Las cinco letras del deseo
formarían una enorme cicatriz luminosa.
Xavier Villaurrutia
Recibes una inesperada invitación a comer. Mañana a las tres de la tarde en el hotel Camino Real. Te pide que se vean antes de que cambien aún más físicamente porque a lo mejor ni siquiera van a reconocerse. Aceptaste, algo titubeante, en medio de la sorpresa. ¿Será cierto que el primer casamiento no se olvida? ¿O es que solo se guarda como nostalgia por el candor perdido? Cuelgas y volteas casi maquinalmente a la tarea en la que, por casualidad, te ocupabas arreglando tu escritorio convertido siempre en desordenado desafío, que medio organizas y dejas para un rato más tranquilo aunque ese rato jamás llega. Sobre una pila de papeles amarillentos hay una vieja entrevista.
Lees en letras de molde palabras que ya no son tuyas. Una especie de confesión periodística: «Como ya es tradicional, me dieron una beca para escribir un libro que de antemano escribiría y que, a pesar de tener ahora cien cuartillas, es un saco de pobre para meterlo todo y cuyo verdadero hilo narrativo no descubro, tampoco el desenlace». No lo descubriste entonces, tal como te sucede con estos recuerdos deshilvanados. Pero te viene a la memoria, después de tantos años, un lugar lejano y pocas veces comentado en los libros de arqueología, un terreno cercano a la ciudad de Oaxaca donde estuviste un tiempo feliz y misterioso. Resultaría necio el intento de describir lo que, sin duda, fue un centro de iniciación y un cementerio.
Por donde entraron tu marido y tú hay un sapo esculpido en piedra. Al verlo supiste que habías contemplado algo excepcional. Monolítico. Grávido, con ojos saltones e inconmovibles ante el paso de los siglos, ojos socavados desafiantes en su eternidad, esperando la luz de los ocasos. Sus gruesos rasgos de batracio y sus párpados caídos indican algo. ¿Qué? Cualquier interpretación sería una mera hipótesis. Mariano y tú repararon en su mole, pero no se quedaron allí, subieron al piso superior donde hay un laberinto de seis patios. En el último hallaron una fosa hoy saqueada. Pensaste que en plena luna de miel habían llegado hasta ese punto por razones ocultas, bajo un calor implacable y verdugo que teñía de amarillo el panorama y de plata aquella zona arqueológica levantada en un punto estratégico donde convergen los cuatro puntos cardinales y existe una energía especial. Quizá Yagul, con sus laberintos y sus piedras, representaba una advertencia. En medio de la dicha que compartían, ancestros desconocidos les musitaban al oído el precio que pagan los hombres por estar en el mundo y conocer la felicidad, las posibilidades en el tiempo se reducen y todo termina al instante de la muerte o al final de un matrimonio.
Luego, en este momento, descubres otra vez los papeles amarillentos. En un retrato apareces de espaldas ante un espejo con las manos sobre los hombros como si quisieras abrazarte, consolarte sola, con la mirada inexpresiva esperando el foquito rojo, el clic de la cámara. Te parece extraña esa mujer de cabello agitanado cuya imagen correspondió un día a la tuya porque la foto lleva tu nombre al pie. Y recuerdas, entre sonriente y compasiva, que a las dos semanas de publicado ese artículo te llamó Francisco Corzas para reclamarte, entre bromas y veras, que por tu culpa se había llevado un chasco. Le interesó lo que dijiste en el periódico y viajó hasta Yagul, sin que le causara el menor impacto. Se hubiera arrepentido si no quedara cerca Monte Albán, tan imponente y majestuoso.
Te defendiste alegando que para entender un poco hubiera necesitado llegar en el momento preciso en que descubriste esas piedras acompañada por Mariano; pero interrumpió el comienzo del discurso diciendo: “Tu voz suena triste, como si te hubieran lastimado…”. Y añadió sonriente, con esa mezcla de ternura y pasión que imprimía a su obra: “Descúbreme al culpable y lo mato”. Contestaste: “Es que reflexionaba en una opinión de mi marido. Dice que la inocencia es la ignorancia…”. Al otro lado del teléfono te dijo: “¿Sabes? También san Francisco era inocente y se levitaba”. “Mira —dijiste—, tanto tú como Mariano de algún modo aciertan, solo que a él le falta ternura y a ti cordura”.
Relacionada con el sapo, Mariano elaboró una teoría de que permanecemos pegados a la tierra sin poder movernos y que los antiguos mexicanos lo sabían muy bien. Le encanta monologar sobre cuestiones esotéricas. Solo por intervenir hablaste de la serpiente con plumas, capaz de arrastrarse y volar como todos los seres razonables y no razonables que de pronto se descubren a sí mismos en las alturas sin importarles desafiar en el intento una flecha que los derribe para siempre; pero en realidad se trataba de una observación que pudiste guardarte. Pretendía demostrarle que escuchabas su teoría y te empeñabas en relacionar lo invisible con una realidad amorosa duradera en la que optimistamente te empeñabas en creer. Esa tarde, quizá porque tu candidez llegaba a la bobada gracias a la dicha momentánea, confesaste, en medio de una alegría que te llegó de alguna parte, que tenías buenos presentimientos. Ibas a volverte una periodista capaz de ganar premios y lo atosigaste haciéndole una pequeña crónica sobre ese viaje para señalarle la calidad de tu futuro trabajo. Esperaste críticas que nunca formuló, como si no hubiera escuchado palabra porque esa parte de tu personalidad no le interesaba; pero, con un optimismo igual al tuyo, también se mostró confiado en el porvenir y los dos se tomaron de la mano para seguir escalando la cuesta hacia las construcciones superiores, sin que en ese momento te sorprendieran sus repentinos cambios de carácter que luego te molestaban.
Cuando se comprometió contigo estaba muy contento. Parecía cargado de fuerza. Lo menos hermoso que tenía en su persona eran sus ojos y sin embargo esos ojos pequeños e incisivos permanecen claros en tu recuerdo, todavía hoy la maldición del olvido no ha logrado borrarlos, ojos de color indefinido rodeados de pestañas rubias, que de pronto revelaban, o así te lo parecía, un intrigante cansancio interno en el que nunca te internaste temiendo que detrás de eso encontrarías una falsa sofisticación. Hubo muchas cosas suyas que jamás averiguaste y que después no tuvo sentido averiguar. ¿Por qué las cosas que parecían perfectas empezaron a salir mal desde el principio?
¿Cuándo pisaron por primera vez el dolor y la angustia? A pesar de las décadas transcurridas te lo preguntas todavía y reconstruyes morbosamente detalles y necesitas contar frente a tus amigas pormenores de tu intimidad con Mariano. Siempre te detienes para no llegar al fondo y te conformas con alguna justificación que nadie, ni siquiera tú, comprende. Antes mencionabas cada palabra, cada gesto que apresabas conmovida. Sabías que el verde era su color favorito y disfrutaba la comida sin hacerle asco a nada, y que los tacos de chapulín o de escamoles le parecían una delicia rociados con salsa de guacamole. Puras superficialidades; sin embargo, lograbas reproducir conversaciones enteras con una fidelidad sorprendente, conversaciones que les habían abierto el paraíso y luego los encaminaron al purgatorio. Por entonces disfrutaban juntos cosas pequeñas, intrascendentes, cosas perdidas sin remedio como creíste que se perdió esa unión entre ustedes. Ahora, el tiempo te deja huecos imposibles de llenar. Las facciones de Mariano se han vuelto borrosas y no conservas claramente el sonido de su voz, la cual curiosamente reconociste al instante de esa extraña invitación telefónica; sin embargo, te llenas de preguntas: ¿cuándo empezó la destrucción? ¿Fue la tarde en que te esperaba sentado en el portal de la plaza oaxaqueña con una botella de vino blanco enfriándose junto a la mesa? Llegaste recién peinada de salón con unos pantalones y una blusita ceñidos, y acaparaste las miradas de otros hombres que jugaban dominó o esperaban al mesero. ¿Fue culpa tuya la ruptura por no haberle confesado algo que debiste decirle antes de comprometerse para que no se sintiera engañado? ¿Callaste por temor a perderlo y él no te quiso lo suficiente para dejarlo pasar? ¿Fue tu incapacidad para responder a sus ardores como debías? Tal vez no entendió que la suerte lo había puesto ante la mujer de su vida.
En el mercado compraron un juego de cazuelas. Las escogiste de todos tamaños porque deseabas sacarte condecoraciones de esposa perfecta. Te gusta cocinar y que alaben tus platillos. Mariano presenciaba el regateo aunque casi te regalaban la mercancía. Compraban cuanto se tropezaban en su recorrido por la ciudad: sarapes, mantelería, un gran machete con el monograma del jefe de Mariano grabado en la hoja. Unas mancuernillas para él y aretes para ti. El vendedor, dueño de la más sofisticada joyería de Oaxaca y un genio como orfebre, les habló de una pieza extraordinaria con la que había concursado y ganado premios. Abrió un armario. Escondía una caja fuerte de donde extrajo un collar de rubíes engarzados en ligeras coronas de diamantes. Te pidió probártelo y te dejó embelesada. Mariano no esperó a escuchar opiniones, dijo que se lo mandaran a México para regalártelo. Debiste haber tartamudeado. En aquella época conservabas la facultad de embriagarte con las cosas, igual que una niña a la que le presentan juguetes y a la que nada estorba su contento. Pero su pensamiento tenía una vena medieval o quizás una hermana bruja madrina que lo mal aconsejaba. ¿Radicaba allí esa inocencia comparada con la ignorancia?
¿Por qué aún después de cuarenta años sigues planteándote preguntas que quedaron sin respuesta? Saltas de un punto a otro sin desenrollar el hilo de Ariadna que te lleve a la salida del laberinto y te detienes pegando retazos perdidos, repasando lo que debías olvidar y has olvidado; pero traes a cuento los desayunos en el mercado con las cocineras vistiendo trajes típicos orgullosas de sus trenzas alrededor de la cabeza, sus filigranas y su elegancia al ofrecer enchiladas de mole negro y un chocolate espumoso y caliente, servidos con despreocupación porque nadie podía igualárseles. Tenían el mismo misterio y alguna similitud en las facciones con el sapo estático.
O rememoras una tarde junto al mar. Disfrutaban la caída de la tarde entonada por el rumor del oleaje y el espectáculo de la hilera de hamacas colgadas entre las palmeras de Puerto Escondido para el beneficio de turistas que se movían con pies desnudos empujándose contra la arena. Oaxaca te dolía por las ilusiones que se fueron, tanto que pensaste en no regresar; pero has vuelto varias veces gozándola como disfrutas otros viajes.
¿Y sigues preguntándote qué salió mal? ¿Dónde fallaron? ¿Lo sabrá Mariano, él que se tropezó con el sapo y parecía despertar al cariño de tu brazo construyendo esas teorías sobre escultura precortesiana? Lo recuerdas acostado, desnudo. Se dice que cuando vemos dormir al ser ajeno nuestros sentimientos se vuelven claros. Tú experimentabas una especie de orgullo por haberte casado con esa bella estatua. Y la cicatriz del deseo se abría de par en par. Dejaste de tener el miedo que suele paralizarte y la recompensa fue haberte convertido en una muchacha de infinita torpeza, con una conversación aburrida. Tú, que siempre manejaste las armas de la inteligencia, las perdías poco a poco y te dejabas embargar por una sensación vehemente y desconocida. Si alguna noche te quedabas despierta, contemplabas en la oscuridad el perfil de Mariano, su nariz algo respingada y su respiración rítmica. Así, profundamente dormido, querías decirle junto al caracol de la oreja cosas que no te atreviste a decirle estando despiertos, “te amo y te odio por sentir esta pasión devastadora”. Veías inquieta su cabello revuelto, su frente curva, el vello infinito de las cejas y anhelabas besarlo en el cuello y gozar de su cuerpo sin que se despertara o que al despertar hubiera experimentado el más reconfortante de los sueños. No te movías solo para cumplir tu destino, un destino que ignorabas y que no supiste cambiar dejando frases enteras agolpadas en la garganta.
Los dos están convencidos de que tienen unas coincidencias asombrosas, solo que sus relojes internos parecen desajustados por cinco minutos de retraso. Ambos pretenden imaginar lo que pudo haber sido, si se hubieran dado cuenta, en caso de haber dicho lo que en realidad pensaban. Cada uno en un momento dado, en una sola palabra lo que pensaban, la cicatriz luminosa no se hubiera cerrado tan pronto. Seguiría abierta en el profundo cuerpo de la noche. No lo hicieron y poco después sobrevino el silencio. Un divorcio que casi te mata. Manejaste tu automóvil llorando hasta el borde de un precipicio en la carretera a Cuernavaca y te quedaste allí una larga media hora dudando en tirarte.
Sin embargo, en aquellos días de Yagul cumplían con el círculo de la fortuna. Subieron el caminillo empinado y entraron al laberinto. Sus sombras se reflejaban en el polvo de lo que había sido seguramente una terraza, te descubriste muy pequeña de estatura comparada con Mariano y buscaste senderos que te mantuvieran unos pasos adelante, aunque tropezabas con frecuencia. A pesar de los anteojos oscuros, te amparabas con la mano que te protegía del resplandor. Por un momento tuviste lo que luego consideraste una revelación. Viste a otra figura que se acercaba, medía poco más de un metro y acusaba las características de las criaturas que crecen en el trópico. Era una vieja, y en aquel instante supremo, paradójicamente, cruzó por tu pensamiento una ráfaga funesta. Pensaste que esa anciana encarnaba la muerte tapada con un rebozo negro. Aun así, intentaste pedirle auxilio, indicaciones sobre el sendero que debías tomar. No te dio tiempo y tal como había aparecido se esfumó a la manera de un soplo. Por tu cuenta y riesgo tomaste un camino y un segundo y un tercero. Todos conducían a patios idénticos a los anteriores. La voz de Mariano desapareció en ese calor sofocante que impedía los ecos. Te figuraste que detrás de alguna piedra desprendida se escondía un animal ponzoñoso y te sorprendiste pensando por qué después de unas semanas de casada habían regresado tus miedos y te ahogabas en confusiones. No supiste hacia dónde seguir. Te quedaste parada; sin embargo, cuando estabas más desorientada, Mariano llegó triunfante como boy scout luego de cumplir su tarea. “Todos los patios son iguales y no hay más que una salida”, confirmó.
“¿Cómo lograste recorrerlos tan pronto? Yo no pude. Las entradas no conducen a ningún lado, parecen callejones sin salida”, repusiste. Mariano sonrió enigmático y te dijo que una pequeña indígena enlutada se le había acercado para confiarle que en lo alto había una tina y como veinte tumbas dispuestas en la falda de la montaña y quiso llevarlos por una vereda que conduce hasta el lugar estratégico, otear el panorama, divisarlo completo ofreciéndoles el don de la clarividencia. No aceptó la propuesta dispuesto a seguir la excursión con tu única compañía. Las gotas de sudor empezaron a rodarles por la cara y a empaparles las camisas. De pronto descubriste una pepita refulgente y te agachaste a tomarla. Era un llavero de oro con un elefante de trompa hacia arriba que les regalaron para la buena suerte y casi se les había perdido. ¿A quién de los dos se le cayó? ¿Se trataba de un augurio propicio, de uno malo?
“¿Alguna vez sentiste este calor?”. Te preguntó Mariano. Negaste con la cabeza. Sus ojos estaban clavados en los tuyos hasta el punto que un estremecimiento de uno de sus párpados te hizo desviar la mirada… recorrió con un dedo el contorno de tu nariz y se detuvo en la punta como si fueras una muchachita a punto de ser reprendida. Sus pupilas se volvieron opalinas cuando propuso que se metieran a gatas dentro de una excavación recién explorada.
Estuvieron el rato necesario para no ahogarse y salieron convencidos de que los zapotecas levantaban ciudades e infiernos. En el fondo, Mariano esperaba que pidieras una tregua aunque fuera lo suficientemente corta para quitarte piedrecillas del zapato. No la pediste. En el momento no se dieron cuenta, pero nunca se leyeron el pensamiento uno al otro por aquello de los relojes descompuestos.
Pasaron otros momentos, otras sensaciones imposibles de memorizar. El amor se enturbió, la pasión se enturbió. El diálogo inconexo se detuvo demasiado pronto. Si hubieran compartido sus respectivos secretos, si cada uno hubiera dicho una sola palabra en un momento dado, las cinco letras del deseo seguirían brillando al unísono; pero ustedes solo cambiaban miradas, atrevían sonrisas y callaron, bajaron a la tierra. Las vacaciones terminaron y poco después sobrevino el divorcio. El tiempo siguió corriendo. Recuerdas que hace una semana, cuando ya no creías en los milagros, una tarde lluviosa, acercaste la frente al ventanal y se formó una rueda de vaho sobre el vidrio. El río de la calle quedó desierto un instante; luego algunas personas corrieron apresuradas buscando no mojarse y envidiaste a una pareja que procuraba protegerse mutuamente intentando ganar el quicio de una puerta mientras la lluvia golpeaba con fuerza y las gotas se multiplicaban al estrellarse contra los cristales. El cielo se deshacía en lluvia oscureciéndose como un carbón. Entonces volviste a descubrirla. Cerca de esos amantes cobijándose entre sí estaba la mujer de Yagul mirando hacia ti. Identificaste su rostro marchito a pesar del manto negro que casi la envolvía. Su entrecejo se marcaba y las arrugas del rostro no se habían borrado, pero los años transcurridos la conservaban idéntica, como al sapo monolítico, como las tumbas saqueadas en las que preguntaste si no habían hallado a una pareja abrazada por toda la eternidad. Mariano tomó tu observación como si tus conocimientos arqueológicos tuvieran las cavidades de la luna o entrelazaras el asunto con La divina comedia, y en sus labios delgados dibujó una sonrisa irónica.
La mujer parada cerca de tu casa había llegado como ave de malos augurios condenando a los enamorados. Regresándolos hacia atrás, recordándoles que no habían sido uno para el otro y que cada quien encontró rutas diversas por cuenta propia. Los hijos de uno no fueron los del otro, enfrentaron desde lejos sus sufrimientos, sin enterarse siquiera, o quizá comentándolos casualmente y, sobre todo, no morirían abrazados juntos.
Dejaste tu puesto de vigía con rapidez, sorprendida. Obligándote a recordar lo que creías superado. Mariano tuvo otro amor y disfrutó una paternidad feliz. Tú elegiste una pareja y te convertiste en una periodista insatisfecha de ti misma y de tu obra; sin embargo, has dado conferencias por el mundo y a menudo escoges a tus editores. Con todo, eres tu juez más severo. Tampoco te consideras la perfecta casada, la que no emite opiniones y acepta todas las sugerencias y no trabaja sino en labores domésticas y se olvida de su persona; pero has vivido razonablemente tranquila, lo mismo que Mariano, o así lo supones. Ahora, sin explicaciones, te acercas al espejo de tu cuarto, empiezas a desvestirte y te contemplas sin piedad. Tu cuerpo ya no es el de la maja desnuda y tus senos y tus piernas empiezan a ser flácidos. ¿O ya son flácidos y calificas ese “empiezan” como una compasiva piedad por ti misma? Tu cara también ha sufrido cambios y, sobre cualquier otra parte de tu persona, envejecieron tus manos en las que dejaste de usar anillos llamativos para no atraer la atención sobre ellas. Lo notas siempre que escribes, antes de enviar tus artículos al periódico. Pero a pesar de tus terribles escrutinios piensas en el vestido que llevarás acudiendo a la invitación de la comida, uno de marca. Ya no compras sino trajes de marca. De color vivo, mejor que opaco para disfrazarte un poco y tratar de mostrarte tan vivaz como fuiste.
Al día siguiente no logras concentrarte en ninguna tarea; sin embargo, imaginas el final trágico de la novela por la que te becaron y que nunca supiste terminar. Ya sabes cómo. Consultas el reloj con frecuencia, calculas cualquier posible retraso en este tráfico insoportable de México. Cuando llega la hora manejas dispuesta a tomar la avenida Reforma hasta la esquina de Mariano Escobedo, reconstruiste las entradas al estacionamiento del hotel. Predeterminas la ruta más directa y perfumas con Coco Chanel hasta el coche. Sientes una gran curiosidad por saber qué aspecto tendrá Mariano. ¿Estará calvo, gordo, mofletudo? Y te sorprenden tus propias reacciones. Las señales de un alto te obligan a detenerte, cogida del volante ves cruzar de una esquina otra vez a la mujer zapoteca con su rebozo sobre la cabeza. No voltea, no te mira; sin embargo, ahora estás segura de que es su última advertencia, pero apenas se prende el siga aprietas el acelerador para no llegar retrasada.
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BEATRIZ ESPEJO (Veracruz, 1939) es escritora y profesora con una amplia trayectoria en la creación literaria y la enseñanza universitaria. Maestra y doctora en Letras por la UNAM, donde actualmente es investigadora. Entre sus obras destacan la novela Todo lo hacemos en familia (Aldus, 2001) y su antología personal de cuentos: El ángel de mármol (Universidad Veracruzana, 2008). En 2009 recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes, como reconocimiento a sus más de cincuenta años de trabajo literario.