Los detractores de Aaron Swartz han argumentado que robar es robar, tanto si se le quita al pobre como si se privatizan nuestros impuestos o si se arrebata lo suyo a los ricos para distribuirlo entre los más necesitados a la manera de Robin Hood. Desde este punto de vista que no acepta más que blancos o negros, el joven de 26 años que se quitó la vida hace unas semanas sería un simple ladrón y un corruptor de la red. Sin embargo, tan pronto nos alejamos de esta visión silvestre de la norma, se hace evidente que la única manera de analizar con seriedad los hechos por los que Swartz enfrentó una pena de hasta 30 años de cárcel y una multa de más de un millón de dólares, es mediante la óptica de la desobediencia civil.
¿Quién era Aaron Swartz? Con todo y su juventud, había ayudado a pensar un internet más justo en su relación con las sociedades del conocimiento. De allí sus contribuciones tanto a Creative Commons, una serie de instrumentos jurídicos que permiten usar y compartir tanto la creatividad como el conocimiento de forma gratuita, como al Really Simple Syndication (RSS), sistema para compartir contenido en la web y difundir información actualizada a usuarios que se han suscrito a una fuente de contenidos. ¿Cuál fue su acto de desobediencia? Hackear JSTOR, sitio ligado al Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), y descargar casi cinco millones de artículos científicos, reseñas y publicaciones protegidas por el copyright. Su intención de compartirlos no llegó a concretarse y el MIT, al no sufrir daño económico, desistió de la denuncia. Sin embargo, la fiscal Carmen Ortiz tenía una idea muy distinta y se tomó muy en serio su papel contra Swartz, quien se suicidó antes de enfrentar un proceso largo y costoso. En definitiva, Carmen Ortiz es una de las brujas de esta historia.
Los activistas de la red tienen razón: el conocimiento del que deberíamos participar todos los seres humanos se encuentra cada vez más sujeto a la lógica del capital. Así, a la brecha tecnológica -solamente 11% de la población mundial se encuentra conectada, mientras que 90% de este porcentaje vive en el primer mundo-, se adiciona la brecha cognitiva: hay cada vez más personas imposibilitadas para hacer un uso adecuado de los conocimientos. Las sucesivas crisis financieras han dejado a la educación superior en manos privadas en casi todo el mundo, y si en algún momento se pensó que la red contribuiría a cerrar las brechas entre ricos y pobres (que tienden a aumentar no sólo en países del tercer mundo sino incluso en Estados Unidos y en Europa) ahora es evidente que vamos en el sentido contrario y que corremos el riesgo de que las redes se vean catalogadas de acuerdo a la calidad de la información que en ellas circula, dejando en manos de unos pocos el disfrute de la información altamente cualificada. Y si a tales ingredientes agregamos las amenazas de las leyes SOPA y criminalizantes conexas, tenemos un caldo muy peligroso.
¿Qué papel juega JSTOR en este contexto? Hace unas semanas estaba yo escribiendo un texto sobre Ezra Pound y me interesaba consultar un artículo de Herbert Bergman en el que aparece el ensayo no publicado por Pound “What I Feel About Walt Whitman”. Justamente lo encontré en JSTOR, pero como el costo de 15 dólares por la descarga de un artículo de 1955 me pareció privativo y absurdo, desistí de mi propósito. En la página principal de JSTOR puede leerse una declaración respecto de la muerte de Swartz: “Hemos sido consultados sobre este triste acontecimiento, dadas las acusaciones contra Aarón y el juicio programado para abril. Habíamos lamentado vernos arrastrados desde el principio en este suceso, ya que la misión de JSTOR es fomentar un acceso generalizado a los conocimientos académicos de la red mundial. Al mismo tiempo, como uno de los archivos más grandes de la literatura científica en el mundo, debemos ser cuidadosos administradores de la información confiada a nosotros por los propietarios y creadores de ese contenido”.
A pesar de que tanto JSTOR como el MIT tienen como misión compartir conocimiento (el Open Course Ware es un esfuerzo extraordinariamente loable), se encuentran inmersos en un sistema de restricciones legales en el que la gratuidad de la información no está en sus manos. Parece, no obstante, que su actuación distó de ser la más correcta pues el Presidente del MIT abrió una investigación interna con el objeto de esclarecer el papel jugado en un suicidio que muchos han visto como el resultado de una justicia criminal desbordada y enferma. ¿Por qué el MIT no se pronunció contra los cargos desproporcionados que el gobierno levantó al joven?
Los verdaderos culpables, no obstante, son quienes han pugnado por endurecer las leyes de propiedad intelectual y criminalizar el libre intercambio de información, es decir, los corporativos responsables de desfigurar las leyes de autor. Tal como nos lo cuenta Antonio Córdoba, “la primera ley estadounidense de propiedad intelectual limitaba el periodo de aplicación del copyright a 14 años. Por una parte se le daba un incentivo a los creadores, asegurándoles un cierto tiempo de explotación comercial exclusiva y controlada de su trabajo; por otra, la sociedad podía beneficiarse en un plazo breve de las reelaboraciones de este trabajo”. No fue sino recientemente que el plazo se extendió a 70 años, tras la muerte del autor y a 95 años si se trata de una obra perteneciente a una corporación. “Las leyes de propiedad intelectual sirven hoy día, según muchos, para defender los intereses de las multinacionales y no de los propios autores”.
La justicia en Estados Unidos se encuentra hipertrofiada y a la manera del agente Smith de Matrix, parece incapaz de pensar con matices. Sólo así puede entenderse que el 1% de su población esté sufriendo un procedimiento criminal. Pero Aaron Swartz no era un delincuente común. Optó por la desobediencia como derecho elemental que en toda democracia debiera sernos reconocido, eligió desobedecer a la manera defendida por juristas como Ronald Dworkin: “frente a criterios de utilidad pública, es necesaria una teoría política basada en derechos anteriores a toda ley, a salvo del intercambio y cálculo de intereses sociales. Los gobiernos respetuosos de los derechos deben prescindir de la aseveración de que los ciudadanos jamás tienen derecho a infringir sus leyes: desobedecer la norma vulneradora de nuestro derecho es hacer patente que somos sus titulares”.
Muchas gracias!
Estoy de acuerdo con lo que escribes, es muy bueno tu artículo.