Ardía Roma. Las llamas se ocupaban de cada uno de sus rincones. Pasaban así las noches, atardeceres fríos, los vientos. Todo se perdía. Los cuerpos de hijos y madres, de nietos y perros sucumbían ante el fuego. Rondaba el silencio (si acaso, un crujir de las maderas y los pastos) y la batalla contra el calor se antojaba inminentemente perdida. En alguna cumbre, Nerón miraba la capital de su gobierno mientras tocaba una lira. Era un loco. Un despreciable; era un salvaje.
Sobrevive del Gran Incendio esta leyenda imperial. Es muy extraño que del siniestro no hayan trascendido anécdotas de libertinajes distintos, como de orgías interminables, alcoholismos súbitos y motines veloces y violentos. Es muy extraño que, ante la tragedia, el lado más oscuro del hombre se haya mantenido quieto, distante y guardado en el inconsciente, protegiendo por vía de la razón la supervivencia de la especie. Quizá nadie creyó que Roma, en verdad, fuera a destruirse entera.
Alguna lógica podría asumir que la pérdida de todo lo sagrado para un individuo se vea acompañada de la pérdida misma de su armado moral. La destrucción de una casa, de los hijos y los nietos y los perros, como condición ideal para extrapolar de ahí toda la violencia interna. El desorden como única herramienta del desarme personal.
Sin embargo, creo en nuestras reservas éticas y morales. Creo que a las condiciones ideales para el caos solamente responden los deseosos de la sangre y lo vacío, órganos inconsecuentes de todo nuestro cuerpo humano. Porque algo nos hace detenernos, evitar lo destruido, evadir la destrucción; si acaso, la máxima de las locuras pudiera ser estar ahí, a lo alto, mirando lo muerto como una poesía que merece las canciones de una lira en la mano.
No es raro que Roma esté ardiendo en todo momento.