escritura de su Work in progress, libro que le ha ocupado por entero los últimos años. A pesar del altisonante prestigio que ha ganado con su libro previo Ulises, su mortificación respecto a la compleción de su nuevo proyecto va en aumento ya que no termina de recuperarse de sus múltiples operaciones de los ojos y, para colmo, Nora, su mujer, que siempre ha gozado de salud envidiable, ha mostrado signos de quebranto y los médicos sospechan que tenga cáncer. Tres de los cómplices literarios que Joyce ha considerado incondicionales —T.S. Eliot, Ezra Pound y Wyndham Lewis— han insinuado su desaprobación al monumental escrito que pronto habrá de titularse Finnegans Wake.
Con cierto grado de desesperación, vuelve la atención hacia la figura de H.G. Wells, quien en ocasiones previas había expresado simpatía y admiración por su trabajo. Sin rodeos, Wells declina la posibilidad de asistirlo en una campaña a favor del nuevo y altamente experimental libro en una carta ejemplar que sería más célebre si los defensores del genio de Joyce no fueran tan maniqueos, dieran cabida al cuestionamiento y admitieran matices críticos. La carta no solo define la opinión de Wells sino que postula la posición totalmente lícita de los derechos del lector. El autor de La guerra de los mundos juzga que “el experimento es apreciable porque el hombre que lo ejecuta es apreciable”, pero considera que no lleva a ningún lugar. Más allá de eso, le señala que le ha dado la espalda al lector común y que el resultado son enormes acertijos. Como contestando a aquel altanero anhelo joyceano de “un lector ideal con insomnio ideal” para que le dedicara el resto de su vida a descifrarlo, Wells le dice que sin duda su texto habrá sido más divertido de escribir que lo que jamás será de leer. Aun así —y aquí es donde veo una lección de dignidad y ética para todos aquellos creadores que rivalizan con otros o con tal o cual escuela o movimiento— el bienamado novelista inglés concluye declarándole al irlandés:
Todo esto, desde mi punto de vista. Acaso usted está bien y yo equivocado del todo. Su trabajo es un experimento extraordinario y yo me saldría de mi camino si hubiese que salvarlo de una interrupción restrictiva o destructiva. Tiene sus fieles y seguidores. Que lo gocen. Para mí es un callejón sin salida. Mis más calurosos buenos deseos para usted. Yo no puedo seguir su bandera más de lo que usted la mía. Pero el mundo es ancho y hay lugar para que ambos estemos equivocados.
Para sorpresa de muchos, ante la cabalidad de su interlocutor, el vanidoso y paranoico Joyce ni siquiera se ofendió. Si los opositores de nuestros días se extendieran tales deferencias quizá progresaríamos hacia algún punto más apreciable como conjunto.
Campo abierto, (48 piezas),
óleo sobre lino,
135 x 185, 2013, Virginia Chévez.
Prefiguración
Algo interesante ocurrió en el largo periodo de escritura de Finnegans Wake, novela escrita en más de ocho lenguas y cuyo argumento corre en niveles múltiples, como alegoría de la historia de la humanidad, como historia del sueño y como anécdota de las calles de Dublín. Joyce iba publicando fragmentos según avanzaba y, en su megalomaníaca necesidad de ser aprobado por los círculos inmediatos a él, fue mostrándole al mundo su proceso interior, causando admiración a sus allegados —a “los fieles y seguidores” que aludiera Wells— y luego fue alimentándose a su vez de tal estímulo para seguir escribiendo. Tal vez en este mecanismo que prefigura la era del blog y las redes sociales fue que el maestro del rigor fue sumergiéndose más y más en una espiral de autoindulgencia y perdió ese contacto simple que Wells le señalaba (y que paradójicamente no se da al considerar el pulso del público —ya sea para doblegarse y complacerlo o para rebelarse y azorarlo— sino al rebuscar en lo más humano del alma propia). En esta era en que Joyce es semidios valdría la pena tomar nota de lo que le acaeció en ese torbellino de atención pública.
¿De la buena?
Quien dice: “Te tengo envidia pero de la buena” debe ser inconsciente o tonto o malo. No existe envidia de la buena pues esa pasión mezquina no tiene ángulo salvable, si lo tuviera no sería envidia y se llamaría admiración.
Alfombra roja
La sociedad actual ya ha digerido totalmente el protocolo de las llamadas “alfombras rojas”, ese desfile que indefectiblemente antecede las ceremonias de premiación de las industrias del espectáculo. Ante estos despliegues, a menudo darían ganas de invocar a una figura de antaño, de aquellas que poseían temperamento atronador, ya fuera Greta Garbo o Mae West, Jean Gabin o John Barrymore, y urdir la fantasía de lo que hubiese ocurrido si en la antesala de un teatro, durante un estreno, los abordara un locutor micrófono en mano y les preguntara sobre la marca de la ropa que llevan puesta. Cualquiera de estos histriones, con la dignidad aún intacta, hubiera contestado: “A usted, ¿qué le importa?”.
En efecto, nos hemos ido habituando gradualmente a la comercialización de todos los aspectos, todos los rincones de la vida —comenzando con la privada—, de tal suerte que somos insensibles a los episodios más procaces expuestos al público de manera flagrante: una actriz que gana veinte millones por película obtiene encima un ajuar gratis mediante la sencilla operación de mencionar al modisto ante una audiencia de televisión. En los tiempos pretéritos de la divina Garbo nadie dudaría en calificarlo de prostitución.
Dos apellidos, dos
¿Cuál era el segundo apellido de Hernán Cortés? Si fuese a publicar en la actualidad sus Cartas de relación (o bien La historia verdadera de la conquista, como propone Duverger) habría de buscarse ese apellido materno ya que en las letras hispanoamericanas si uno se llama Hernán adquiere la obligación de ostentar en su nombre de pluma al menos dos apellidos, como lo ejemplifican para nuestro azoro los casos de Hernán Lavín Cerda, Hernán Lara Zavala y Hernán Bravo Varela, autores harto distintos pero que por el uso del nombre completo se nos confunden una y otra vez.
Frase del mes
A través de su formidable personaje apócrifo Tello Téllez, Amado Nervo nos dice: “No sé quién dijo que la erudición es una forma de la pereza: evita, en efecto, la fatiga de pensar”.
Un arte frágil
A diferencia de las superproducciones del cine de aventuras, cuya vertiginosidad suele envolver al espectador casi sin su consentimiento, existe una vertiente fílmica cuya delicadeza colinda con la fragilidad del teatro y otros espectáculos vivos que se basan en convenciones y que para realizarse plenamente requieren de la complicidad del público, podría decirse que demandan un benevolente acto de fe de su parte para que el contenido sea visible, audible y palpable. Se trata, desde luego, de una forma de expresión cuya vida misma depende de la sensibilidad del espectador y su disposición a creer, cosa que podría verse como signo de debilidad de un género o bien de la grandeza ética del diálogo que resulta de un pacto previo. Cada posibilidad tiene sus defensores.
Básico
Para alguien que cree en el valor de lo básico, es muy agradable constatar que los alcances del cine sostenido en efectos (los de la tecnología avanzada, los de la puesta en escena maniquea, los de la manipulación por vía del apoyo musical) palidecen ante la austeridad rotunda de una película como Amor de Michael Haneke, que demuestra que el principio de contención dramática sigue obteniendo resultados más estrujadores y la estética más depurada. Una fortísima voluntad de economía lleva a que no haya jamás música de fondo sino tan solo la que se llama incidental, es decir, la que proviene de un tocadiscos o un radio o un piano que se ve en pantalla. Así, la historia de un par de personajes dedicados a la educación musical está plagada de silencios. Y, como se infiere, cuando la música irrumpe, el recurso brilla y pesa como nunca, con ejecuciones al piano del extraordinario Alexandre Tharaud, quien por cierto aparece brevemente en la cinta con su propio nombre. Aquí no se canta a la abnegación, no existe una concepción maniquea ni simplista, cosa que algunos críticos han interpretado erróneamente como una veta sadomasoquista del director. Acuciosa, acompasada, serena, la película deja claro que el realismo abraza la fantasía, el simbolismo, la cavilación y la pesadilla al igual que el amor verdadero no solo abarca la muerte sino que incluye males menores como la impaciencia o la rispidez para que al final sobresalga el afecto.
Como todos sabemos
En un texto sobre su relectura del Ulises de Joyce, el ahora polémico Antonio Muñoz Molina acierta en describir lo que llama “el regocijo antipático de los entendidos”. En efecto, ese tono altanero de los que se sienten superiores por lo que creen que saben persiste a tal grado que es fácil tomar la pedantería como rasgo característico del ámbito cultural. Una forma diversa al elitismo, pero que puede parecérsele porque entraña mucho de ensimismamiento y algo de miopía hacia el exterior, se da en las cúspides de la sabiduría y el talento.
Me refiero a una tendencia fraseológica involuntariamente cómica, si se quiere, un tanto olvidadiza de la realidad del interlocutor o escucha, y que observamos en personajes portentosos como Paul Valéry, María Zambrano, Borges o Paz: en los cuatro, como en tantos otros excéntricos por causa de su propio genio, encontramos con frecuencia inflexiones del tipo: “Todos sabemos que en el tercer libro de las Metamorfosis de Ovidio…” o “Emanuel Swedenborg, como nadie ignora, aseguraba que había hablado con seres celestiales…”.
Curiosamente, si se indaga con la hondura precisa, se entiende que en estos casos no hay pedantería sino lo contrario: los que emplean el modo, aunque conmovedoramente ilusos, suponen que todo interlocutor será Ernesto de la Peña o Rubén Bonifaz Nuño, por ejemplificar con dos recientemente desaparecidas y bienamadas figuras de nuestras latitudes. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).