En una de las primeras páginas de su Teoría del lenguaje y lingüística general, aquel gran humanista rumano-uruguayo que fue Eugenio Coseriu escribía: “El lingüista, si se nos permite una imagen, debe ser al mismo tiempo botánico y jardinero”. Distinguirá perfectamente —añado yo— entre monocotiledóneas y dicotiledóneas, pero será capaz, al tiempo, de podar el rosal sin pincharse la yema de los dedos y poner todo perdido de sangre.
Esa capacidad para elevarse desde la comprobación empírica de los fenómenos concretos hasta la formulación de leyes ideales y sistemáticas, y volver luego a embarrarse en el jardín era también virtud de José G. Moreno de Alba.
Nuestro inolvidable amigo fue un estructuralista funcionalista abierto a otras perspectivas teóricas y, a la vez, el autor de la afortunada serie de sus Minucias del lenguaje que, primero en la prensa, luego ya recopiladas en tres volúmenes, hablan del compromiso del ilustre catedrático de la UNAM con la descripción de la lengua española y el comentario valorativo de algunos de sus usos comunes desde el punto de vista de la norma.
Si mi memoria no me engaña, la primera entrega en libro de esa serie se publicó en la editorial Océano en 1987, el año en que nos conocimos.
En el trance en que me encuentro, amargo y honroso a la vez, de escribir a solicitud de Este País unas pocas líneas sobre el amigo perdido, nada me preocupa más que incurrir en un vicio que siempre he repudiado. Me refiero a la presencia excesiva, incluso a veces predominante, del que recuerda sobre el recordado, doblemente inaceptable cuando la personalidad del ausente es mucho más rica y fecunda que la del firmante. Me temo, sin embargo, que acabaré por rozar los límites de lo admisible, pues lo que Malena Mijares me ha pedido es que participe en unas páginas en homenaje de admiración y de amistad, no en volumen de estudios sobre la obra del doctor don José G. Moreno de Alba.
La admiración intelectual que le profesaba incluso antes de conocerlo personalmente nacía de mi interés nunca saciado por el español en América, por su historia externa y por sus peculiaridades fonéticas, morfosintácticas y léxicas. Y, complementariamente, porque él representaba para mí la autoridad más fidedigna, por investigador eminente y por mexicano, a la hora de justificar un argumento reconfortante: el de la unidad y variedad del español en América, tal y como reza el título de su discurso de ingreso en la Academia en marzo de 1978.
Treinta años más tarde se produciría el mío en la Real Academia Española, lo que nos dio motivos reiterados para el encuentro y la colaboración, desafortunadamente mucho menos prolongados en el tiempo de lo que cabría esperar por causa de su prematura ausencia. Siempre teníamos mucho de qué hablar, y no solo por esta última coincidencia interacadémica. Ambos éramos investigadores pero también gestores y compartíamos experiencias comunes después de haber sido decanos de nuestras respectivas facultades o responsables de organizaciones como el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM o la Red de bibliotecas universitarias españolas (Rebiun). De su trayectoria en la Academia Mexicana de la Lengua, de la que fue director durante ocho años, para ir sobrellevando mi bisoñez como secretario de la RAE me sirvieron de ilustración y ejemplo sus empeños como censor, primero, y bibliotecario, después. Pero el primer encuentro fue anterior, como ya dejé apuntado, y se mantiene vivo en mi recuerdo como el más genuino comienzo de una invariable amistad.
En el verano de 1987 los Moreno de Alba Gutiérrez y los Villanueva Penas compartimos casas contiguas en el campus de Middlebury College, en el estado norteamericano de Vermont. Los dos padres nos estrenábamos como profesores de la prestigiosa Escuela española, por la que habían pasado grandes escritores y filólogos españoles, mexicanos e hispanoamericanos en general, amén de hispanistas extranjeros. A Pepe y Cecilia les acompañaban sus dos hijos, Rodrigo y Mauricio; a mi esposa y a mí, no solo Beatriz y José Francisco, sino también una sobrinilla un poco mayor que ellos, que ahora es toda una señora farmacéutica, madre de dos niños.
Al vínculo intelectual y profesoral entre los dos padres, que muy fácilmente se volvió en amistoso, se añadió enseguida el del resto de las familias, con ese especial matiz de la sintonía entre niños de pareja edad, misma lengua con acentos diversos, y la profunda afinidad cultural que aflora enseguida entre mexicanos y españoles.
A partir de esta primera coincidencia yanqui, los escenarios de nuestros encuentros fueron ya siempre hispanomexicanos. Madrid y Burgos de este lado, pero también Santiago de Compostela, ciudad de nuestra residencia en la que Beatriz y Rodrigo se encontrarían casi un cuarto de siglo después. Y en México, ni más ni menos que en Aguascalientes, muy cerca de la Encarnación de Díaz natal de Pepe. El día en que el entonces director de la Academia mexicana me honró presentando en la Universidad mi primer libro hidrocálido —de cervantino título: Las fábulas mentirosas—, en la cena consiguiente alimentamos nuestro convivio con las noticias taurinas que yo, poco ducho en el tema pero voluntarioso monosabio, le traje de la corrida a la que había asistido y en la que el Juli había puesto en pie a toda la plaza de la Chona.
No puedo borrar de mi mente hoy estas y otras muchas reminiscencias de una relación inolvidable que desde el pasado 2 de agosto deja en suspenso, que no zanja, la ausencia de mi admirado y querido Pepe Moreno de Alba. A raíz de su muerte, y del reiterado recuerdo que me sobreviene de él, rescaté de mi memoria una referencia literaria que confío no parezca fuera de lugar. Ni grandilocuente.
Un destacado escritor en gallego y en español, Rafael Dieste, que se exilió como tantos en 1939 y recaló, antes de regresar a su tierra, en Buenos Aires y en Monterrey —en cuyo Tecnológico fue maestro de Gabriel Zaid—, cobró nueva fama literaria cuando, en 1974, se reeditó su volumen de relatos Historias e invenciones de Félix Muriel. Pero entre los que habían descubierto este libro treinta años antes a raíz de su primera edición bonaerense, se encontraba ni más ni menos que el propio Octavio Paz, que le dedicó una entusiasta reseña luego recogida en su libro Primeras letras. En su certero apunte de 1943, Paz confiesa que su lectura le ha recordado a Efrén Hernández, y concluye así: “El gallego y el mexicano son amantes, juntamente, de dos potencias adversarias: la inocencia y la especulación; y en ambos la complicación gusta vestirse con la apenas ropa de la sencillez”.1
Si se trata de una suerte de afinidades electivas como las que Goethe trató discursiva y narrativamente, mi amistad con José Moreno de Alba acredita también la coincidencia apuntada por Paz. Sobre todo, pensando en mi inolvidable interlocutor, un sabio lingüista botánico y jardinero, que, como los filósofos que prefería Ortega, había hecho de la sencillez y la claridad el rubro de su cortesía mexicana, y que practicaba esa forma inteligente de inocencia que es la apertura terenciana, espontánea e indulgente, a todo lo humano.
Pero hay otra coincidencia que ahora me parece fundamental, cuando ya no puedo preguntarle a mi interlocutor si acierto o yerro. Ambos confluíamos y competíamos en admiración: la mía hacia México; la suya, hacia España. ~
1 Octavio Paz, Primeras letras, Seix-Barral, Barcelona, 1988, p. 250.
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DARÍO VILLANUEVA es profesor de la Facultad de Filología de la Universidad de Santiago de Compostela y secretario de la Real Academia Española.