Basta hacer referencia a los más recientes escándalos de corrupción que mencionan los medios de comunicación para darnos una idea del borrascoso ambiente en el que se desenvuelve nuestra democracia: los permisos otorgados por funcionarios de la Secretaría de Gobernación en los últimos momentos de la administración calderonista a los casineros; el exagerado endeudamiento de estados y municipios; los presuntos sobornos entregados por personeros de trasnacionales como Walmart y Siemens a funcionarios públicos. Cosas de todos los días. El asunto es que, si deseamos progresar en términos políticos y económicos, debemos interpretar la corrupción como un mal que debe ser erradicado o, por lo menos, acotado. Para ello es preciso ubicarlo en sus justas dimensiones históricas y sociales. JSF
1. Un punto de referencia indispensable
Para tratar un tema con tantas aristas como el que nos hemos propuesto abordar aquí, convengamos que la corrupción es un mal endémico en nuestro país. Un hábito. El manejo discrecional de los recursos públicos y la canalización de esa riqueza hacia caudales privados ahondan sus raíces en la historia de México e incluso en el periodo anterior a nuestra formación como nación independiente, es decir, el colonial.
Como manera de ejercer el poder, hemos adoptado el patrimonialismo implantado por la dinastía de los Habsburgo durante los siglos XVI y XVIII. El patrimonialismo es, en efecto, el telón de fondo del escenario en el cual se desenvuelve la trama de la corrupción en nuestro país. Se trata de la apropiación privada de los cargos públicos. Es una forma de proceder distintiva de los gobiernos premodernos.
En este tipo de sistema cuenta más la lealtad personal que la capacidad profesional. Para progresar en la estructura de poder se debe ser fiel al “capo” y al grupo de pertenencia, no a las instituciones y las leyes. Como apunta Max Weber, el patrimonialismo es característico del orden feudal. Allí, efectivamente, no hay distinción entre los servidores personales del señor y los funcionarios del reino.
En Europa, este tipo de ordenamiento sucumbió ante el avance del Estado moderno. La centralización fue provocando que surgiera un nuevo oficio, el de los funcionarios públicos profesionales. Así, el patrimonialismo fue sustituido por la administración legal-racional.
El primer rasgo de la administración legal-racional es la separación entre el manejo de los recursos públicos y el patrimonio privado. En la burocracia moderna hay una jerarquía rigurosa; la labor se realiza en virtud de un contrato de prestación de servicios y con un sueldo que es la única y exclusiva fuente de ingresos. La fidelidad que se guarda es, pues, a las instituciones y a las leyes.
El paso del sistema patrimonial al sistema legal-racional se registró en el viejo continente entre los siglos XVII y XVIII. Como bien apuntó Alexis de Tocqueville en El antiguo régimen y la revolución, la república es heredera de la centralización política y la profesionalización administrativa llevada a cabo por la monarquía absoluta. Dicho de otro modo: la república ya no tuvo que combatir al feudalismo, esa tarea ya la había realizado el rey. Lo que hizo la república fue aprovechar y poner a su servicio el aparato burocrático construido con anterioridad.
Por consiguiente, cualquier cosa que hoy se quiera hacer en contra de la corrupción tiene que ver con la transformación del sistema patrimonial en un riguroso sistema legal-racional.
2. El patrimonialismo mexicano
Así pues, el problema que enfrenta México en la actualidad en materia de corrupción es que, pese a las sucesivas revoluciones registradas por el país a lo largo de su historia, el patrimonialismo no ha sido erradicado: ni la Independencia, ni la Reforma ni la Revolución lograron poner un freno a la mezcla perniciosa entre asuntos públicos y negocios privados. Es verdad que las constituciones de 1824, 1857 y 1917 plantearon una república federal con la correspondiente división de poderes y un sistema de equilibrio y vigilancia entre ellos, pero la realidad es que el problema del patrimonialismo no ha sido extirpado.
Don Porfirio, por ejemplo, como buen patriarca, combinó la mano dura con el trato afable. Hizo gala del contacto personal, del acercamiento amistoso y de la cooptación para elaborar las redes del poder que caracterizaron su régimen. Esa fue la clave: la lealtad incondicional al hombre fuerte. Quien quiso tener éxito sirvió al presidente. Las grandes fortunas se amasaron al amparo del benefactor; el aceite que lubricó el engranaje político fue la corrupción. Fue un Gobierno de los amigos y para los amigos.
Es innegable que una de las motivaciones de la Revolución mexicana, según lo expresó don Francisco I. Madero en su libro La sucesión presidencial en 1910, fue combatir la corrupción porfiriana.
Y esa lucha tendría que darse en contra de un sistema unipersonal de gobierno para dar paso al gobierno de las leyes. No obstante, el patrimonialismo logró colarse porque la facción triunfante, la carrancista, arrastró consigo ese mal. La manera de proceder del carrancismo fue proverbial en materia de autoritarismo y corrupción, tanto así que en ese tiempo se acuño el verbo carrancear para indicar el cohecho, la componenda o simplemente el robo.
Es cierto que el régimen de la Revolución trajo consigo la rotación en los cargos, solucionando así el vicio porfiriano de que el gobernante se perpetuara en el poder. El régimen de la Revolución también dejó atrás el militarismo y abrió paso al civilismo. Abrió las compuertas para que las masas sociales entraran a la escena pública, cosa que el ancien régime les negó rotundamente. Empero, no solucionó el problema de la corrupción.
Andando el tiempo, se dijo que el régimen de la Revolución había dado lugar a un Estado obeso y corrupto. Por consiguiente, como remedio se prescribió que si se lo adelgazaba, la corrupción iba a ceder; ya no habría recursos públicos que medrar si esos recursos pasaban al “mercado”. Sin embargo, la corrupción siguió e incluso se incrementó.
Años después se afirmó que si el PRI era removido de Los Pinos mediante el voto ciudadano, la corrupción sería sepultada. La democracia sería el gran remedio. Llegó el pan al poder. No obstante, la corrupción se mantuvo. El PAN salió chorreando lodo. Las falsas promesas del neoliberalismo y de la alternancia produjeron un sentimiento de decepción en la ciudadanía.
Convengamos que la corrupción se ha vuelto un lastre para el desarrollo democrático y para el progreso económico de la nación. No podemos postergar la instrumentación de mecanismos y medidas efectivas en contra de este flagelo ancestral.
3. Democracia y corrupción (el rostro simoniaco del poder)
En Corrupción y gobierno, Susan Rose-Ackerman comienza con una afirmación categórica:
Los niveles altos de corrupción limitan las inversiones y el crecimiento y producen ineficiencia gubernamental […]. La corrupción es un fenómeno generalizado en el mundo. Causa ineficiencia e inequidad. No obstante, es posible llevar a cabo reformas para reducir los beneficios materiales reportados por los sobornos. La corrupción no es simplemente un problema económico; se engarza con la política. Las reformas para combatirla seguramente requerirán cambios tanto en las estructuras constitucionales como en las subyacentes relaciones entre el mercado y el Estado […]. El propósito fundamental debe ser, pues, reducir las ganancias que reporta el dar y recibir mordidas, no simplemente remover las manzanas podridas.
Norberto Bobbio, por su parte, señala que la democracia es el gobierno del poder visible: “Con un aparente contrasentido, se puede definir el gobierno democrático como el gobierno del poder público en público”. Esta idea se puede expresar en otros términos: “La democracia es el gobierno del poder político a la vista de todos”. Por eso, una categoría típicamente democrática es la publicidad; arrojar luz sobre aquello que permanece oculto.
Desde este mirador se entiende que el escándalo es aquel hecho que originalmente permanecía en secreto: “¿Qué es lo que constituye un escándalo público? O dicho de otra manera, ¿qué es lo que suscita escándalo en el público? ¿Cuál es el momento en el que nace el escándalo? El momento en el que nace el escándalo es el momento en el que es hecho público un acto o una serie de actos que hasta entonces habían sido mantenidos en secreto o escondidos, en cuanto no podían ser hechos del dominio público porque, se fuesen hechos del conocimiento público, ese hecho o cadena de hechos no podrían haber sido efectuados”.
Toca, pues, a la democracia desenmascarar al poder oculto. Tal es el reto al que se enfrenta. Y, por lo visto, no es una tarea fácil porque el contrapoder de los grupos enquistados en el Gobierno cuenta con herramientas de peso, como son los intereses creados.
Al respecto, podemos citar a Silvano Belligni:
Con toda evidencia, ha ganado terreno respecto del pasado la idea de que vivimos en un ambiente político cada vez más malsano, cínico y desvergonzado; de que las relaciones entre el Estado y la sociedad estén sometidas a una degeneración creciente y acaso irrefrenable; de que hoy más que nunca la actividad gubernamental obedece por todos lados, en todas sus manifestaciones y en todos sus niveles, a lógicas particularistas, mercantiles, fraudulentas, y que el fenómeno de la corrupción representa un aspecto no sólo inevitable sino incluso orgánicamente esencial.
Lógico: la democracia ha sido parasitada por la corrupción. La ha puesto, incluso, al borde de degenerar en una cleptocracia.
4. El combate contra la corrupción en México
La Comisión Nacional Anticorrupción es una propuesta del nuevo Gobierno de Enrique Peña Nieto. Fue presentada, para su procesamiento legislativo, por el grupo parlamentario del pri en la Cámara de Senadores. En la exposición de motivos se señala que la corrupción es uno de los grandes retos que enfrenta el sistema político democrático. Mientras más corrupción, menos niveles de crecimiento. Con la corrupción aumenta la desigual distribución del ingreso, se perpetúa la ineficiencia de la burocracia y se generan formas parasitarias de intermediación.
Esta iniciativa reconoce que en los últimos años, lejos de aminorar, la corrupción se ha extendido. Para fundamentar este aserto, el documento de los senadores priistas recurre al Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) elaborado anualmente por Transparencia Internacional. En ese índice, México se ubica en el lugar número 100 entre 183 países analizados, con una calificación de 3 en una escala del 0 al 10, en la que 0 es la mayor percepción de corrupción y 10 la menor. Se trata de la peor calificación en 10 años. En 2001 nuestro país ocupaba el lugar 51, con una calificación de 3.7.
En la iniciativa de los legisladores priistas se hace mención de otro indicador, el Barómetro Global sobre la Corrupción 2010/2011, elaborado también por Transparencia Internacional. Según este índice, 76% de los mexicanos cree que en los últimos tres años la corrupción en nuestro país ha aumentado, 18% dice que es igual y solo 7% cree que ha disminuido.
De acuerdo con estimaciones del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP), la corrupción cuesta alrededor de 1.5 billones de pesos al año, esto es, la décima parte de lo que produce el país.
El Latinobarómetro 2011 indica que más de dos terceras partes de los mexicanos consideran que el progreso en el combate contra la corrupción es poco o nulo.
Y no es que no hayan existido iniciativas para combatir la corrupción. En 1982, por ejemplo, el presidente Miguel de la Madrid introdujo una línea de acción que nombró “la renovación moral”; ese mismo año se creó la Secretaría de la Contraloría de la Federación; en 1998, en el ámbito del Poder Legislativo, se fundó la Auditoría Superior de la Federación (ASF) en sustitución de la Contaduría Mayor de Hacienda; en 2000 se echó a andar la Comisión Intersecretarial para la Transparencia y el Combate a la Corrupción en la Administración Pública Federal; dos años después la Secodam se convierte en la Secretaría de la Función Pública; ese mismo año entró en vigor la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos; también en 2002 (agrego yo) se creó el Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI); en 2004 se estableció la Fiscalía Especial para el Combate a la Corrupción en el Servicio Público Federal de la PGR. Una de las medidas más recientes ha sido la promulgación de la Ley Federal Anticorrupción en Contrataciones Públicas.
De acuerdo con los senadores del tricolor, las medidas anticorrupción que se han implantado en México han tenido dos limitaciones centrales: (1) no se ha involucrado a la sociedad civil; (2) el sistema de sanciones ha sido presa de un conflicto de intereses: los órganos encargados de imponer dichas sanciones no han gozado de autonomía respecto de los sujetos fiscalizados.
Hoy, según se señala en el documento en cuestión, se trata de involucrar a la sociedad civil en el combate a la corrupción para transparentar ante la ciudadanía el uso de los recursos públicos. De igual manera, es preciso que el sistema de investigación y sanciones por actos de corrupción se encuentre fuera del ámbito del Gobierno Federal para evitar el conflicto de intereses.
La Comisión Nacional Anticorrupción sustituirá a la Secretaría de la Función Pública. Lo que debemos tener claro es que esa Comisión, por sí sola, no hará que desaparezca la corrupción en México. Como hemos visto aquí, son muchos los factores que inciden en este fenómeno. Lo que en todo caso puede indicar su puesta en marcha es un cambio de ruta respecto de las líneas con base en las cuales se quiso combatir la corrupción anteriormente. Acaso sea el primer paso en el sentido correcto. Propiciar el paso del patrimonialismo al sistema legal-racional; de un gobierno de hombres a un gobierno de leyes. Siguiendo la línea de las políticas públicas más recientes, la cuestión está en involucrar en el funcionamiento de la Comisión Nacional Anticorrupción a la sociedad civil. Esto puede tener un benéfico efecto multiplicador.
1 Max Weber, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1977, pp.184-193; Ídem, El político y el científico, Alianza Editorial, Madrid, 1969, pp. 89-91
2 Francisco I. Madero, La sucesión presidencial en 1910, Editorial Offset, México, 1985. “Plan de San Luis”, contenido como anexo al libro de Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución mexicana, Era, México, 1973, p. 429.
3 Susan Rose-Ackerman, Corruption and Government, New York, Cambridge University Press, 1999, p. i.
4 Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia, Turín, Einaudi, 1991, p. 86.
5 Ibídem, p. 93
6 Silvano Belligni, Il volto simoniaco del potere (Scritti su democrazia e mercati di autorità), Turín, Giappichelli, 1998, p. 24.
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JOSÉ FERNÁNDEZ SANTILLÁN es doctor en filosofía política por la Universidad de Turín y en ciencias políticas por la UNAM. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, es profesor e investigador en el ITESM. Su más reciente libro es Política, gobierno y sociedad civil (Fontamara, México, 2011).