Si bien la figura del mito aparece en los horizontes del hombre para tratar de explicar, con la belleza y la ingenuidad de la magia, algunos fenómenos naturales, las grandes civilizaciones de la historia, las que realmente gestaron a las sociedades sedentarias, tuvieron Mitos Fundacionales relacionados a la idea del cuerpo. Concepciones muy firmes, pues, en torno a nuestra existencia física e inmaterial, que iban a funcionar a la postre como los sedimentos fundamentales de un pensar cultural u otro.
Así aparecen en el mapa la redención cristiana y el cuerpo inerte del budismo, la ezquisofrenia mitológica griega y la violencia espiritual del México prehispánico, la severidad espartana y la dureza del ascetismo musulmán. Las definiciones y los límites de lo palpable y lo inmaterial (en donde caben juntos, a menor o a mayor grado, los hervideros tanto de las emociones como del pensamiento racional) son las definiciones y los límites de nuestra cultura, de nuestra imaginación y relación con el mundo, y los hemos acatado así, gustosa o inconscientemente, a lo largo de nuestra vida.
El Occidente contemporáneo, en este contexto, es un caso singular e indudablemente complicado; su proceso de secularización religiosa (es decir, su proceso de lucha e independización de una concepción rígida y ya determinada del cuerpo) ha rebasado ya los límites de lo “religioso” para convertirse en un proceso de independización de cualquier estructura institucional (es decir: la democracia liberal podría estar dotando al individuo de formar sus propias concepciones, personalísimas, del cuerpo y sus límites, más allá de lo “religioso”, el “Estado” o la “Corporación”). Esto se ha hecho, en términos de tiempo, a una velocidad inusitada en los anales de la historia por su carácter exponencial.
Somos, pues, cada vez más capaces de adueñarnos de nuestra propias definiciones del cuerpo, de decidir su diseño moral (implícito en todo lo dicho está el hecho de que el cuerpo es también vehículo moral) y de sentirnos libres del yugo tiránico de la religión (“¡todos ya, a coger!”), del Estado (“¡derechos igualitarios para todos!”) o de la Corporación (un mucho más reciente: “¡yo estoy orgulloso del cuerpo que tengo, más allá de la publicidad!”).
Sin embargo, esto nos ha llevado a una suerte de limbo relacional que, como todo limbo, merece ser retratado en nuestra mente sin dar una sola respuesta (esas vendrán solas, por accidente). Para esto acudiré a la anécdota y a la situación personal.
Seré muy breve y específico con los datos duros: si bien tuve un leve dejo de panza durante años, que no se quitaba ni con el ejercicio (ahora me he enterado de que aquello quizá responda a ciertos antecedentes familiares que me hacen paciente del hermosísimamente llamado Síndrome X), mi principal irresponsabilidad en cuanto a la lógica de mi cuerpo era el consumo del tabaco.
Llegué a fumar, en mi momento más delicado, cuarenta cigarros al día, que, restando las horas de sueño y lo que uno tarda en fumar un cigarrillo y prender otro, implica el consumo de un nuevo enrollado enfisémico cada… diez minutos. Fumé, además, durante 13 años, la mitad de mi vida, y nunca fumé poco. Calculo el promedio de consumo durante estos años como de 17 cigarros al día. Desde niño. Una totalidad.
El asunto es que hace unos meses, cuatro para ser exactos, dejé el tabaco de golpe. Asumí que tomaba una decisión así o moriría relativamente joven a causa de mi adicción, y no había en realidad muchas opciones. Fue extraordinariamente difícil, lo ha sido, pero el paso está dado y me siento irreconociblemente libre del vicio. De un día para otro dejé de fumar cuarenta cigarrillos al día. Aplausos.
Lo que no calculé, porque existe el rumor y simple y llanamente lo ignoré, es que el cuerpo de algunos reacciona así y dejar de fumar engorda. Uno come para saciar la ansiedad, sin duda, pero también el ritmo cardiaco disminuye a niveles normales y, con esa desaceleración, sucede una subsecuente del ritmo metabólico. El asunto es que he subido 20 kilos en 4 ó 5 meses. Pasé de tener una pancita graciosa a ser un tipo obeso.
Más allá de los pasos que he empezado a tomar para bajar el súbito peso, me ha resultado extraordinariamente cómico, incómodo, deprimente, doloroso y divertido ser un nuevo gordo. Para empezar, me siento como ocupando un disfraz, una botarga, todos los días. No quepo en lugares donde cabía, incorporarme es un gesto patético y las formas de mi cuerpo pasaron a crear siluetas imposibles.
Pero lo que más me llama la atención es cómo ahora vivo impactado de forma permanente por nuestra cultura, por nuestro limbo en relación al cuerpo. Si esta fuera la Grecia guerrera sería castigado por mi obesidad contranatura, señalado como un irresponsable y rebajado a un bufón. En la España de Rubens, en cambio, podría yo ser un villano bonachón, cuya panza indica cierta opulencia y sabiduría, y cuya fealdad o belleza importa poco frente a la de una heróica damisela.
Sin embargo, en la actualidad soy víctima y beneficiario de todas las anteriores. La gente reconoce mi gordura al saludarme, con el tacto (y la inteligencia) de un decerebrado; en mis recientes aventuras en el gimnasio reina un aura de condescendencia que me hace reír horrores – los encargados del lugar me cargan casi de un aparato a otro, como si fuera yo un incapacitado. También existe una disminución importante en la confianza y el recuerdo permanente de que mi corazón está en riesgo; si uno analiza cada una de estas actitudes como productos de una concepción cultural del cuerpo, puede darse cuenta de que no hay congruencia alguna.
Y ante esa falta de protección social en cuanto al cuerpo uno no puede más que sentirse tentado a protegerse con la bandera de la individualidad: “Nosotros, los gordos, TENEMOS DERECHOS”. Porque es muy incómodo saber que uno está mal, que uno es un irresponsable por haberse dejado crecer así, porque duele. Pero también resulta extraordinariamente injusto sentirse imposible frente a los demás por el simple hecho de tener una docena de kilos de más.
Es decir: en este cuerpo cultural, en donde todo Bartolomé es un Estado de Derechos, con exigencias y obligaciones, uno quisiera librarse de toda especulación moral en cuanto a su figura. Esto se antoja y resulta invariablemente cómodo y liberador: “Nosotros, los gordos, TENEMOS DERECHOS”.
Pero hay algo ahí que no cuadra. No sé si yo sea un conservador profundo de fondo, esté hablando sesgado por mi condición personal o sea un iluminado, pero creo que sí existen condicionantes morales del cuerpo, y uno de los grandes problemas de la actualidad es que no hemos logrado reconocer que los límites son deseables. Es decir, hay un desfase entre lo que ha reconocido nuestro intelecto como posible (que todo cuerpo es culturalmente aceptable) y lo que nuestro propio cuerpo exige al agregado social (“engordar está mal”) de formas casi biológicas.
La libertad soberana es una utopía hasta el momento aparentemente alcanzable. El problema fundamental es que nuestro propio cuerpo no puede lograr consumarla; en mi caso, debo bajar de peso para la supervivencia. Así de sencillo.