(Cualquier asomo de parecido
con la realidad no es coincidencia.)
No eran nervios. Lo que casi me sobrepasaba era una tremenda excitación. Quizá lo recomendable en estos casos sea la cautela, mas yo estaba dispuesta en una noche como esta a todo lo contrario. Aquel restaurante no se sabía bien si era agobiante o acogedor. A mí esto me daba igual, ya me había sentado en un extremo de la mesa. Cuando terminó mi apresuramiento por acomodarme, reparé en la mujer que me contemplaba fijamente desde el cubierto de enfrente. De tanto aguantarle la mirada, su gesto se difuminaba, y mientras nos ocupábamos del primer plato pude apreciar que, según el tema de conversación, tan pronto tenía cara de niña sobre cuerpo de mujer como cara de mujer mayor en cuerpo aniñado. Cuando terminamos la ensalada me atreví a decírselo, y cuánto nos reímos cuando ella me contestó que le estaba pasando lo mismo conmigo. ¡Cómo desaprovechar este guiño! Decidimos vernos más veces, trazamos un plan: quedaríamos a cenar para ir anotando qué temas correspondían a cada cara.
Esta complicidad era el mejor comienzo. Una esperada alegría empezó a relajarme, aunque la cena estaba resultando demasiado expectante hacia mi persona, lo cual era fatigoso por el riesgo de ser yo misma más de la cuenta. No acepté ninguna bebida y contestaba a medias o con algún disparate a la curiosidad de todas. Ellas, ya desde el primer brindis, se reían demasiado, pero era comprensible: celebraban reunirse después de largo tiempo y, además, antes de que empezaran a consultar el menú, yo me había acercado por sorpresa a su mesa, diciéndoles: “Perdonad, ¿podría sentarme a cenar con vosotras? Es que estoy sola, os he visto, y me ha parecido que sois un grupo simpático”.
Fue en el segundo plato cuando aquel collar de la cabecera de mesa empezó a inquietarme, tanto que me hipnotizaba. Con cierto aturdimiento empecé a percibir como si alguien ausente quisiera mostrarse, pero quienquiera que fuese no se parecía en nada a la portadora del collar. ¡Ah! Por qué surgir ahora sin haber aparecido nunca desde entonces, por qué esta mujer me ha llevado a aquella niña interna para quien yo simplemente era el enlace con la calle: encargos de crema exquisita para el cuerpo, blocs de muchísimas hojas, goma Milán, la maravillosa, la rotunda, la siempre añorada.
Entusiasmada con la aparición, como si hablase sola en voz alta, me puse a relatar: “Sin ser amigas, aquella relación era extraña: ella confiaba en mí, y yo, sin más, cumplía. Hasta que un buen día llegó el encargo emocionante, más secreto que los otros secretos: debería ir a un convento cercano y comprar un cilicio de muslo. –¿Qué es eso? –Ya lo verás. Los hay para cintura y otras partes del cuerpo, pero yo lo quiero de muslo. –Bien. Iré. En la oscura estancia, la monja, como quien vende lazos o calcetines, me mostraba con sus manos pequeñas artilugios varios de malla metálica salpicada de pinchos, que se revolvían con un ruido muy concreto sobre el mostrador, hasta que le pedí por favor que me dijera cuál era el especial para muslos. Entonces lo escogió y me explicó despacio cómo se enganchaba y graduaba, según más penitencia o menos, aquella especie de pequeño cinturón. Aprendí mucho con este secreto. El curso siguiente, aquella chica rica, guapa, refinada, sacrificada, desapareció”.
La irrupción del cilicio en medio del menú fue algo exquisito. Interés unánime: ¿cómo son?, ¿cómo era el del muslo? Esperé durante un par de bromitas, y cuando muy seria, la de la cabecera repitió la segunda pregunta, le contesté: “como tu collar”. Cuatro segundos y soltó una gran carcajada, no tenía más remedio, pero yo sabía que era una carcajada solo gestual y salí corriendo de sus ojos a refugiarme en los de mi cómplice, ahora su cara mitad niña mitad mayor, guiñándome no sé bien qué ojo. Lo demás era silencio.
¿Cómo continuar? No podía traicionar la idea previa del inicio de la aventura, el deliberado plan de aparecer allí sin ser yo, y a ver adónde me llevaba. Pero ¿qué hacer ahora, cómo salvar esta tensión? ¿Levantarme riendo, soltar un billete, incluso invitarlas y largarme en plan loca que liga cenas? No. Me levanté, roja pero valiente. Pedí perdón a la cabecera y le aclaré que conocía a un diseñador de joyas muy famoso que se inspiraba en los cilicios. Más risa aún suscitaron mis palabras, y todas empezaron a decirme que había sido una gran idea haber aparecido de aquella manera a su mesa y que había sido muy valiente al enfrentarme a tantas mujeres. Yo sonreía dando las gracias y disculpándome. Ellas: que no que no. Yo: que sí que sí. Ellas: que no que no… Y entonces supe que había llegado el momento de decirlo: “Sabía que estabais aquí y me moría por conoceros”. ¡Dadme un abrazo! Soy la que firma “Yo-Yo” en el blog. ~
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Colaboradora frecuente de estas páginas, TERESA DE PAZ es licenciada en sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Fundó la Editorial Arnao en 1980. Ha publicado minificciones en revistas como Metamorfosis y El País Semanal.
Querida Teresa… mis nervios se acentuaron al leerte. Imaginar ese cilicio enroscado al cuello me dio pavor. Me gustó mucho la historia, gracias por todo. Un abrazos fraterno desde Argentina.
BESOS
Sebas