Pasamos y nos ofreció a la venta una serie de llaveros de estéticas indiferentes y materiales en extremo baratos. Debió de haberlos encontrado tirados en algún lado, pues comerciar con mercancía tan irrelevante resultaba ser un indicio claro de gratitud o de la más imperdonable de las desesperaciones. Rechazamos, amablemente, sus ofertas. En eso se soltó en un mar de llantos.
Era una mujer grande, que con seguridad rebasaba los 75 años de edad. Había venido a la Ciudad de México, directo desde Uruapan, a una cita médica con su marido. Él llevaba «20 días de muerto» y ella había gastado todo en hacer del cuerpo abandonado de su esposo un algo. Entonces estaba atrapada, sin manera de regresar, ya viuda, después de 3 días de dormir en la calle. Esos llaveros inmundos eran el único escalón imaginable hacia alguna suerte de libertad. Lo demás era una condena.
Mi prima, quien me acompañaba, se quedó con ella mientras yo buscaba un banco. Platicaron de algo mientras sucedió en mí el azote de la sorpresa y una profunda tristeza. Algo pude conseguir, regresé y le pedí a la señora que comiera algo, que tomara un taxi a la estación de autobuses y que regresara a su casa. Ella soltó lágrimas más de agradecimiento y emprendió su camino de vuelta. Abrazó a mi prima, la besó, y nos dio bendiciones. En cuanto se perdió de vista, María y yo nos abrazamos y lloramos por unos minutos.
La primera vez que me vi carcomido por el dolor ajeno fue en un mercado de Canadá, cuando rondaba los 4 o 5 años de edad. A la distancia vi una muchacha joven, increíblemente hermosa, rodeada de un aire de vulnerabilidad agobiante mientras ofrecía, a un dólar, rodajas de una manzana. Que una persona se encontrara en una circunstancia semejante me pareció imposible, inexplicable e imperdonable. Las fantasías se hicieron mías de llevarla de regreso a casa y darle todo el apoyo necesario. De hacer algo por una tragedia que no merecía el arreglo de ninguna lógica.
Si por alguna razón me he interesado en los asuntos sociales, es en parte por este componente en específico de la inequidad y la injusticia: por su talante incuestionable de ser absurda. Porque es muy distinto forzar la indiferencia ante la tragedia como mecanismo de supervivencia (no pasa un día en la Ciudad de México sin que los ánimos por llorar no me invadan por estas razones) que ignorar la situación de millones y actuar de tal forma para empeorarla. Quien elija la segunda opción, y parecen haber otros tantos millones en México, no merece de esta vida más que lo que le ha otorgado: la más terrible de las enfermedades.
Ayer, Ezequiel Elizalde, por razones muy otras pero en realidad las mismas, fue lapidario: «México», dijo, «es una porquería de país». Lo que quiso decir, quizá, fue lo siguiente: mucho de México es una tragedia, fraguada por gentes imperdonables que, ellos sí, son una porquería.
En nuestro país la rabia duele, no mueve.
No sólo es México. En realidad sucede lo mismo en la mayoría de las grandes ciudades del mundo, es imposible tener ciudades con todos los recursos de la periferia sin que generen misieria. Saludos.