Paloma Goñi, periodista del Hufftington Post, decidió dejarse de depilar por siete meses para demostrarnos alguna cosa. Lo hizo, además, con fotografías que ilustraban piernas como las de un hombre oficinista y axilas como de adolescente. Acompañó su experiencia y a las imágenes con un texto, que no decía mucho más que el siguiente enunciado: «¿Quién dijo que tenía que razurarme los pelos?»
Disfruto mucho esas cosas del feminismo añejo y redentor. Ese que asume que un acto aparentemente valeroso va a desquebrajar por su heroísmo toda convención absurda, todo sistema injusto, todo trato de discriminación. Disfruto, porque me hace risa, todo acto que se regocija en su egoísmo con la bandera de lo social y que no genera más que escándalo y algunas risas, solo para después quedar olvidado en la basura de la blogósfera y en la imaginación indignada de algún adolescente altamente sexuado.
La mujer peluda que algo quiso decir.
¿Qué algo? ¿Qué espera? ¿Que digamos algo así como: «claro, Paloma, vamos a olvidar 200 años de convenciones sociales por tu valentísimo post y no nos vamos a retorcer del asco»? ¿»Gracias por liberarnos con las armas retóricas de un discurso que ha sido amasado durante al menos cuarenta años»? ¿O quiere que reconozcamos como convenciones sociales cosas que, evidentemente, todo el mundo, desde hace más de cuarenta años, reconoce como tales?
¿Y qué si son convenciones sociales? ¿Entonces están mal? ¿Están mal porque reprimen algo así como al espíritu esencial del hombre? («SER HUMANO», por favor). ¿Porque nos dibujan como seres sociales, productos y partes de un agregado multitudinario e institucional? ¿Y eso es malo? ¿No podemos entender que el mundo institucional (es decir, social) genera una red interesantísima y complejísima de claroscuros?
Porque razurarse las piernas y las axilas reprime a una mujer, de alguna manera. Cierto. Pero también la dota de un perfil físico un tanto más atractivo que puede llevarla a tener una relación feliz y llena de reflexiones, por ejemplo. Es decir, la construcción social, como toda construcción, limita sin duda pero… también construye.
Por lo anterior, nunca he tenido más que sospecha por todos aquellos que parecen querer revolucionar las formas «del sistema», del «constructo» (y los he escuchado utilizar semejante terminajo), sin hacer evidente su reflexión en torno al mismo.
Paloma Goñi no está haciendo otra cosa más allá de cosificarse en un medio para que el público la vea como el objeto morboso de una emancipación aparente. Es exactamente lo mismo que Hugh Hefner ha defendido durante toda su vida con respecto a su carrera, esa de desnudar a hermosuras socialmente aceptadas para el placer de todos los hombres que con ellas nos excitamos.
Hay una diferencia: el uno es un cínico. La otra, una ilusa.