José Antonio Pastor Cruz, La Diosa Blanca, 2011. Flickr/Kynamuia.
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Antonio Santiago, La Diosa Blanca
I
La Diosa Blanca está presente en la embriaguez que convoca a los hombres a nadar en su elemento como si fueran pequeños peces hijos de una misma madre. Cuando el vino corre y la elocuencia es convocada, allí está ella para cantar sus himnos entre los fieles prestos a seguirla cada noche, incapaces de asirla idealizada como está: virgen, pura, saltando de un amor a otro, desplazada y perdida.
Si damos crédito a la tradición, las últimas palabras de Dylan Thomas —“he bebido dieciocho vasos de whisky, creo que es todo un récord”— fueron un homenaje a la Diosa. La relación entre poesía y embriaguez no solo es evidente: en ocasiones ha sido defendida como umbral: “si las puertas de la percepción se purificaran, todo se le aparecería al hombre como es, infinito”, dijo Byron.
Pero otros muchos pudieron escucharla sobrios, como el argentino cuando dijo “No escribo yo, sino Borges”. Y aunque en esencia tuvo razón, para hablar con justicia tampoco escribía Borges sino la Diosa Blanca: el verdadero artista es fiel a las palabras que le son dictadas. Cuando la embriaguez se recibe directamente de la Diosa, estamos ante un elegido.
A decir de Robert Graves, no existe poeta auténtico, desde Homero, que no haya registrado su experiencia: “Se podría decir que la prueba de la visión de un poeta es la exactitud de su visión de la Diosa Blanca y de la isla en que gobierna”. Caprichosa, no brinda sus favores a cualquiera. Debes estar preparado para recibirla y su don es el poético. Muchos matarían por escucharla: del susurro de sus labios depende la gloria del artista.
Nuestros tiempos han olvidado la poesía. Hombres y mujeres solo intuyen el lenguaje de la Diosa Blanca cuando en sueños nos habla con su canto de sirena ondulando susurros a lo largo del día: las cosas andan mal en nuestro mundo.
II
Anterior a Zeus, la Diosa Blanca regía en las sociedades agricultoras matrilineales del mundo antiguo comunicadas a través de la luna, la tierra, la fertilidad, el tiempo —marcado por las fases del disco lunar—, la sexualidad, los misterios de la embriaguez sagrada, atributos todos de una Diosa abandonada más tarde cuando pueblos cazadores conquistaron el mediterráneo e impusieron deidades masculinas. No solamente el nombre y la herencia se apartaron de la vía femenina: el orden básico fue subvertido y razón y locura cambiaron de sitio. El mito de Babel da cuenta de aquella confusión de los lenguajes del mundo.
Originalmente, el espíritu santo era una deidad femenina (sonaba tan lógico como decir Urano y Gea, Zeus y Hera, Dios y el Espíritu santo). Religión y embriaguez nacieron juntas y en tiempos antiguos, a la Diosa todo el mundo podía contemplarla cara a cara al menos una vez en su vida mediante el rito de la iniciación. Pero el cristianismo y otras religiones patriarcales la apremiaron a deidad menor y del vino no dejaron sino un reducto demasiado simbólico para inspirar a nadie. Aún así, el poético no fue olvidado del todo y fue transmitido por colegios de bardos y cantores de mitos más tarde perseguidos por un cristianismo que veía en la adoración de una deidad femenina la subversión posible de sus bases.
Nuestro mundo de razón ha olvidado la poesía. Divorciadas religión y embriaguez, no conocemos a Dios en los templos. Hablamos con la deidad en las cantinas. Se le adora en la basílica, se la conoce en la embriaguez. La Diosa Blanca, la evasiva y adorada sirena bruja vive en la añoranza del enamorado que alza su copa. Habita en el choque de dos hombres por una mujer o en el dolor de una traición. Es la Diosa quien legisla las leyes del querer. Despierta el don de hablar en lenguas y conversar con extraños. Toma un trago en la mesa y deja a los hombres declamando palabras susurradas. El que tenga sed, que beba.
Todos venimos de la tierra y de la luna. Somos hijos del cosmos, podríamos susurrar el lenguaje de los árboles. Pero el mundo castiga a sus mujeres. Reprimida, idealizada, la Diosa Blanca no puede presentarse sino en su aspecto más fiero. La bruja hechiza al hombre obligándolo a seguirla cada noche. En La obediencia nocturna, la búsqueda de una Beatriz siempre evasiva y la embriaguez subrayada cada página estremecen como una maldición. Muchos mueren por aislarla asiéndola como lo hizo Geoffrey Firmin quien la tuvo a un lado y aún así no pudo verla. El destino de Esteban Espósito entretejido en igual espera con el de Dylan Thomas en cuerpo y alma consagrado a la Diosa. ¿Hay otro modo de amarla?
Si ella no te elige —si no has podido escucharla— puedes ir y buscarla sumergiéndote en su propia esencia: la embriaguez. Ve y persíguela. Allan Poe, Baudelaire, Malcom Lowry, Dylan Tomas, Truman Capote, entre otros muchos, no quisieron perderse el paso blanco de la musa y corrieron tras ella. Sabían el precio a pagar.
Es en la embriaguez donde nos encontramos. Liberados del orden y rayanos con la insania, podemos mirar a la Diosa y escuchar sus ámbitos de blancura, resplandor y dicha. Todos somos uno y tus palabras, no sé si las dije yo o las dijo ella. No importa que las personas se nos aparezcan con voces de otro mundo para luego dejar su lugar a quienes delante nuestro hablan en lenguas y afirman verdades tan ininteligibles como ciertas. No importa si somos unos locos pues la locura señala el camino a nuestra amada, a Beatriz, a Eva, a Lilith, a nuestra Diosa Blanca. ~
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ANTONIO SANTIAGO JUÁREZ (Ciudad de México, 1973) es licenciado en Derecho por la UNAM y maestro en Políticas Públicas Comparadas por la Flacso. Es miembro fundador de la Escuela Mexicana de Escritores.