Pablo O’Higgins nació en Salt Lake City, Utah, en 1904. A los diez años ofreció su primer recital de piano pero abandonó sus estudios musicales para dedicarse de lleno a las artes plásticas. Una década más tarde, Diego Rivera lo invitó a la Ciudad de México y muy pronto se integró al equipo de pintores que trabajó con él en los murales de la Secretaría de Educación Pública.
Así inició el amor de Pablo por este país del que nunca más se fue. “Apenas crucé la frontera sentí el ambiente de la vida de México, tan distinto al de Estados Unidos, que me causó un impacto muy fuerte. Incluso las cosas que veía en la estación, desde la ventanilla del tren, me impresionaban. La primera imagen fue la de unos soldados sentados a lo largo de la vía y unas mujeres que calentaban frijoles o caldo en unas ollas. Sus ademanes lentos, pausados, el rebozo, las faldas amponas, el pelo negro, la forma de caminar. Todo me pareció muy hermoso. Como que todo el olor de México entraba por la ventanilla”.
Pablo tenía una mirada privilegiada que no solo le permitía trazar con rapidez y precisión deslumbrantes, sino que lograba captar la esencia de la gente, de la naturaleza, iba más allá de lo que la luz nos deja ver y se internaba en el alma de las cosas. Por eso sus retratos son tan poderosos, por eso al ver sus paisajes sentimos que estamos allí.
Al fundar el Taller de Gráfica Popular junto con Leopoldo Méndez, Fermín y Silvestre Revueltas, Juan de la Cabada, Juan Mancisidor y Siqueiros, entre otros, declaró: “Estamos conscientes de que no solo somos maestros del color y de la línea, sino también educadores políticos”. Pero también comprendió que la verdadera solidaridad se profesa entre individuos y va más allá de ideas políticas y manifiestos. Su compromiso ideológico se convirtió en un compromiso vital con todo el pueblo de México. Su obra completa está inspirada y dedicada a esta tierra y a su gente. Sus lienzos, grabados y murales fueron campo fértil donde sembró semillas de fraternidad y solidaridad. La fuerza y el colorido de sus trazos reflejan su personalidad firme y congruente.
Quizá nadie lo conoció mejor que María, su mujer, y ella está consciente del incalculable valor de la obra que con amorosa dedicación ha preservado a lo largo de estos años, desde su fallecimiento en 1983, con ayuda de Verónica Arenas y Maricela Pérez, investigadoras del Cenidiap. Su trabajo es asombroso: al momento de entrar a su estudio da la sensación de que Pablo acaba de abandonarlo, de que volverá de un momento a otro.
Muchas gracias a Elvira García por su amable intervención y nuestro agradecimiento más sentido a María por la oportunidad de publicar estas imágenes que pertenecen al “Acervo Plástico y Documental María y Pablo O’Higgins. Colección Fotográfica”.