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Helmut Newton en Oriente
Este País | Travesías | Andrés de Luna | 01.01.2013 | 0 Comentarios

Algunos viajes tienen el sello de la fuga necesaria. El fotógrafo Helmut Newton (1920-2004) dejó Berlín ante la inminencia de la estupidez homicida de los nazis. En 1938 partió junto con su familia en el vapor de pasajeros Conte Rosso. Abordaron el buque en Trieste, la ciudad que había albergado a James Joyce y a Italo Svevo. El clima era frío y el ánimo peor, era un periplo involuntario ante el origen judío de los Newton. Una enorme ventaja de la juventud es la capacidad de adaptación. Helmut dormía en un camarote al lado de tres hombres mayores y desconocidos. Por la tarde, casi al declinar el día, apresuraba el momento y se instalaba en los salones de segunda y, cuando lograba colarse, de primera clase. El barco era un punto en la lejanía, un algo que se desvanecía en las sombras, en tanto que el clima bélico de Europa era un fantasma que cobraba forma.

Entre música alegre y movimientos acompasados, Helmut Newton conoció a una vietnamita. Frágil, de figura magra, su color era cobrizo, atractiva en su diferencia y con una desenvoltura que es un don apreciable, sobre todo, a los dieciocho años. La mujer cada atardecer iba hasta el camarote, que a esa hora estaba desocupado. Ella tenía marido y se separaba de él con el pretexto de que la peinarían. Todo estaba dispuesto de la mejor manera hasta que un día se presentó el esposo. Tocaba la puerta con insistencia y gritaba para que saliera su compañera conyugal. Helmut y la vietnamita conservaron el silencio y al poco rato continuaron lo que habían empezado con avidez. El tipo acudía con regularidad y escenificaba el mismo espectáculo, una y otra vez quería arrancar la puerta. La pereza del barco permitía que los pasajeros tuvieran otros amoríos. En su Autobiografía (RM Verlag, Barcelona, 2005), el futuro artista recuerda: “Me abrí paso por el Mediterráneo y el canal de Suez follando sin parar. No me interesaban mucho las chicas jóvenes de mi edad, sino las mujeres mayores, casadas, treintañeras. Tenían toda la sensualidad, el glamour y la excitación que yo buscaba. Y me sentía como un personaje de ‘Ardiente secreto’ de Stefan Zweig”.

El itinerario, después de Suez, fue Djibouti. Escala en un infierno africano cuyo calor devoraba a los pasajeros. La fantasía de Newton era proseguir la navegación sin rumbo alguno, quedarse en las aguas del buque para que el paraíso delineara sus mejores contornos y la vida conservara su amabilidad. El destino final era Shanghai, que en esos tiempos era un sitio inseguro y poblado de peligros para los extranjeros. Fue el encuadernador Max Knopf quien predispuso a Helmut para que desembarcaran en Singapur. Al llegar al puerto, una comisión de Bienestar Social eligió a los que podían quedarse en la isla. Ante los riesgos de China lo mejor era intentar una salida. A la segunda entrevista decidieron que Helmut Newton, aspirante a fotógrafo con un equipo apenas suficiente, soltero y con un manejo aceptable del inglés, se convirtiera en candidato para quedarse en un lugar húmedo y caliente.

Capítulo III Costa Rica. Del Herbario Nacional UNAM, esmalte y tinta epóxica sobre metal, 50 paneles de 40 x 30 c/u, 2010.

Ahí Newton fue instalado en una pocilga. Los barrios pobres de Singapur eran en verdad miserables. Unas covachas de madera arriba de los cuartos de los sirvientes chinos fueron el hogar provisional del fotógrafo. La ciudad estaba limpia pero el aseo de los cuartos era terrible, las sábanas solo se cambiaban cuando su color se había oscurecido por el polvo y la mugre. Esos locales estaban infestados de ratas que por las noches se desplazaban por los techos, en tanto que una araña del tamaño de un puño se colaba entre las sábanas, por lo que había que destender ese cúmulo de trapos sucios antes de emprender la búsqueda del sueño. Newton tuvo la encomienda de trabajar para el diario The Straits Times en la sección de sociales. Era el cronista visual de las largas y ociosas sesiones que se desplegaban día a día y tarde a tarde en los sitios oficiales. Señoras con vestidos lujosos, muchos de seda y encaje, con sombreros espectaculares, y hombres de impolutos trajes blancos que se cambiaban un par de veces ante la contundencia del clima. Helmut se complacía con imágenes que él reconocía mediocres, exentas de la menor calidad fotográfica. La rutina duró dos semanas y, luego de eso, le dieron una patada en el trasero y lo dejaron solo a merced de un país extraño. La situación en su inmunda vivienda se hizo peor. Era increíble que los dueños de ese espacio horrible se pelearan sin tregua, dos australianos que remojaban sus culpas en alcohol y estaban embriagados sin descanso. Los insectos merodeaban, las ratas eran amas y señoras del instante y la araña gigantesca era una invitada al festín de la insolencia.

Algo que calmaba los ánimos y celebraba la vida eran las comidas chinas con Knopf. Baratas al extremo, abundantes y con el único inconveniente de tolerar los modales de los chinos, que se metían los alimentos a toda velocidad, escupían a un lado, se hurgaban la nariz y eructaban al final de las sesiones culinarias. La única forma de combatir esas groserías era imitarlas y eso fue lo que hicieron el impresor y el joven fotógrafo. La suerte de Newton era proverbial: de pronto conoció a Josette Fabien, que era la encargada de la Comisión de Bienestar Social del Conte Rosso. Ella radicaba en Singapur y era una dama de treinta y cuatro años. Según la mencionada Autobiografía: “era una mujer pequeña, de uñas largas y rojas, rubia, de nariz afilada, una boca grande y sensual, ojos azules y una piel blanca y transparente. Llevaba vestidos ceñidos y pantalones anchos. Debido al calor, los vestidos eran de telas muy finas. Jamás llevaba medias”. La señora tenía su oficina en el mítico, aún hoy día, hotel Raffles. Desde luego que, con la descripción del fotógrafo, era obvio que el vínculo maternal con la mujer derivó en algo más que eso. Del muchacho brioso que besaba a la mujer y ella lo permitía, para luego hacerlo a un lado con un gesto de amistad. Ella lo apartaba y le precisaba que se sentía como una seductora de niños. La dama tenía experiencia y toleraba los juegos sin ir más lejos, hasta que una noche las cosas se desataron. El amasiato se consumó en una cama enorme con tela mosquitera. Siempre que copulaban, Josette se tapaba la cara, le molestaba que le vieran los ojos en esos momentos íntimos.

Capítulo III Costa Rica. Del Herbario Nacional UNAM, esmalte y tinta epóxica sobre metal, 50 paneles de 40 x 30 c/u, 2010.

Para 1939 Helmut Newton era un habitante más de Singapur. Se había insertado en un territorio ajeno que llegó a dominar con excelencia. La pasaba bien, tenía amoríos ocasionales y descubría que la infidelidad de las mujeres casadas era posible sin más, sin titubeos, aunque adoptara pequeñas reglas de discreción. Otra de sus costumbres era la asistencia a los burdeles. Desde la llegada de la pubertad en Berlín, el fotógrafo tuvo en esa práctica uno de sus placeres secretos. Podía comprar sexualidad, tardes de gloria mercenaria que le costaban algo de su sueldo raquítico, que consideraba bien invertido. Recorría presencias, aromas suaves o acres, pieles aterciopeladas o con alguna imperfección, todo ese concierto de cuerpos desnudos y disponibles lo excitaba al máximo.
En Singapur estaba el callejón de Chaney Alley. Los proxenetas estaban alertas, se disputaban a la clientela. Presumían a unas muchachas de origen chino a las que jalaban de los cabellos y aseguraban que eran vírgenes. Los paseantes decidían si era lo que buscaban o se inclinaban por otras jóvenes. El regateo venía después y pronto se llegaba a un acuerdo. Para el juvenil fotógrafo ese universo se acercaba a un paraíso de calores extremos y de experiencias que lo marcaron de manera definitiva. Ese viaje fue el principio de la aventura. ~

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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), y su última publicación: Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011).

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