I
De cuando en cuando se escucha una afirmación de lo más pedante: “las personas ignorantes hablan sobre otras personas; las personas cultas hablan sobre ideas”. Aparentemente, la intención es enaltecer la discusión intelectual por encima del vulgar chismorreo. Si es así, tiene un fondo de verdad: el parloteo incesante sobre los hábitos, vestimenta y desventuras de quienes nos rodean suele ser practicado por personas frívolas, carentes de conocimientos interesantes y, con mucha frecuencia, envidiosas y malintencionadas. La costumbre adquiere tintes francamente deleznables cuando las personas a que se alude ni siquiera son conocidas de quienes conversan, sino personajes de las decadentes realezas europeas, políticos o, peor aún, estrellitas de la televisión cuyas vidas deberían mover a asco o compasión, en lugar de a admiración. Por el contrario, el debate de ideas suele ser estimulante: nos obliga a recorrer velozmente una serie de pensamientos acumulados en nuestra memoria sobre el tema en cuestión, sintetizarlos y expresar, de la manera más articulada que podamos, lo que creemos sobre el mismo. Luego es nuestro turno de escuchar y aprehender lo que nuestro interlocutor piensa sobre el asunto, para después buscar la respuesta que en ese momento percibamos como adecuada: una refutación, un acuerdo o, mejor aún, un nuevo pensamiento que incorpore elementos de lo que ambos dialogantes —si tienen cierto conocimiento sobre el tema— han aportado a la plática. Una buena conversación sobre ideas pone en movimiento el proceso dialéctico que hizo famoso (aunque no inventó) Hegel: tesis, antítesis, síntesis.
Desgraciadamente, la afirmación con que comienza este texto es falaz, pues la calidad de la conversación depende mucho menos del tema que se aborde que del ingenio, lenguaje y, sí, de la cultura de quienes conversan. Dos personas interesantes que hablan sobre sus conocidos, sobre todo si estos son también interesantes, pueden hilvanar relatos que causen fascinación y que a su vez arrojen luz sobre ciertas ideas o formas de enfrentar la vida, mientras que dos tontos que hablen sobre ideas pueden tejer una maraña absurda de lugares comunes, a partir de conceptos equivocados, que provoquen a quienes los escuchan un tedio infinito o incluso ganas de interrumpirlos y ponerlos en su lugar. Para comprobar lo anterior, basta con entrar en un café, extender ante uno una revista que se finge leer y escuchar lo que dicen los vecinos de mesa. Una plática sobre la situación en que se encuentra un conocido mutuo puede revelar aspectos insospechados sobre la vida de la gente y sobre la naturaleza humana, mientras que la charla descoyuntada de dos tarados sobre, digamos, el aborto o la reforma fiscal, puede inspirar deseos agresivos o un profundo malestar sobre el estado de la cultura en la comunidad del que escucha.
II
Habiendo dicho lo anterior, es necesario reconocer que ninguna conversación sobre ideas puede provocar una mirada y una sonrisa como las que muestra la mujer de la derecha en la fotografía: los ojos entrecerrados y la sonrisa pícara nos indican, sin lugar a dudas, que acaba de escuchar un comentario sorprendente y divertido sobre la vida de alguien conocido, quizá la comadre ausente de la reunión por alguna desventura sobre la que es irresistible hacer mofa, la última ocurrencia del chistoso del pueblo, el desliz de alguna joven u otro chisme relevante que será transmitido, sin duda, en el siguiente encuentro de la receptora de la historia. La mirada abstraída de la mujer, la sonrisa y sobre todo el rostro apoyado sobre la palma de la mano indican a las claras que no es posible creer lo que se ha escuchado, que qué barbaridad, que ya me lo imaginaba, y en su fuero interno la señora ya está pensando en lo que van a decir los subsiguientes escuchas cuando sepan la nueva. El chisme recibido genera desde ya el disfrute anticipado de las reacciones de los demás en cuanto se enteren. Este goce compartido es más vivo en la conversación cara a cara que en cualquier “chat” o intercambio de mensajitos por celular, es un toma y daca de información y de emociones en verdadero “tiempo real” que alimenta la convivencia y estimula la amistad.
III
Esta foto, que participó en el 4° Salón Internacional de Fotografía de Tailandia en 1969, forma parte de una larga serie que fue recopilando mi abuelo, José de Jesús Gil Alonso, durante las décadas de 1930 y 1940 por las sierras y pueblos de Jalisco y Michoacán, frecuentemente durante sus expediciones de cacería. Odontólogo tapatío que se afincó en Torreón a principios de los años cuarenta, fue un fotógrafo aficionado que recibió numerosos premios en concursos nacionales e internacionales, muchos de ellos en Japón, Hong Kong, Singapur y Tailandia. Su obra es un testimonio muy valioso de los tipos humanos que poblaban los paisajes del centro, occidente y norte de México, y que se siguió acumulando mientras pudo viajar, hasta mediados de la década de 1970. En este caso, la lente captó de manera espontánea la charla de dos ancianas en algún rincón del occidente mexicano, y ha perpetuado para nosotros un momento chispeante, de una alegría probablemente maliciosa, que nos recuerda la importancia de conversar en vivo con nuestros amigos. ~
José de Jesús Gil Alonso,
Murmuración, ca. 1935.
——————————
GUILLERMO MÁYNEZ GIL (Torreón, 1969) es maestro en Estudios Internacionales por la Universidad Johns Hopkins. Su carrera profesional ha transcurrido por el gobierno federal, el sector privado y la consultoría. Ha publicado en El Economista y Nexos.