La dinámica propia de la evolución histórica apunta en una dirección: no trata sobre la apropiación de los medios de producción, esos industriales que han abatido con diversos contaminantes cada una de nuestras capacidades pulmonares y ecológicas. Más bien, se ha volcado hacia la distribución y democratización, con características cada vez más autónomas y ciudadanas, de los medios de comunicación. La lucha de las clases trabajadoras y campesinas, la lucha profética de siglos, se ha iluminado más como una lucha paciente y exitosa a favor de una sociedad civil que, gracias al acceso exponencial a la información, gana espacios insospechados en el paisaje ampliado de las cosas.
Esta hipótesis en torno a los ciclos de la historia, si bien es producto de su tiempo, parece responder a cierta lógica. La Biblia de Gutenberg encendió los ánimos de Lutero y cimbró las bases fundamentales de la Iglesia cristiana; la Ilustración (episodio histórico justificado por las dinámicas de su encuentro educativo y cultural–informativo) sembró la semilla de la gestación de un Estado republicano y mayor participación política y; finalmente, los grandes emporios mediáticos consolidaron, durante las últimas décadas, el funcionamiento de las ciertamente maltrechas, pero también innegables, instituciones de una democracia liberal. En dos párrafos hemos trazado, irresponsables, los modos por los que la Historia cambia y hemos resumido el actuar social de todo Occidente.
Pero hay que apurar las cuentas para plantarnos en el presente. Un presente que, en realidad, no es otra cosa que un momento de paso para el futuro, al que así sentimos todos. Ese momento en donde la individualización de nuestros momentos creativos, productivos y sociales (uno a uno, frente a su computadora) va a ser tan preciado, tan alegre de encontrar, que la imposición absurda de algún sistema politizado, de algún sistema injusto para el individuo será respondido con rechazo y, en el peor de los momentos, con furia.
Porque es el momento de la individualidad colectiva de la aplicación tangible de lo que se nos ha planteado en el foro de las ideas como “liberal”; más que un acuerdo institucional tramposo para que un monstruo hegemónico (sea en forma de gobierno, corporación o cualquier otra institución jerarquizada) se haga de nuestro espacio social, queda ya al escenario público albergar cada una de nuestras inquietudes, comunitariamente, en un espacio de reunión social en donde se encuentran per-so-na-li-da-des. Los yo congregados. La soberanía más absoluta.
La idea es absolutamente utópica, por supuesto. Es, en el sentido estricto de la palabra, “ideal”. Pero es la forma a la que se ha acercado nuestra acción social la que nos han regalado las redes y los medios; la que ha permitido que el avance de la tecnología pueda reemplazar a esa figura fundamental para la historia de la filosofía (y para la filosofía de la Historia) que es la del espíritu: hacia donde estamos avanzando, hacia donde parecemos avanzar.
Así, no hay más acción que la defensa de nuestra individualidad. No hay más acción que participar en la defensa de lo que siempre supimos era nuestro y cada vez alcanzamos con mayor eficacia: la voz, el voto, las oportunidades, la justicia, nuestro lugar.
No hay tampoco mucho más que hacer que esperar, a la par de la lucha. Cuando los puestos de poder cambien, generacionalmente, también cambiarán las formas de acción con las que el mundo se observa como el mundo.
El pasado podrá gobernar a México los próximos seis años, sería lamentable. Sin embargo, tenemos la certeza de que no lo va a gobernar por mucho más.