Cultura | Este País |
Miriam Mabel Martínez | 01.08.2013 | 0 Comentarios
La historia de la música —desde las expresiones primitivas, quizá de carácter religioso, hasta el rock progresivo, pasando por las canciones populares y la llamada “música culta”— se ha entretejido íntimamente con la de la humanidad. Pink Floyd es, sin duda, un grupo importante de esa larga cadena de sonidos que devienen en arte.
La música de Syd Barrett es una síntesis de su tiempo y, a la vez, la continuidad de una tradición británica, aquella con la que rompió para reinventar un sonido y unirse a esa cronología. En sus acordes están implícitos, además, la música de cámara, los experimentos de Karlheinz Stockhausen, la vanguardia de John Cage, el rockabilly, el jazz y las vanguardias roqueras de la década de los sesenta. En los acordes de Syd están, también, las ideas de Marcel Duchamp, el happening —como forma— y la investigación científica de las drogas. Syd Barrett, con su educación sibarita, se apropió del momento histórico: sabía de dónde venía y, más allá de coincidencias o no, aplicó el método científico —una costumbre muy british—, se montó en su orgullo inglés y absorbió lo que estaba sucediendo en las otras bellas artes. Resultado: la creación de Pink Floyd, del rock psicodélico y la locura.
Estas son las aportaciones inmediatas. A largo plazo, su música y visión predijeron los sonidos del punk inglés y los sonidos que de aquí se derivaron hasta el género electrónico (desde los Sex Pistols, con su Johnny Rotten, hasta Joy Division y su posterior transformación en New Order). La sofisticación del pensamiento de Barrett lo llevó a entender que su apuesta estaba más allá del rock y que su obra era efecto y consecuencia de su lectura intelectual de la realidad.
Syd fue contemporáneo de sus contemporáneos. Un creador capaz de ver la big picture. Un jinete al que le quedó corto el presente. Su revolución era más acelerada. Quizá muchos se conformen con atribuir su locura a las drogas; sin embargo, ese ascenso a otra forma de entender la realidad surgió de la necesidad de inventar una en la que pudiera transitar sin prejuicios. Más que la locura, apabulla su claridad de pensamiento en un mundo que, en pleno destape, casi al mismo tiempo empezaba a castigar la originalidad. Syd entendió su momento porque conocía su pasado —“apretado” e imperialista—, y pudo reinventarse y vaticinar el futuro. Él no lo sabía, pero ya en sus primeros discos con Pink Floyd y en sus sesiones en vivo con ufo (en las que, como banda, se sumaba a la creatividad de artistas conceptuales de su generación) se adhería a una tradición en construcción y reconstrucción permanente que más tarde habría de traducirse en otras formas musicales. En aquellas sesiones el futuro no estorbaba ni limitaba; el presente se expandía en sus posibilidades y se concretizaba en notas y en el acto performativo. Orgulloso de su clase, buscó interlocutores; así eligió a sus compañeros de banda y también intuyó ese otro lado de la luna, al que Pink Floyd llegaría sin él.
Y Syd sigue brillando, y lo escucho y lo entiendo —en mi tiempo— contemporáneo y universal. Es un gurú y un arquitecto que, junto con Roger Waters, Richard Wright, Nick Mason y, después, David Gilmour, inició algo que hoy es legado universal y global.
Escucho The Piper at the Gates of Dawn y entiendo que su mayor obra no se limitó a las composiciones y los tejidos sonoros, sino que su gran legado es lo que posteriormente fue Pink Floyd —un poco en la tradición del artista alemán Joseph Beuys, cuya pieza magistral es el mundo intelectual y conceptual que abrió en sus clases. Y lo que devino es parte de nuestro legado. Ideas, historias que convergen, lecturas entrelazadas, estéticas relacionales que huyen, se concretan y se coquetean perdiéndose unas y permaneciendo otras.
Observo y escucho la discografía de Pink Floyd con Syd Barrett, sin él, con Waters y —más allá de Waters— con Gilmour. Sin tomar partido disfruto el desarrollo de una semilla musical y sus bifurcaciones: en cada una de sus rutas me agasaja la autenticidad y la apuesta. Son lo que son. Me quedo con la propuesta existencial que se escapa a la narrativa, que se integra —sin realmente integrarse— a lo clásico, al rock, al progresivo, al psicodélico, al pop y, en un sentido universal, se resume en su propia experimentación sintetizando teatro, literatura, artes visuales, filosofía. Pink Floyd está fuera del tiempo. Vigencia y pasado. Su flexibilidad para responder y escuchar a su época fue la herramienta para continuar su destino confrontando, asimilando y reintentando la vanguardia. Impusieron moda y se escaparon de ella.
Apreciar el legado de Barrett, como un clásico, plantea un reto moderno entendido como una consecuencia posmoderna. Su aportación sonora es en sí una especie de ejercicio de contemplación del mundo, un “hacer sonar la filosofía”. Su música —al igual que la de Pink Floyd— es una narración que entrelaza sonido y arquitectura, que viaja de la pintura al ensayo, de lo conceptual a la escultura, de la literatura a la reflexión sociológica: es la traducción sonora de una postura. Una invención para dibujar el mundo visible de una forma distinta.
Syd es para mí lo que para algunos es Marcel Duchamp o para otros John Cage o Jorge Luis Borges, visionarios que impusieron tendencia y crearon lo que hoy es moda. Me gusta pensar a estos personajes como rizomas atemporales que unen tradiciones a veces con nudos, otras de maneras sutiles. Los respeto por ser punta de lanza, no como consigna sino porque no sabían ser de otra forma. Pienso en sus seguidores quienes, sin copiar o copiando, sin repetir o repitiendo, se redescubren en otros tiempos haciendo otras aportaciones, creando otras piezas, unas transgresoras, otras conservadoras, tibias, locuaces, perturbadoras o frívolas, que casi imperceptiblemente dan continuidad, sin que eso signifique sumisión: se trata simplemente de la progresión natural humana.
¿Qué hubiera sido de Syd Barrett si en lugar de escuchar su instinto y explorar dentro y fuera de la tradición se hubiera conformado con repetir sin reflexionar lo que otros estaban haciendo en su tiempo? ¿La historia de la música sería diferente?
Lo más probable es que sí. ~
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Becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca, MIRIAM MABEL MARTÍNEZ (1971) obtuvo en 2001 una residencia artística en el Vermont Studio Center. Ha publicado textos en Casa del Tiempo, Nexos, Los Universitarios y Origina, entre otras revistas y suplementos culturales.
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