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Cultura | Este País | Gabriela Solís | 01.05.2013 | 0 Comentarios

El muro del pasado, óleo sobre lino, 200x250, 2013.

Chamitla

Jacinto fue el primero en hablar. “No podemos seguir tolerando esta situación, ¡es insostenible!”. Sus palabras habrían tenido más fuerza si el nudo en la garganta no lo hubiera traicionado y si hubiera elegido un mejor adjetivo. Porque la situación era más que insostenible: era indigna, era humillante. Pero no podíamos pedirle gran cosa a su oratoria: lo de Jacinto era la palabra escrita, no la hablada. Era, de hecho, lo de todo Chamitla, un pueblo de poetas. Caminar por Chamitla era sondar el silencio en estado puro. Las calles no engendraban más sonidos que el pasar de las hojas de los libros o el ronroneo de la pluma sobre el papel. El tintineo de la cerámica contra el mármol y la caída de cascadas de café eran los únicos ruidos que salían de los restaurantes. El café de Chamitla era terrible: siempre frío. Y es que todos saben que el café sirve para lubricar las ideas y echarlas a andar, pero después del primer par de sorbos uno no puede distraerse si encontró una chispa para encender la mecha. Era un trueque justo: café frío a cambio de páginas llenas de maravillosa calidez.

Los chamitlenses destacaban en todos los géneros literarios. Tenían que: se gastaban la vida escribiendo. Nunca se estaba tan cerca de las claves de la vida como al leer sus poemas. Era angustioso que terminaran: uno quería ir más allá y no podía. Las obras dramáticas eran casi un tratado de psicología. Todos los miedos, los ascos y las pasiones eran exhibidas con tal destreza que uno sentía que debía leer ese texto a solas y fuera del alcance de ojos extraños, porque estaba ante algo sagrado. Lo mismo pasaba con los ensayos, ante los cuales uno sentía las ideas como hilos de perlas entre los dedos y trataba —inútilmente— de asir cada una. Las novelas eran la principal causa del insomnio crónico que azotaba a Chamitla, y es que se leían con tanta devoción que se llegaba a creer en ellas con una fe casi infantil, ciertos de que si cerraban el libro antes de terminar la historia, algo terrible ocurriría.

Los habitantes de Chamitla estaban tan metidos en la Literatura como su pueblo lo estaba en la Sierra, aquella, la más inhóspita de México. Era como si Dios hubiera tomado el pueblo entre sus dedos índice y pulgar, ya hecho con habitantes y todo, y lo hubiera colocado en la punta más alta de la cordillera. De otra manera, era imposible imaginar no solo cómo alguien pudo haber llegado ahí, sino cómo se edificó un pueblo completo. Esa azarosa geografía hacía prácticamente imposible que nada de lo que escribieran saliera de Chamitla. Por eso resultaron tan perturbadoras las cartas de Inocencio. Inocencio era el único chamitlense que había dejado el pueblo. Se había ido para no morirse de tristeza y de aburrimiento. Porque a Inocencio no le gustaba escribir: le gustaba leer. Y en Chamitla nadie leía, no solo porque no llegaba ningún libro del extranjero, sino porque estaban demasiado absortos escribiendo. Así que Inocencio entendió bien pronto que quedarse en Chamitla y suicidarse eran sinónimos e hizo la única elección que lo mantendría vivo: se fue. Como no solía escribir, nadie esperaba recibir noticias suyas. La sorpresa fue doble: llegaron cartas de Inocencio y llegaron con noticias atroces. La primera línea decía así: “Se están robando todo lo que ustedes escriben”. Inocencio no decía dónde estaba, solo que había encontrado fantásticas librerías donde pensó que saciaría su hambre de lectura. Pero el hambre se convirtió en horror al descubrir que libros que había leído en Chamitla estaban en ese lugar, pero con nombres distintos y autores que no eran chamitlenses. La sorpresa se acrecentaba más cada día que leía, el terror se apoderaba de él página a página. Las novelas más encumbradas de los chamitlenses aparecían con nombres rusos, extrañísimos: Dostoyevski, Tolstoi. La historia era exactamente la que había escrito Jacinto, pero no se llamaba Ella debe morir, sino Los hermanos Karamazov. ¡Los poemas, los poemas! Reconoció inmediatamente los inigualables versos de Álvaro, pero estaban bajo el título de La Ilíada y firmaba un tal Homero. ¿Quién era ese Shakespeare y por qué aparecía como el autor de La locura de Leonora, escrito por Ignacio y retitulado burdamente como Macbeth? Los ejemplos seguían por hojas.

Chamitla se murió: la tristeza les ablandó los huesos y se vaciaron de palabras. No sabemos quién fue el último chamitlense ni cómo perdieron la lucha por recuperar el honor de ser los autores de dichos textos, porque no dejaron testimonio de la evolución que siguió al atroz descubrimiento de Inocencio. Jacinto intentó empezar la lucha, pero el desconsuelo les dibujaba un aura densa y brumosa que no les dejaba ánimo para hacer nada. Ni siquiera escribir.

Una anécdota así solo pudo ocurrir en una época de antes del tiempo. Después, la historia se tuerce horriblemente y se mezclan eras, títulos, nombres, nacionalidades. La prueba es que nunca hemos oído de Chamitla y en cambio veneramos a poetas griegos, novelistas rusos y dramaturgos ingleses.

La culpa es de Borges

Llegarás pensando en mayúsculas. No te importará que a ti sí te hayan visto desembarcar en la unánime noche; estarás en la tierra donde Borges gestó esa oración y nada más te importará. Irás ligero de equipaje y habrás olvidado ya las advertencias de tu padre y los reproches de tu madre. Apenas pongas un pie en tierra, el fuerte viento te despeinará y sonreirás divertido. Tomarás una bocanada de aire y pensarás que es la primera vez que respiras a consciencia. La palabra libertad te colmará el pecho y sentirás como si te crecieran árboles en los dedos. La certeza de estar cumpliendo tu destino te inundará y tendrás que empezar a caminar para aligerar el nudo que se habrá formado en tu garganta. No pensarás en el mar.

Irás con el propósito de escribir La Obra. Pensarás que si no la escribes ahí, no nacerá en ningún otro lugar. Lo intentarás incansablemente, te prepararás para ello: comerás poco, inundado por la falaz idea de que el hambre es poética, no pagarás la luz, ni el gas, porque en tu lógica, las vicisitudes llaman al mejor arte. “Nadie, o quizá solo Borges, ha escrito La Obra acomodado entre cojines y con el estómago bien lleno”, pensarás. Te ocuparás de propiciar todas las voluntarias dificultades para crear un ambiente infalible. Repetirás, casi como un rezo, “La Obra no se me escapará por ninguna ranura de comodidad”. Te llenarás de libros, harás de las bibliotecas tu segundo hogar y de los cafés de la calle el primero. Pasarás horas en ellos, pretendiendo que lees, cuando en realidad irás a oír a la gente. Nada tendrá que ver con el morbo: querrás atrapar el ritmo del habla coloquial. Anhelarás capturar la música del murmullo cotidiano y te obsesionará poder transcribirlo. Después de llenarte los oídos de conversaciones ajenas, te encerrarás en el abrumador silencio de la biblioteca y ensayarás la reproducción de ese compás con tus dedos. Escribirás. Las noches se te harán días sin que lo notes y creerás haber encontrado un tiempo que no es el de los hombres. Escribirás.

Repararás en ella inmediatamente: se mudará un par de meses después de que tú hayas llegado al edificio. Será tu vecina, la encontrarás en los alrededores todo el tiempo. Te parecerá perfecta: querrás besar sus rodillas y bautizarte con su sudor. Compararás su cabello con el trigo, sus labios con manzanas. Te quemarás por hablarle de amor, pero cruzarán palabras sobre el clima y la comida. El guiño de sus senos te volverá loco. Te repetirás, cada vez menos, “La Obra no se me escapará por ninguna ranura de comodidad”. No contarás con que tus ojos sí que se escaparán por la ranura de su vertiginoso escote. Y con tus ojos, tus ganas, y con ellas, La Obra. Culparás a Borges por haberte hecho creer que se podía escribir una Obra donde no tuvieran cabida la sensualidad ni el amor. Maldecirás el preciosismo de sus adjetivos y arrancarás hojas de El Aleph. Romperás cuentos enteros; solo, amargo.

Pero por ahora, gastarás este instante en mirar el paisaje que la ventana de tu ínfimo cuarto descubre. Te hipnotizará la calle empedrada, lustrosa porque acaba de llover. Pensarás en lo inspiradora que será esa imagen, en la melancolía que te hará sentir y en todas las metáforas que te dará para la Obra que no escribirás.

Tanilo

Ahorita que está todo callado, acércate, ven; voy a contarte de esos días. ¿Cómo que cuáles? ¡Siempre me andas moleste y moleste con que te cuente y ‘ora te haces la que no sabe! Esos, los días en que puedo oír, clarísimo, las voces que me hablan en el aire. ¿Ya ves como sí sabes de qué días hablo? Órale; acércate. Es que no quiero hablar muy alto porque, ¿qué tal que me oyen? ¿Qué tal que, además de boca para hablarme, las voces tienen orejas para oírme? Nombre, tú habla sin pena, ¡pos si tú ni las escuchas! No es que vaya a decir algo malo, pero quiero contártelo a ti nomás. También quiero pedirte una cosa, pero eso después de que te cuente. No me insistas, primero quiero quitarme este peso de encima, por favor. Quiero hablar y con mi voz callar la suya. Lo malo es que a mí se me seca la boca o se me cansa la garganta y ellas hablan siempre, su palabra es eterna. No, no estoy triste, estoy cansado. Empezó siendo solo los lunes, a la hora de la siembra. Se levantaban con el sol, yo creo, porque apenas clareaba, empezaban las voces. Son como un suspiro, pero muy pesado. Cuando sopla el viento, siento que alguien me bisbisea en la oreja. Me asustaba mucho al principio, daba de manotazos como espantando moscas. Después entendí que así no podía hacer que se fueran. Pasaron tres meses antes de que se adueñaran de los martes también. Tengo que confesarte que lloré la primera vez que me fui a acostar un lunes y no se callaron. Un mes después, ya tenían tomados el miércoles y el jueves también. Pasó menos de una semana para que los dos días que faltaban también fueran invadidos por ellas. No, nunca las he escuchado en domingo, es mi único día de descanso. O más bien, es su único día de descanso, porque yo me la paso llorando. De desesperación, pues. De ya no poder oír a los pollos, ni a las vacas. Extraño el silencio. No, no tengo miedo, estoy cansado. Me gustaría repetirte lo que dicen, pero no puedo: no entiendo. Sé que son palabras que conozco, que bastaría que las dijeran un poquito más lento o un poquito más alto para que yo comprendiera. Es terrible; alargo la mano para agarrarlas, pero se me escapan siempre. A veces sueño que te quedas conmigo y que ya no escucho nada porque tú me besas con tu boca que es de carne de a de veras, aunque su color no lo tenga ninguna fruta del mundo. No llores, no te voy a pedir que te quedes conmigo. ¿Para qué? Ni la negrura de tus trenzas va a traer el silencio. No, no estoy fastidiado, estoy cansado. Pero también estoy un poco más tranquilo porque ya lo entendí: solo muriéndome voy a poder callar esas voces. Así que sécate las lágrimas y agarra una piedra, la más pesada que puedas cargar. Yo me voy a acostar, así, mira, y voy a cerrar los ojos. No llores, ni cuenta me voy a dar. Hay una cosa más que quiero pedirte: cuando me quede tieso, tieso, échame un puñito de tierra en cada oreja. No quiero arriesgarme a que las voces puedan traspasar la muerte. Estoy tan cansado… ~

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GABRIELA SOLÍS CASILLAS (Ciudad de México, 1987) es licenciada en Relaciones Internacionales por el Tecnológico de Monterrey. En 2011 ingresa a la Escuela Mexicana de Escritores (EME), donde actualmente cursa el Diplomado en Creación Literaria. Ha presentado a escritores mexicanos como Amparo Dávila en la EME y a Efraín Bartolomé en las Séptimas Jornadas de Poesía Latinoamericana en Puebla. Mantuvo durante un año una columna semanal —“Hidromurias”— en el colectivo digital Extrañonario y en el diario digital El Horizontal. Fue una de las autoras seleccionadas para ser parte de la publicación derivada del concurso español “Toma la palabra, toma el mundo” con el cuento “Psychotic girl” en 2012. Actualmente publica periódicamente en Laberinto.
Twitter: <@ellaesprufrock>.

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