Eduardo Langagne,
selección y traducción,
Todos los ritmos: siete poetas del Brasil,
Editorial Círculo de Poesía /
Secretaría de Cultura del Estado de Puebla,
México, 2012.
Intro. Toda traducción es traición; mentira, es viaje. En este sentido, la propuesta de Eduardo Langagne nos dirige poco más de siete mil kilómetros hacia el sur. Brasil: país escindido culturalmente de Latinoamérica por la barrera del idioma, surge en este libro como un sonoro vecino de idiosincrasia paralela: la pobreza, el hambre, la ciudad inmensa, la memoria infantil, el amor, la vorágine urbana, son elementos que confluyen y consiguen identificarnos con estos siete poetas brasileños. Más allá de una traducción idiomática —de una traslación lexical— este libro pretende una reflexión propositiva: somos otros en otras latitudes, pero de cierta manera los mismos. Somos por igual convocados por los ritmos. Suena nuestro pensamiento de manera semejante.
Así, el poeta y traductor Eduardo Langagne hace una re-evaluación compleja: se trata, por una parte, de ser fiel al sentido (cuestión que se presenta sumamente pulida, al grado de optar por la disposición gráfica de comparación entre textos paralelos hasta el grado de la correspondencia versal entre una página y otra), por otra, busca preservar la sonoridad de un idioma como el portugués de Brasil en el castellano —más segmentativo y menos encadenado— y, finalmente, aquello que considero el logro máximo de esta antología: conseguir que el ritmo del significado, la oscilación sonora aunada al pensamiento (rasgo fundamentalmente poético), no se pierda en la traducción. Una mirada doble y atenta es la del maestro Langagne en la recreación
—pues se recrea el sentir original del poema, su contenido fanopoéico— que nos brinda este libro.
Siete son los poetas que conforman este corpus, siete los ritmos esenciales que pudieran interpretarse:
I. Manuel Bandeira puede ser la variación. Su amplio panorama rítmico oscila entre lo coloquial y lo cósmico; entre lo banal —que se torna inefable— y lo trascendente; variación entre el canto y la disforia.
El canto desde la coloquialidad se presenta inmerso en un vasto colectivo alegórico; haciendo patente la percepción de que “está hablando de algo más”: Bandeira hace sentir que en los vocablos más desnudos (por ejemplo en el poema “El cacto”) hay una magia inmanente. En torno al cacto sintetiza: “Era bello, áspero, intratable”.
El amor, inacabable lugar, en ciertos poemas de Bandeira cobra las señales de la disforia, paralelo a un melodioso canto; entregando a la amiga a un otro, advierte en “Cariño triste”:
Solo no es de él tu tristeza.
Tristeza de los que perdieron el gusto de
[vivir.
Los que la vida traicionó sin piedad.
Tristeza del niño que se debe arrullar y
[acariciar.
(Mi tristeza también…)
Solo no es de él tu tristeza, oh, mi triste
[amiga.
Porque él no la quiere.
Y, después, hace una escala diametralmente opuesta, donde al cuerpo de la amada —en poemas como “Desnudo”— extrapola hacia hipérboles de orden cósmico:
Cuando estás vestida
Nadie se imagina
Los mundos que escondes
Bajo de tus ropas.
Volviendo de nuevo a fondos graves en poemas como “Pneumotórax” —donde la alusión a un desconsolador pronóstico médico proyecta las virtudes del canto— o “El último poema” —mezcla de sonidos suaves con cargas de significado devastadoras:
Así querría yo mi último poema
Que fuese tierno diciendo las cosas más
[simples
y menos intencionales
Que fuese ardiente como un sollozo sin
[lágrimas
Que tuviera la belleza de las flores casi
[sin perfume
La pureza de la llama en la que se
[consumen los diamantes
más límpidos
La pasión de los suicidas que se matan
[sin explicación.
O el poema “Merienda”, donde Bandeira enfrenta a la muerte con todo el poder de aquellas simples y melódicas palabras, hablando directo hacia la Indeseada, se yergue versando:
Encontrará labrado el campo, la casa
[limpia,
La mesa puesta,
Con cada cosa en su lugar.
II. Cecilia Meireles opta por un ritmo más equilibrado sin llegar a la monotonía; es el repique constante del intelecto volviéndose música. En “Motivo” explica las razones de este canto:
Canto porque el instante existe
y así mi vida está completa.
No soy alegre ni soy triste:
soy poeta.
Prosiguiendo con el tono solemne y armónico, dice en “Estirpe”:
Los mendigos mayores no dicen nada
[más, ni hacen nada.
Saben que es inútil y exhaustivo. Se
[dejan estar. Se dejan estar.
Se dejan estar al sol y a la lluvia con el
[mismo aire de entero
valor,
lejos del cuerpo que queda en cualquier
[lugar.
Contrastando en este poema en particular con un tono más alto en el último verso, donde aclara, epilogando el retrato de los mendigos: “Ese pueblo es el mío”.
Y en poemas como “Cantarán los gallos”, Meireles demuestra que la armonía parte de una laboriosa ejecución del significante; el poema está armado por consonancias rítmicas y sonoras, por ejemplo en los versos:
Y los grillos a lo lejos serrarán los
[silencios,
los tallos de cristal, fríos, largos yermos,
y el enorme aroma de los árboles.
O en el poema “Cabalgamos con caballos”:
Y el tiempo estaba dibujado.
Pero queríamos llegar.
No sabíamos el lugar
¡No sabíamos el lugar!
Meireles contrapuntea este sonido eufórico con un cierto bajo semántico —propiciando que la armonía devenga de esta oposición rítmica— alcanzando su punto cumbre
—considero yo— en el poema “Humildad”:
¡Tanto que hacer!
E hicimos apenas esto,
Y nunca supimos quiénes éramos
ni para qué.
III. En Carlos Drumond de Andrade la depresión sonora lo es todo. Hay una nostálgica memoria rítmica de un pasado que se discurre alentando las sonoridades.
Recogiendo imágenes de Carlos Chaplin para recuperar la “lengua de los comunes, el habla de los que pasean por las calles”, consigue versos de enorme carga poética y disfórica:
Eres el tenebroso, el viudo, el
[desdichado,
el cuervo, el nunca más, el que llegó
[tarde
a un mundo envejecido.
O:
[…] el amigo
que desearíamos retener
cuando llueve, en el espejo, en la
[memoria
y aun así perdemos, […]
Y también:
Oh Carlitos, amigo mío y nuestro, tus
[zapatos y tu bigote
caminan en una calle de polvo y
[esperanza.
Así, permite, a través de la figura icónico-cinematográfica, explicar la ciclotimia de un mundo pasado que se revela al entierro; de una memoria latente —retratada en blanco y negro— de tiempos mejores.
Drumond de Andrade se instaura en este melodioso nocturno, aceptando la edad madura como una recuperación del tiempo que existe en y para nosotros:
Ya no dirán más que estoy resignado
y perdí los mejores días.
Dentro de mí, bien al fondo,
hay reservas colosales de tiempo
[…]
seré las cosas más ordinarias y humanas,
[y también
las excepcionales:
todo depende de la hora
y de que cierta inclinación fantástica
viva en mí como un insecto.
IV. En Vinicius de Moraes el ritmo ejecuta un ejercicio sinfónico; la voz se alza y su potencia sonora y significativa vuelve cada uno de los poemas una revelación —es un pleno Orfeo Negro.
En “Mensaje a la poesía” la configuración específica de un receptor —así como la materialización del mismo— sirven como puntos de apoyo para alimentar la trágica e irresoluble decisión del poeta: la vida o la poesía:
Por eso convénzala, explíquenle que es
[terrible
Pídanle de rodillas que no me olvide, que
[me ame
Que me espere, porque soy suyo; más
[que ahora
Es más fuerte que yo, no puedo ir
No es posible
Me es totalmente imposible
No puede ser no
Es imposible
No puedo.
Y, mediante apelaciones clásicas como el soneto, explora la sujeción de su sinfonía a formas estructurales rígidas con temas poco usuales. Por ejemplo, en el poema al futbolista Garrincha en “Ángel de las piernas chuecas” o temas de rigurosa perfección que consiguen una mirada nueva como en “Soneto de la separación”.
Cierra Vinicius con un pianoforte que crece hacia la disforia y el coraje ante la muerte. En “Elegía a la muerte de Clodoaldo Pereira da Silva Moraes, poeta y ciudadano”, la figura del padre, su muerte y la pervivencia de su vida a través del hijo, cimbran al lector mediante un golpe de sonido y de sentido que consiguen retumbar en el pecho:
Gracias padre
No te diré adiós, pues despertaste en mí
Con una exactitud nunca soñada. En mí
[generaste
El tiempo; ahí tienes a mi hijo, y la
[certeza
De que, aun oscura, mi muerte le da vida
En continuidad a la tuya; ahí tienes a mi
[hijo
Y la certeza de que lucharé por él.
[Cuando lo viste por última vez
Era un pequeñito de tres años. Hoy
[creció
En miembros, palabras y dientes. Dice
[de ti, bilingüe:
“Vovó was always teasing me…”.
V. Contrastando con la extensión sonora de Moraes, en Lêdo Ivo son las notas breves las que sugieren toda una orquesta. Es la afinación del gusto: la simplicidad de una nota clara y concisa; el golpe claro de un timbre.
Por ejemplo, en poemas como “La generación del 45”, donde el poeta versa:
En 45
éamos una legión.
Hoy soy, yo solo,
una generación
y a lo que antes fui
—si es que fui cuando era
mi quimera—
digo siempre que no.
O en “El paisaje”:
El paisaje que veo
está dentro de mí.
Todos somos espejos
que se multiplican
dentro de espejismos.
Estas notas claras y precisas hacen que el lector las redondee por todas partes: cada matiz de la nota es esencial, cada uno de sus componentes y minucias, cada minúscula parte de la nota es relevante. También proyectan el interés hacia afuera: hay un contexto, hay un instrumento que ha aventurado la nota y el lector-escucha se pregunta de dónde, cómo, quién surte toda esta claridad.
En “Consejo a un joven poeta”, Lêdo Ivo genera una poética afín con la precisión que demuestra en los siguinetes versos:
Joven poeta,
no te pongas triste
pero el verso libre
no existe.
En el rigor y el exceso
poesía es ritmo,
números exactos
como la tabla
de logaritmos.
Y, sin desatender la misma precisión, ensaya formas un tanto más extendidas, por ejemplo en “Reaparición de mi padre”, donde la claridad de la enunciación y la contundencia del pensamiento obligan a la reflexión posterior; nos instan a recrear el ritmo de la idea que nos ha atravesado:
Solo me rendí a su muerte lenta
cuando pasó junto a mí y no me
[reconoció.
Entonces supe lo que es la muerte.
Y al mismo tiempo supe lo que es la
[vida:
el lugar donde hay sol y las personas se
[hablan.
VI. Thiago de Mello ostenta las virtudes de un himno. La rectitud y la definición permean sus versos. La búsqueda y enunciación de una identidad serán elementos constantes en su arte poética. En “Estatuto del hombre” la intersección del texto poético con la forma y vocabulario jurídicos, lejos de resultar una mera “forma innovadora”, consigue tener la concreción y síntesis de pensamiento necesarios para alcanzar el tono declarativo. Paralelamente, el ritmo acentual constante y definido —la fuerza sonora del discurso poético de Thiago de Mello— hacen que la voz se alce por sí sola:
A partir de este instante,
la libertad será algo vivo y transparente,
como un fuego o un río,
o como la semilla del trigo
y su morada será siempre
el corazón del hombre.
Es la euforia plena encontrando un cauce rítmico: el himno crece —pero con medida, tiento y razón. Después, el himno se torna hacia el eros, el poeta versa: “Hago poemas como quien hace el amor”.
Y vuelve la mirada —con la misma brutal explosión que conversa y ama— hacia el pueblo latinoamericano:
Cinco siglos arduos de esperanza.
De todo eso, y de dolor, espanto y llanto,
para siempre se hizo, palpita y canta
el corazón latinoamericano.
VII. Affonso Romano de Sant’Anna cierra el loop rítmico lindando con la asonancia. Retoma la configuración del texto poético de Manuel Bandeira —de lo coloquial a lo trascendente en un movimiento inductivo— y se presenta como un ritmo afín al momento contemporáneo: una amalgama de violencia, ternura, humor y muerte.
Su poética consigue versificar el mundo cotidiano desde una mirada reflexiva que no se limita ni se amedrenta, cala en las profundidades del ritmo citadino moderno y, en ciertos ejercicios de humor e ironía, retrata y denuncia.
La asonancia también se recupera en un “canto que no es canto”; pareciera un diálogo estándar: pero la idea es vital. Es el punto fuerte —la armonía escondida— de la poesía de Romano de Sant’Anna; el partir de lo cotidiano para explicar lo trascendental crea un sentido de universalidad en su poesía; todos somos aquel yo lírico de Romano cuando reconocemos, como en el poema “Sobre ciertas dificultades actuales”:
No está nada fácil ser poeta en estos
[días.
No hablo de la venta de libros de poesía
—que si a eso le llaman poesía,
el público tiene razón
—ni yo mismo compraría.
Somos el mismo cuando convenimos con él, por ejemplo, en “Antropología Sexual”:
Por la Naturaleza el hombre es un ser
[polígamo.
(Hay excepciones. Pocas).
Por la Naturaleza la mujer es un ser
[monógamo.
(Hay excepciones. Muchas).
O cuando sentimos ese desamparo tan presente —más hoy que nunca en nuestro país— al seguirlo en el poema “Edificando la muerte”, donde arranca de un:
En esta semana
murieron
tres vecinos en mi edificio.
Con el cual imprime toda la coloquialidad a un modus vivendi que es completamente asonante; una sinfónica del absurdo.
Coda. Estos ritmos, estos poetas que viene a convidarnos generosamente el maestro Eduardo Langagne, cimbran profundo; levantando ideas claras que no sabíamos que eran ya nuestras.
Lejos aquel Brasil de la samba se mueve con un metrónomo distinto, pero parte, igual que nosotros, de un ruido, un caer de gota de lluvia o el desprenderse de un llanto. Estos ritmos se quedan bailando adentro, quizá porque ya eran nuestros de tiempo atrás; solo hacía falta recordárnoslos.
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GUSTAVO OSORIO (Puebla, 1986) es poeta y traductor.