¿Existen soluciones últimas a los graves problemas de la humanidad? ¿Podemos descubrir razones auténticas para nuestro actuar y así encaminarnos en la bienaventuranza? Quizá sea necesario que en algún momento comprendamos dicho anhelo “de la verdad” a la luz de nuestras necesidades inconscientes, es decir, las que Freud utilizó para iluminar la naturaleza del sentimiento religioso: su faz de consolación. Muy por el contrario, la elección nos abriría a la incertidumbre y nos transformaría en seres humanos.
En su texto La búsqueda del ideal, Isaiah Berlin observa que el anhelo de una verdad reguladora de nuestras sociedades comenzó muy pronto en la historia de la humanidad: Sócrates pensó que el método racional que brindaba certidumbre al mundo externo, podía brindar razones sobre la conducta del hombre, respondiendo así a las cuestiones de cómo vivir y qué ser. Platón vislumbró un mundo de ideas capaces de sacar al ser humano de su ignorancia. Tanto este, como Aristóteles y Santo Tomás, a pesar de sus diferencias, creían que la presencia de una virtud exigía la presencia de todas: hay un orden cósmico que dicta el lugar de cada virtud en la vida humana, y este orden puede replicarse en la sociedad ideal.
Las grandes religiones habrían seguido este mismo camino, si bien a partir de sus propias revelaciones divinas. De igual modo lo hicieron los racionalistas del siglo XVII: las respuestas pueden alcanzarse a través de la luz de una razón compartida por todos, y así podremos alcanzar una sociedad armoniosa. El imperativo categórico nos puede informar, en cada caso, del actuar conforme al deber pues no existe colisión entre obligaciones, dijo Kant. Y si existen tales respuestas verdaderas y estamos en condiciones de descubrirlas, ¿no resulta siempre poca cosa el precio a pagar?
Y es en el marco de estas reflexiones que Berlin nos cuenta la forma en que comprendió la naturaleza platónica de este ideal: en todos estos casos se trataba de creer en un mundo en el que las preguntas auténticas tendrían que contar con una respuesta auténtica, sólo una. ¿Es posible un mundo así? ¿Habitamos un cosmos ordenado y de respuestas únicas? Y si lo hacemos, ¿existe un camino para leerlo? Además, de existir dichas verdades, porque tendrían que ser compatibles entre sí -es imposible que una verdad sea incompatible con otra. ¿O no?
Y aunque pensadores como Hegel o Marx opinaron que esto no podía ser tan sencillo, pues no existían verdades eternas, pronto habrían encausado sus luchas al camino de la verdad: el drama de este valle de lágrimas tendría un final feliz gracias a la toma de conciencia del espíritu y del proletariado. Llegaría el día en que los hombres arrancarían sus destinos a las fuerzas ciegas de la naturaleza o del mercado. Y si tal mundo es imaginable, entonces hay que marchar hacia él…
Lo que apartó a Isaiah Berlin de la búsqueda de esta especie de Santo Grial metafísico, fue la lectura de Maquiavelo, quien expuso la realidad del mundo tal como es: despiadada. Aquel que gobierne de acuerdo a los valores cristianos perderá el poder y sumirá a su República en la anarquía. Debe por tanto gobernar a partir de los valores paganos de la astucia y la fuerza. Existe, por tanto, una incompatibilidad básica entre ambas esferas de valores (cristiana y pagana), y no hay un mundo más allá, o un criterio englobante, que nos permita decidir cuál es la vida buena para los hombres.
A partir de este hecho, Berlin deduce que no necesariamente todos los valores supremos de la humanidad son compatibles entre sí. Quizá el orden cósmico no exista. Esto le abrió al pensamiento de Giambattista Vico: en la historia hay una sucesión de culturas inconmensurables, cada una de las cuales se ha formado y construido sus metáforas, cosmovisiones e instituciones a partir de su propia visión de la realidad. Sus valores son distintos y no necesariamente compatibles. Si Maquiavelo brindó dos visiones irreconciliables, Vico aportó la prueba de toda una serie de civilizaciones con fines últimos y diferencias profundas. Y entonces Berlin se volvió al pensamiento de Johann Gottfried Herder, quien habría ido aún más allá: en un mismo momento histórico existen sociedades completamente distintas, cada una con su propio centro de gravedad, que no puede medirse con el baremo de las otras. No se trata, señala Isaiah Berlin, de relativismo cultural: uno puede comprender muy bien el sentido de los valores de un pueblo y cómo sería vivir bajo su luz.
Sin embargo, para Berlin la lección que debe aprenderse de este pluralismo es que aunque los fines humanos no sean infinitos, pueden chocar. “Usted puede querer decir la verdad, mientras que yo creo que por ser dolorosa, debe evitarse. Dos valores pueden chocar incluso en el pecho de un mismo ser humano y de allí no se sigue que uno tenga que ser falso”. “La libertad y la igualdad son ambos valores verdaderos… y sin embargo, la libertad de los lobos es la muerte para los corderos… puede ser necesario limitar la libertad en favor de la igualdad”.
En este punto, Isaiah Berlin defiende nuevamente lo absurdo de pretender encontrar una solución final: se nos dice que estos conflictos se resolverían en un mundo perfecto. Pero entonces se está utilizando mal el significado de la palabra valor. No puede existir una solución final porque no sólo es inalcanzable sino incoherente: algunos de los grandes bienes no pueden vivir juntos y estamos destinados a elegir. Cada elección puede representar una pérdida irreparable.
Pero si la solución final es incoherente, representa un grave peligro perseguirla a toda costa: “si un paraíso terrenal es posible, entonces todo acto para alcanzarlo se justifica. Para lograr semejante omelette no importa cuántos huevos se rompan”. Y así, lo habrían actuado los grandes iluminados de la historia con las consecuencias desastrosas que todos conocemos.
Sin embargo, Berlin piensa que puede haber prioridades entre derechos, si bien nunca absolutas. Pueden requerirse revoluciones y guerras, incluso asesinatos, pero entonces debemos estar conscientes de que podríamos equivocarnos. La certidumbre sobre las medidas lleva necesariamente al sufrimiento y es tal sufrimiento el que debemos evitar en la mayor medida de lo posible. La situación concreta es casi todo y no hay escape: debemos decidir. Sin embargo, para Berlin no estaríamos solos al hacerlo porque nuestro juicio se encuentra dictado por las formas de vida de nuestra comunidad. Lo mejor que puede hacerse es conservar siempre el precario equilibrio que nos evite encontrarnos en situaciones desesperadas.
La pregunta que nosotros podríamos hacernos a partir de este texto son, entre otras: ¿qué posibilita al ser humano compartir una conciencia como la de Isaiah Berlin?; ¿qué implica para un sujeto hacerse partícipe de sus ideas? Sin duda, una enorme tolerancia a la incertidumbre y en consecuencia, cierta aceptación de un mundo caótico y desordenado. Quizá también la aceptación de la muerte de Dios a partir de la negación de la beta metafísica compartida por los pensadores que buscaron el ideal al cual se renuncia. ¿A qué más diría “no” dicho sujeto? ¿A cambio de qué?