Mircea Eliade (1907-1986) fue a la India en busca de los conocimientos que apuntalaran sus propósitos sobre este país mágico y desconocido en Occidente. En su libro Memoria I: Las promesas del equinoccio (Taurus, 1982) anotó:
Recuerdo aún el crepúsculo de diciembre de 1931, en el puerto de Bombay, esperando la salida del barco. Cuando vi alejarse lentamente las luces de la ciudad, fue más de lo que podía soportar y me refugié en el camarote. Lo compartía con dos estudiantes indios y sabía que por lo menos durante media hora podría estar solo. ¡Quién querría encerrarse en un camarote a esa hora en que caía la noche y nuestro barco cruzaba la bahía!
Con estas líneas el joven Eliade se despedía de la India, su padre lo había llamado por un interés que tenía más de honorífico que de índole familiar —lo cual significaba mucho en ese momento. Debía integrarse a las filas del ejército de su país y, aunque estaba imposibilitado para acudir, tomando en cuenta que se encontraba en condiciones óptimas de salud, sería declarado como un desertor. Esto hizo que su padre lo reclamara con ahínco para evitar tensiones innecesarias. Luego de su trayecto en el Indostán, convertido en un sabio de apenas veintitrés años, tuvo que dejar esas tierras para regresar a Rumania. Una situación lo tenía apegado a las condiciones de esta nación colonizada por los ingleses, todo su interés y todas sus vocaciones estaban puestas en su tutor Dasgupta, un hombre que conocía la realidad de su patria con profundidad, así como los textos sagrados que tanto interesaban a Eliade.
Después recordará que gracias a este personaje conoció al literato y promotor cultural Rabindranath Tagore en Shantiniketan, con quien pudo hablar y probar las viandas de la casa. En este sitio se contrapunteaba el saber. Por un lado, cuando se trataba de asuntos vinculados con la teoría, Dasgupta se volteaba hacia una ventana y desde ahí trataba de olvidar lo que pregonaba Tagore. Al cabo de varios momentos complicados, y a raíz de la grosería del tutor de Eliade, se le dejó de lado y el escritor solo conversaba con el muchacho rumano que estaba feliz de escucharlo narrar sus historias.
©B.J. Carrick, Pregnant horse,
lápiz y tinta sobre papel crema,
21.6 x 28 in, 2011.
Fue precisamente en la India, sitio alegórico dentro de la biografía de Eliade, en donde ocurrió algo que quedó planteado en Maitreyi: La noche bengalí (Kairós, 2000). En esa novela de impecable calidad aparece un joven ingeniero francés que se instala en dicho país con el objeto de aprender algo más de lo que ya sabía. Allí conocerá a Maitreyi, la hija del dueño de la residencia. Luego de diferentes perspectivas, en donde el ingeniero se siente distinto a la muchacha, él entenderá las cosas y terminará por encontrarse con este personaje insólito.
El final es terrible y es mejor guardarlo para aquellos que lean el libro. Solo un detalle que sí resulta importante para el resto de la narración: en las últimas páginas del libro, el ingeniero, que en realidad es el propio Mircea Eliade, escribe:
Los meses que pasé en el Himalaya, en un bungalow entre Almora y Raniket, son demasiado tristes y sosegados para poderlos describir […]. Llegué allí tras huir sucesivamente de Delhi, Simla y Naini-Tal, donde me encontraba con mucha gente y, principalmente, con muchos blancos. La gente me daba miedo porque tenía que responder a su saludo, hablar de cosas que no me importaban y perder el tiempo. Esto me impedía estar todo lo solo que yo quería. Ahora la soledad era para mí consuelo y alimento.
La India de esos años fue una explosión para Eliade, quien pudo desatar las riendas que traía con el yoga y con muchos de los escritos que trataba de leer y transcribir. Una de las experiencias que mejor evoca es la del templo de Borobudur, construido en el siglo VIII.
Este espacio fue uno de los sitios predilectos del estudioso de las religiones. A él le pareció que, dentro de los espacios dedicados al budismo, este era el templo más hermoso que existía. Sus largos canales que había que caminar o sus figuras le daban una muestra de lo que era la disciplina creada por Siddhartha Gautama. En el libro Maravillas del mundo (Nauta, 1968), el viajero Roland Gööck describió:
El templo de Borobudur, en la isla de Java, ha sido llamado “montaña de dioses”, lo cual es una denominación acertada para la gigantesca edificación sacra, situada a poca distancia de Djokjacarta, pues se trata efectivamente de una montaña o colina cubierta de inmensas masas de piedra. Este es el más extenso de Asia, el budismo ya estaba retrocediendo en el subcontinente indio.
El sitio está ocupado por setenta y dos dagobas —cúpulas en forma de campana— que coronan las terrazas superiores de Borobudur, cada una de estas figuras cuenta con un Buda. Otro aspecto importante del espacio son las figuras en relieve que describen escenas en los frisos y que se extienden en las terrazas a través de seis kilómetros. Son hermosas las siluetas que sacaron a la luz los creadores de Borobudur, templo que nunca llegó a concluirse, tan es así que una de las piezas del Buda aparece sin su cúpula protectora.
Era imposible que una construcción así dejara de maravillar a Eliade. Él iba de un sitio a otro con sus cargas de saber y con todo lo que podía acumular para sus libros e investigaciones. Sus enemigos lo acusaban de antijudaísmo y de un espíritu nazi que fomentó en los años treinta pero estas críticas funcionaron como incentivo para su sabiduría. Él, al lado de Cioran y Ionescu —otros antisemitas que se arrepintieron después—, participaron en algunas de las marchas que apoyaron el juego sucio, la contundencia de las exclamaciones alemanas y todo eso que llevaba implícito el signo del poder. Años después, con toda la evidencia, Mircea Eliade jamás hablaba del asunto y, cuando alguien intentaba cuestionarlo, cambiaba la plática o alegaba que tenía un compromiso previo. Esta parte de su vida siempre lo molestó en demasía, era como agregarle una sustancia pútrida a un hombre que ya estaba en otra cosa. Su ímpetu viajero lo hizo trasladarse de un punto a otro, de una situación distinta a la que seguía, nunca se amilanó ante nada y lo único que le molestaba era esa participación juvenil como aliado de los nazis. Superado ese periodo y con otras fuentes de información, Mircea Eliade es ahora uno de los sabios del siglo XX, un personaje que supo otorgarle lo mejor de su pluma a investigaciones que se leen ahora con oportunidad y sin sesgos de ningún tipo.
El hombre ilustrado, Eliade, describe así su vínculo con la India:
Ya no veía a la India con los mismos ojos que en 1929. Tenía la impresión de haber descubierto algunos de sus misterios y que ciertas sensaciones, belleza incluso, a las que no había tenido acceso hasta entonces, me eran finalmente reveladas. Para ello tuve que tener la suerte de vivir en el hogar del más ilustre de los historiadores de la filosofía hindú y empezar a acostumbrarme a la vida del país y a su idioma.
Ese fue el interés de Eliade, quien —con todas sus atenuantes— a lo único a lo que aspira es a establecer conciencia. Por ahora, lo mejor es estar bien y que las cosas fluyan con la regularidad y sin estorbo. Quizá solo de esa manera es posible ir más lejos en esta asimilación de lo real. ~
________
ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), y su última publicación: Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011).