El viaje es una intermitencia. Ese cambio constante suscita euforias y desasosiegos, se pasa de lo habitual a lo inesperado, y el vaivén molesta a muchos que ni siquiera se atreven a cruzar el umbral de su vivienda. Otros, y ese es el caso del escritor inglés Aldous Huxley (1894-1963), tuvieron en la experiencia viajera un complemento ideal para sus búsquedas vitales, las que iban de las meditaciones de la inteligencia a las sorpresas de la iniciación metafísica y mística. ¿Qué pasa por la mente de un hombre que a los dieciséis años casi pierde la vista? Anudar los cabos de geografías insólitas, de urbes desquiciadas o de sitios apacibles fue la insistencia del autor de Los escándalos de Crome. ¿Quién puede perderse los oleajes de mares de Europa, América o Asia? Atardeceres compartidos con mosquitos, carreteras europeas atisbadas desde el Citroen que manejaba su esposa Marie Nys, y muchos años en los que se suman entornos que nutren la imaginación de un escritor tan prolífico como Aldous Huxley.
Uno es el tipo que se atiborra de vuelos, que va de un sitio a otro en pos del negocio. Apenas sale del hotel que, por lo regular, corresponde a cadenas internacionales, que poco se diferencian entre los ubicados en un país o en otro, regresa en espera de su próximo destino. Esa condición viajera la puso en entredicho la novelista Anne Tyler en The accidental tourist, que luego adaptaría Lawrence Kasdan en la cinta de horrible título Un tropiezo llamado amor (1988). La contraparte está definida con claridad por Paul Bowles en El cielo protector:
Le bastaba ver un mapa para ponerse a estudiarlo apasionadamente, y entonces, en la mayoría de los casos, empezaba a proyectar un nuevo viaje imposible pero que a veces llegaban a realizar. No se consideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra.
Huxley era el prototipo del viajero, por más que, con la fina ironía británica que lo caracteriza, publicara, en 1925, A lo largo del camino: Notas y ensayos de un turista. La movilidad era parte de la existencia de un hombre signado por la erudición. Compartía esos periplos interminables con su esposa Marie, porque a veces es indispensable contar con un cómplice en estos recorridos. El trayecto en automóvil le permitió al matrimonio de los Huxley encontrar un ritmo en sus travesías. Detenerse cuando fuera necesario y reanudar el camino apenas lo decidieran. El pliegue del tiempo es un vector fundamental durante el viaje. ¿Qué tanto tiempo se le puede dedicar a un sitio? Esto variará de acuerdo a los intereses del paseante. Huxley y Marie habían trasladado su hogar de Londres a Florencia, luego a Pisa. La inquietud intelectual del escritor era suprema, debía conocer los contrastes, las diferencias, las similitudes y aquello que se desprende de los pueblos pequeños y de las grandes urbes.
En La situación humana, en el ensayo “El hombre y su planeta”, Huxley —un ecologista de antes de la moda y de las impostergables preocupaciones actuales— escribió:
El Líbano es un país muy pequeño que consiste en una franja costera de no más de unas pocas millas de ancho al pie de las altas montañas que alcanzan casi diez mil pies de altura. La cadena montañosa tiene entre cien y ciento cincuenta millas de largo, veinticinco o treinta millas de ancho, y yo esperaba, cuando subí hasta allí, encontrar cedros de Líbano en profusión, como indudablemente los hubo alguna vez. Anduvimos durante horas y horas por enormes colinas hasta que, después de milla tras milla de tierra absolutamente desierta, llegamos a un espacio cerrado en el que había aproximadamente cuatrocientos cedros. Volando más tarde sobre esa extensión, vi otros dos huertos de esos, y creo que en total habrán quedado quizá mil quinientos o dos mil cedros. Eso es todo lo que queda del bosque gigantesco que proporcionó al rey Salomón madera para su templo.
En la mirada de Huxley, tan propenso a la crítica de los esnobs y toda esa fauna insoportable, siempre se colaba el gusto por el comentario reflexivo. Por ello, en Jesting Pilate: The diary of a journal, libro de 1936, se hace crónica meditabunda de los lugares visitados. Había partido rumbo a Asia en un periplo comenzado en Túnez. En sus escalas vio Singapur, Birmania, Malasia, Filipinas, China y Japón, pero el gran entusiasmo llegó con los cuatro meses que pasó en la India, estas semanas fueron capitales para su vida futura. Encuentra el misticismo en las calles y a través de los hombres sabios. La sociedad tradicional lo conmueve, entre otras cosas por el abuso a las castas inferiores. Costumbres y lugares lo atrapan, el ojo cósmico de Huxley lo conduce por sendas de hallazgo permanente. La escritora española Lily Litvak alguna vez comentó que el viaje se había terminado con las “excursiones de Thomas Cook”, en donde los turistas hacían gala de su espíritu chato. Se conformaban con entregarse a la nada, a un tiempo insustancial y con un guía que daba unas cuantas explicaciones, tan someras como sus conocimientos, y encontraba que eso era digno de la jauría de ricos analfabetas que llevaba consigo. Ese era un modo de viajar, otro era el de Huxley que iba hasta las entretelas de los lugares, se vinculaba hasta donde era posible con los habitantes de un país o de otro. Sin pretenderlo, Huxley era el viajero que nunca termina de inquietarse ante lo que ve o escucha.
Para 1934 el escritor publica Más allá del Golfo de México, que lo instala en el asombro ante una América deslumbrante. Honduras, Guatemala y México fueron los países recorridos. Estados Unidos lo inquieta porque concilia los dones de la urbe y la presencia de una naturaleza vastísima. Los Ángeles le colma y por ello echa raíces ahí. Tiempo después, irradiado por las enseñanzas de D.H. Lawrence, Huxley marcha a Nuevo México, sitio que cuenta con una propiedad del autor de El amante de Lady Chatterley. Pasadas las semanas, el matrimonio de Aldous y Marie sigue al acecho de un sitio ideal, por ello reinciden en Los Ángeles. El cine forma parte de los días. Traba amistad con realizadores, entre ellos George Cukor, o actores como Greta Garbo. Escribe para el cine. Luego de una multitud de itinerarios se instala en Temple, Arizona. El escritor añade a sus preferencias la del desierto. Encuentra un espacio de enorme sugerencia en esos confines asfixiantes y arenosos.
Enumerar los viajes realizados desde los años treinta hasta 1963 significa un paréntesis inmenso: Perú, Brasil, Italia, Inglaterra, Suiza, Dinamarca, India, Italia, Francia, Egipto, Líbano, Palestina, Chipre, Grecia. Además, Huxley se adentraba en los países visitados y hacía largas incursiones por lugares recónditos. El último periplo hasta ahora conocido lo registraron su segunda esposa Laura y su amigo entrañable Christopher Isherwood. El texto en donde habla de ese hecho lo escribió ella y se llama “Un mensaje del más allá de Aldous Huxley”, esto se dio a través de un juego libresco que aún causa sorpresa. La versión traducida por Myrna Ortega se publicó en la Revista de la Universidad de México, en enero de 2005. Huxley fue de las esferas supraterrenas para alcanzar el planeta Tierra, que había recorrido con ahínco singular, lo mismo que las experiencias de los viajes alucinógenos detallados en Las puertas de la percepción y Cielo e infierno. El itinerario de Aldous Huxley parece inacabable.
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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), y su última publicación: Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011). Esta es la segunda entrega de Travesías, la columna periódica del autor que sustituye a sus clásicos Erotismos.