Himno patrio
He de confesar que cuando apareció la película Rudo y cursi me decepcioné al enterarme de que el título se refería a dos personajes distintos, a quienes se les aplicaban los epítetos. En lo personal, se me antojaba más interesante que fuese un mismo individuo el que reuniera las características de ser a un tiempo rudo y cursi; al fenómeno sicológico resultante de tal conjunción le concedía mucho mayor atractivo. De inmediato pensé en el patrón dictado por la imagen de Adolfo Hitler llorando ante un despliegue de folclor bávaro. Las posibilidades de ejemplos sucedáneos son vastísimas. Pongamos por caso local el de un guardaespaldas que suspira con las telenovelas de corte romántico. Buscando más ejemplos donde se da semejante binomio, me salta enseguida a la vista nuestro himno nacional, que es simultáneamente belicista (desde la primera línea) y de versificación extremadamente relamida; dicho de otro modo: es rudo y cursi.
¿Grandioso o grande (de tamaño)?
Al titular su breve volumen Obras completas (y otros cuentos) el querido Augusto Monterroso, maestro de la discreción y la sutileza, fijó su postura respecto a esa veneración expansiva en torno a la noción de obra(s) completa(s), idealmente una cuarentena de libros de grosor notable y editados en pasta dura, ese sueño balzaciano que a muchos autores contagia y obsesiona, desubicándolos y encaminándolos a la desproporción. Es famosa la alusión del mismo Monterroso a la figura de Rulfo en su fábula El zorro es más sabio, en la que el Zorro en cuestión es un solitario rulfiano que prefiere no publicar un tercer libro pues los dos anteriores son —a decir de todos— muy buenos, y bastan. En algún lugar de sus escritos críticos, Fernando Pessoa desafía el canon y de manera temeraria desacredita al mismísimo Goethe por haber escrito demasiado, esgrimiendo el argumento de que “solo la variedad justifica la cantidad voluminosa de obra”. Lo muy triste es que una vez instalada la ambición de las obras completas, de la gran obra vasta, el autor ha perdido aquel principio de escribir (y publicar) porque tiene auténticamente algo que decir. Así, se aboca a lo grande más que a lo grandioso y el oficio pasa a los dominios de la inercia. Ya pronosticó el impar Saint-John Perse en su discurso de recepción del Premio Nobel: “Solo la inercia es amenaza”. (En la siguiente línea remata: “Poeta es aquel que rompe, para nosotros, la costumbre”.)
Príncipe desencantado
La argumentación anterior apunta al intento de explicar por qué ciertos escritores cuya obra es escasa o simplemente no emula como conjunto la grandilocuencia totalizadora de un Balzac tienden a ser vistos como autores menores, aun en el caso de contar con algún libro que pudiera considerarse una opera magna. Es como si la grandeza consistiese, precisamente, en cuántos centímetros cuadrados ocupan los volúmenes en una repisa. Con ese criterio, quedarían invalidadas obras inimitables y tan valiosas como las irreverentes Dos damas muy serias de Jane Bowles, El diablo en el cuerpo de Raymond Radiguet, la cáustica Novela con cocaína de M. Aguéiev o la inmensamente melancólica Bruges, la morte del poético Georges Rodenbach. El caso al que quiero arribar finalmente es el del norteamericano Budd Schulberg, cuyo trabajo se identifica más con el de guionista cinematográfico, pero que dejó un puñado de novelas deslumbrantes. Nacido en Hollywood, hijo de un alto ejecutivo de la corte del magnate Adolph Zukor, Schulberg se crió como una especie de príncipe dentro de la industria del cine, pero su postura liberal lo colocó desde temprana edad a contrapelo de los modos ortodoxos. Hay que tomar en cuenta que en el asustadizo ámbito en el que se desarrolló, liberal podía ser sinónimo de extremista (tal como sigue ocurriendo hoy en día). En sus años mozos, Budd fue asignado para colaborar con F. Scott Fitzgerald en una historia para los estudios Paramount, trabajo que nunca concluyó y por el cual ambos fueron despedidos. La biografía del escritor está repleta de momentos notables desde la juventud, ya sea su actuación como oficial en la Segunda Guerra Mundial, cuando le toca arrestar a la cineasta Leni Riefenstahl en su casa de campo para llevarla a identificar líderes nazis dentro del pietaje documental que ella misma había filmado a lo largo del Tercer Reich, o su valiente respuesta al Comité de Actividades Anti-Norteamericanas, donde junto a Bertolt Brecht, Dalton Trumbo y Ring Lardner Jr. mantuvo una actitud fiel a su credo mientras tantos se quebraban o se convertían en delatores. A mediados de los años cincuenta ganó un Oscar por su guion de Nido de ratas (On The Waterfront), película que dirigiera Elia Kazan y protagonizara Marlon Brando. Aunque su actividad central giró alrededor del cine, los cíclicos roces con el sistema lo alejaban de la industria y era el lapso que elegía para la escritura de ficción. De entre sus libros, sorprende la brillantez y talento de ejecución de El desencantado (1950), una novela que no se deja leer con demasiada rapidez dada la extrema riqueza de cada párrafo, que nos obliga a paladear con detenimiento hedonista. Desde la aguda descripción de los personajes (resaltando su tratamiento de los femeninos) hasta los diálogos de sabor local e ingenio exquisito o las observaciones en torno a la circunstancia dramática que, por rotundas, frecuentemente alcanzan la calidad del aforismo, todo define a este libro como un verdadero hito que pasa generalmente desapercibido, al grado que es difícil de encontrar en una librería de su país. (Existe una versión castellana en ediciones El Acantilado.) Como dato curioso, El desencantado se basa, a grandes rasgos, en los episodios vividos por el joven Schulberg al lado de Fitzgerald, una figura legendaria pero ya anacrónica para el lugar y la época en que ocurre la trama, y a quien convierte en el inolvidable personaje de Manley Halliday, un antihéroe quintaesencial de la era del jazz: un hombre de maneras delicadas que todavía lleva peinado de raya en medio y usa corbatas de moño, un personaje en evidente decadencia, de pensamiento aún brillante pero con el cableado sensible en estado ruinoso, de tal suerte que “todas sus emociones, estaba convencido, debían de ser estrictamente suministradas si él había de sobrevivir”. Una joya literaria que viene al caso atender.
Una de cal…
Para estos libros que no caben dentro de los registros de la gustada monumentalidad, queda la compensación histórica de convertirse en obras de culto: son adoradas por alguna minoría fervorosa. Pero, ¿por qué condenarse a la minoría? No es fácil resignarse a ese destino. Me temo que la manifestación que aludo perpetúa para la cultura libresca el estigma del elitismo.
Más del elitismo
Es acertada la sospecha de que suelen ser las filas de la propia intelectualidad las que alientan al elitismo. No poseyendo criterios bien fincados sobre aquello que se supone han leído, se amedrentan ante el prospecto de que otros puedan tener acceso a las mismas fuentes de conocimiento.
Frase del mes
“La originalidad es la falta de origen”.
Josefina Vicens
La Vicens
Amiga leal, consejera profunda y paciente, Josefina Vicens fue la lectora más generosa que jamás pude haber encontrado para mis tempranos guiones de cine. Aunque posee el destello del ingenio evanescente, la frase suya que cito antes se asentó en mí y pronto me percaté de que se trataba de un precepto de largo alcance, algo que me podía acompañar de por vida.
Veo a Josefina, asomándose por entre las hojas de la persiana del vestíbulo, comprobando que soy yo quien ha pasado a recogerla a su casa de la calle de Pitágoras, el domicilio que compartió por décadas con Anita Blanch —la quimérica actriz valenciana que se inició en la compañía de Jacinto Benavente y terminó como abuela malvada indispensable para Ernesto Alonso en sus telenovelas. Caminando juntos por la calle, Josefina y yo éramos la estampa improbable: ella, de cabello corto engominado y vistiendo inmaculados conjuntos de pantalón y casaca del mismo color, a menudo rematando el atuendo con un foulard de seda estampada, mientras que yo, de cabello hirsuto, a menudo sin rasurar, encorvado y de camisa arrugada, con pantalones de brincacharcos. Aun así, la amistad con esta formidable escritora de dos únicos libros, mujer menuda y seria, nacida en 1911, sigue representando un tesoro de mi primera juventud. Protectora y al mismo tiempo frágil, ahora la recuerdo encendiendo un cigarrillo con ademanes de aplomo que harían parecer al mismo Humphrey Bogart como un alfeñique.
Inusitada nostalgia
Al arribar el nuevo baile de moda llamado “Harlem Shake”, preveo que voy a sentir nostalgia por aquel abyecto “Gangnam Style” tan socorrido hace apenas unos meses.
Al menos el número del coreano Psy nos ilustraba qué tan universal es lo payo. En cambio, tristemente, el nuevo “shake” nos demuestra que la tendencia humana por trivializar y achatar todo aquello que despunta hace posible que hasta el caos se torne maquinal, valga la paradoja. En esta coreografía que se supone libre y franca, todo se vuelve previsible y automático, hasta la contorsión y el dengue. A mi modo de ver siempre serán preferibles los pasos de Psy con sus sacos fosforescentes y su contundente humanidad palurda: si algo tiene lo payo es que es genuinamente espontáneo.
Una cosa por otra
Por confusión fonética es frecuente encontrar a hispanoparlantes que dicen subrealismo por surrealismo, término que sería precisamente lo contrario, pues el prefijo viene del francés sur– que indica ‘encima, sobre’; sobrerrealismo=surrealismo. De cualquier modo, la confusión crea lo que se antoja como neologismo, muy aplicable a cosas nuestras. Sin ir más lejos, las películas de Juan Orol no son surrealistas, como quieren los pedantes sin pudor patrio, en cambio sí son subrealistas, ya que están por debajo de las convenciones mínimas que exige el realismo. ~
Fotografía tomada de http://www.flickr.com/photos/shutterhacks/
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).