Recuerdo que me encontré con las horas de película con mucho asombro, con mucho dolor, con una intensidad que en pocos momentos de mi vida he podido replicar (y ahí es donde se cuentan los muertos) y todo gracias a la dureza, crudeza más bien, de su mensaje: Adiós A Las Vegas me dejó en claro que la gente que decide morir, muere. Que el único juez implacable en nuestra vida, que es la vida misma, no apela por momentos a un ápice de misericordia y que hay almas dispuestas, y perfectamente capaces, a destruirse a sí mismas.
Hoy murió Ricardo. Un tipo que en sus momentos lúcidos me hizo reír como no me hizo reír nadie. A quien llegué a admirar profundamente en mis primeros años adolescentes; los ojos de mi padre, en su azul intenso, se iluminan por pocos y Ricardo, su tío, los hacía encenderse como una lumbre emocionada.
Mi madre quedó dolida de verlo muy mal hace unos meses, ya incoherente e incapacitado, y mi padre contento me dijo hace casi un año: “He entendido que no me debe doler. Es lo que él decidió. Tengo que acompañarlo así hasta el final de sus días”. La muerte anunciada. Incontrolable.
Lloro al escribir, y no puedo decir mucho, porque la lección aquí trasciende la simple incomprensión: la muerte es un bruto brillante e incuestionable, que siempre nos ha de dejar perplejos; pero cuando la muerte es parte del proyecto personal, cuando es la forma individual y silenciosa de resolver la existencia misma, entonces no nos queda, a los que la vemos de fuera, más que dolerla y llorarla. No somos partes del proceso, no fuimos partes del proceso y eso, en los niveles más esenciales del ego, aterra. Ricardo murió y la vida, juez y parte, no lo detuvo. Lo permitió con la más dura, y quizá sabia, de las indiferencias.
Duele porque, lo sé de cierto, Ricardo nos hizo felices. No lo diría de todos, como un maldito lugar común dedicado a cualquier muerto, y me atrevo a incluir en la aseveración a todos los que yo conozco lo conocieron. Por eso duele: porque nos hizo felices. Y alguien tan bello por fuera no quiso hacernos parte, nunca, de su tormento.
Descanse en paz.