La fecha asedia mis noches: 1906. No sé cuándo vi El jardín2 de Rivera por primera vez, sé que era niña y que me lo enseñó mi madre, a quien debo mi afición por la pintura. Me impresionó porque mostraba una imagen familiar, pero me era familiar no porque conociera el lugar sino porque evidenciaba lo irrevocable de un hecho cuando irrumpe en su contundencia: ese momento privilegiado de lo vivido que se resguarda en la memoria.
El cuadro encierra una serenidad propia de quien está contemplando algo que va más allá de lo que se presenta a simple vista. Me fascinaba el sentido de complicidad que incitaba el simple acto de mirarlo: a pesar de mi corta edad —y obvia estatura—, podía ocupar, ante la tela, el mismo lugar que el del pintor, por lo que aún careciendo del correlato de lo real, podía rendirme ante lo que se me contaba-pintaba-escribía.
Al encontrarlo de nueva cuenta, me volvió a asombrar la preponderancia que le da al ojo del espectador y que expresa lo mirado en un juego de múltiples dimensiones. Ello es el fundamento que permite aventurar la idea de que Diego Rivera acarició la visión de El jardín con una intimidad avasallante, que lo recorrió una y otra vez en un viaje interior hasta sentirlo respirar, que asistió al desliz de la luz por sus contornos, que conocía los claroscuros y las sombras, que tocó sus ramas y se inclinó a recoger alguna hoja, incluso que fue capaz de adivinar cómo brotaban sus caracteres desde su centro elusivo, al punto de pintarlo con los ojos cerrados, porque sus líneas le fueron tan queridas como la piel de una amante.
Me detengo, trato de abarcar de golpe la totalidad de un universo aparentemente concluso. El estar frente a la tela configura varios planos, en tanto que la naturaleza no es un objeto sino un sujeto que se percibe intrínsecamente, la línea se extrema en búsqueda de lo furtivo: el ojo que mira y representa lo visto (el pintor), y el ojo que mira lo mirado (el espectador), es decir, la representación y lo representado. Es indudable que estos papeles se intercambian: el artista es su propio espectador y viceversa. No obstante, en ese pretil que se delimita al “estar frente”, presupongo un detrás que puede ser un cuarto, una casa, un estudio, una cueva, una gruta… y, adelante, un marco dentro de un marco, un cuadro dentro de un cuadro, un “dentro de un dentro” que amplifica los planos, invirtiendo la duración hacia un cálculo infinitesimal indicado en el secreto de una luz muy blanca que domina con su intensidad velada. Rizoma. Fractal.
La cuestión es si este doble umbral (caballete/cuadro-cuadro interior), propio de toda pintura, va más allá de ser un horizonte de figuración. Miro el lienzo, ¿pero quién me mira desde su orilla? Y ese “quien” que presupongo, ¿extiende una sirga en anuncio del advenimiento del futuro? ¿El tema es un presagio de la travesía vertiginosa que habrá de ser la vida de Rivera? A esas preguntas sobrevienen otras: ¿por qué intitula la tela El jardín cuando el argumento central es un camino que desciende?, ¿cómo no pensar en El jardín de las delicias del Bosco?, ¿o en la tradición del huerto sellado?, ¿es dable regresar una vez dibujada la brecha a cualquiera de los puntos sobre los que se dilata su curso?, o ¿el surco por sí mismo va más allá de alumbrar una intuición?
Lo cierto es que Rivera no mira desde lo alto un valle como José María Velasco, sino que plasma un jardín atravesado por una vereda, dejando en trazo aparente una balanza cuyo equilibrio se sostiene cuando los ojos perciben en su inmediatez la completud de su concepción. Dicho eje se desvanece al reparar en los motivos de la composición, por ejemplo: para entrar en su ramal hay que bajar unos escalones de ladrillo quemado por el morar de la lama.
Diría que Rivera es un paseante en toda la profundidad de su significado. ¿Por qué anda por una senda custodiada por cipreses?, supongo una preferencia por lo que el conjunto le ha dado a ver y por el árbol longevo que siempre conserva su verdor, características por las que, entre los clásicos, se le vinculó con las deidades subterráneas, con los misterios de la inmortalidad y la resurrección. En este caso, quien decide bajar los escalones sabe que la suerte a rifar no es la del saltimbanqui en la cuerda floja…
Hay otras historias habitando el interior de El jardín, destaca cómo de su blanco brota la pincelada corta en la experimentación con el óleo alcanzando una cromática diversa. Los colores ocres sobresalen recordando algunos registros rupestres como es el caso de las manos estampadas a la entrada de la cueva de Chauvet. Es tal la sujeción de lo iridiscente que su contención pasa casi desapercibida, pero al considerarse permite comprender que, en la conformación del espacio como lugar de reconocimiento, hay una urgencia que no ha tenido cauce evitándose el desplome de su estruendo. Sorprende su recogimiento y densidad de sentido. Rivera ha pintado lo que Zambrano referirá como Claros del bosque: el ojo ha sido apresado por una quietud inesperada, ¿el silencio de la tempestad o la experiencia lacerante de lo extraordinario?
Entre más repaso las líneas, los colores, las formas, más distingo una dilación que provoca la certeza de que fue pintado con un ritmo donde la pausa alcanza un altísimo vuelo, como si con ello la memoria cumpliera una fidelidad inusitada hacia lo visto y su signo no estuviera sujeto a la distorsión del olvido; como si la nitidez fuera más allá de un estetismo y legitimara la necesidad de un albor en el pensamiento. Después de todo, el camino siempre sorprende en su novedad y, de no recorrerse, es imposible saber a qué puerta habrá de rendir su deambular.
Divago entre los temas y en este ejercicio caigo en cuenta de que no me ha sido insignificante, ha sido una compañía a lo largo de mis días porque es una metáfora fundacional del quehacer humano: caminar como pensar3 y vivir como caminar. ¿Cómo no recordar a Dante en La divina comedia (25-27)?: “Yo tenía mis pies en esa parte de la vida más allá de la cual ya no se puede ir con intención de volver”.
La obviedad de que un camino está hecho para caminarse distrae de lo que destaca detrás de la perspectiva de la tela: la primicia de un artista que estrena el mundo al pintarlo y que a través de su donación afirma lo existente, es decir, al recuperar la huella de lo ausente confirma el encuentro con lo que se ha extraviado. John Berger cita a Shitao, gran paisajista chino del siglo xvii, para quien este arte salva las cosas del caos, cito: “Pintar es el resultado de la receptividad de la tinta: la tinta está abierta al pincel: el pincel está abierto a la mano: la mano está abierta al corazón: todo ello de la misma forma que el cielo engendra lo que la tierra produce […]”. En otro ensayo comenta: “Lo que importa es lo que la luz cambiante nunca puede revelar del todo: la cosa, de la que uno está más cerca cuando teme que probablemente la ha perdido”.4 Y por esa conjetura de lo ido, por ese hueco que deja su paso, por esa marca-seña-herida-apertura, diría que hay una fuente, no se le ve pero se le escucha, ¿o un riachuelo?
El jardín se manifiesta ocultándose en revelación de una belleza melancólica,5 más propia del modernismo que del despuntar de un siglo que todavía no ha tocado el fondo del desencanto aunque, al hacerlo, sea de manera rápida y estrepitosa. Símbolo también de otros tiempos, de ese huerto terrenal reflejo del que Adán cultivaba, o en semejanza de aquellos conservados en la Roma antigua que evocaban el origen divino de los héroes, o de manera más inmediata el claustro de los monasterios o el interno de las religiones orientales. En el recuento se trata de un ámbito que toca la relación entre lo profano y lo sagrado, entre el hombre y la naturaleza, entre el caos y el cosmos.
¿Todo jardín es un laberinto y el aljibe su centro? Frescor y resguardo serían sus dos características sobresalientes, y contrarias a la vastedad del desierto y a la irradiación del sol que provoca espejismos de naturaleza disímil a los suscitados en la contemplación del estanque. Aunque en ambos lugares se propicie el entrecruce de realidades y el perplejo termine por ser un alucinado. Quizá sea mejor decir “un brillado” porque de la concurrencia de lo visto y el blanco del lienzo emanan las formas, es decir, aquello que se pinta emerge de ese dentro-hondura-tajo-hueco-vacío y, entonces, la distancia es un arquetipo de la evanescencia, de lo que brota aún de no ser tocado, de lo que se augura más allá de la experiencia maravillada de la zona fronteriza.6
Lo semejante por la semejanza pareciera el juego que se desarrolla entre la imagen que se provoca a través de la remembranza y su actualización en el acto de pintar. Porque la recreación no pretende captar la simultaneidad del instante que logra la cámara fotográfica sino una fijeza en movimiento, el rumor de lo pleno contra la intensidad de lo fugaz. Así pues, no se trata de una copia sino de un hacer presente lo intuido, de un vaso comunicante hacia la realidad: la traduce y la transparenta porque “lo pintado pinta al pintor”. Para lograr tal emergencia, el creador debe ser un “bien/hallado”, alguien que sabe cuál es su lugar porque conoce sus coordenadas de origen.
¿Un jardín o una carta de navegación? El espectador intuye el recorrido, deshila la promesa de que hay algo oculto que llama, su oasis encanta por su imaginario y su simbolismo, y quizá en lo no declarado se asiente el mecanismo más eficaz de la seducción: suponer la viabilidad de la intersección entre lo posible y lo imposible. En algún lugar habrá de escucharse el siseo de la serpiente emplumada, la que seducirá a Eva o la que morderá el tobillo de Eurídice; en otro, el murmullo de voces antiguas; cerca, en el muro, la proyección de las sombras que bailan sobre la partitura del viento. Debe haber una banca, estoy cierta, porque he pasado innumerables horas bajo su cobijo viendo cruzar el día en un estado incomparable de ensoñación. ~
1 Ubicado en la sala 28 del MUNAL.
2 Esta obra de caballete recuerda otra de 1904, La Castañeda o El paseo de los melancólicos, más sombría y de perspectiva cerrada.
3 César Antonio Molina, “Caminar como pensar”, en El País, domingo 25 de julio de 2010.
4 John Berger, “Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible” y “Charla en el estudio (para Miquel Barceló)”, en La forma de un bolsillo, Editorial Era, México, 2002, pp. 17 y 18, respectivamente.
5 Sería por demás interesante explorar la relación entre los jardines sombríos del modernismo y su transición hacia los de las vanguardias que encontrarán su expresión más alta en el ámbito onírico del surrealismo. Recuérdese el caso de “Las Pozas” en Xilitla.
6 Véase Teresa Guardans, La verdad del silencio, Herder, España, 2009.
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Poeta y ensayista, MARIANA BERNÁRDEZ (Ciudad de México, 1964) cuenta con estudios de posgrado en Literatura y Filosofía. Es autora de María Zambrano: acercamiento a una poética de la aurora (2004), La espesura del silencio (2005), Bailando en el pretil (2007), Todo está en la línea: conversaciones con Raúl Renán y 15 poemas inéditos (2008) y Ramón Xirau: hacia el sentido de la presencia (2010). Su página web es www.marianabernardez.com.