A pesar de que la izquierda se mantiene en el poder desde la salida de Pinochet, salvo por el hiato de Sebastián Piñera, el capitalismo del periodo dictatorial no cede, gracias al peso de la oligarquía y el mercado. Hoy, sin embargo, soplan nuevos vientos progresistas en Chile.
Las elecciones de 2013 en Chile fueron peculiares en un sentido: las dos principales contendientes eran mujeres, rubias e hijas de altos oficiales militares, y ambas comenzaban a transitar la séptima década de vida.
Ahí, sin embargo, cesan las similitudes. Una de ellas, Michelle Bachelet, fue la candidata de un amplio consenso de una coalición de centroizquierda; posee un carisma particular donde la política razonable se mezcla con la madre afectiva. La otra, Evelyn Matthei, era el resultado de la crisis del bloque derechista, y no perdía oportunidad de mostrarse arrogante y errática. Tampoco se parecían en lo de los padres. El de Bachelet fue un militar constitucionalista asesinado —junto con varios miles de chilenos— por el régimen dictatorial y neoliberal de Augusto Pinochet. El de Matthei, un militar golpista, aunque suficientemente hábil como para entender que había que cambiar algunas cosas para que todo siguiera igual.
Fue un enfrentamiento que cerraba un ciclo político en el curso democrático que comenzó en 1990, cuando la cúpula castrense encabezada por Augusto Pinochet se vio obligada a ceder el mando gubernamental a una coalición opositora conocida como la Concertación.
En uno de sus varios libros, Manuel Antonio Garretón ha caracterizado el curso político chileno desde entonces como un contrapunteo entre el neoliberalismo heredado de la época pinochetista y el progresismo de centro-izquierda. De ello ha resultado —y es justamente el título del libro de Garretón— un neoliberalismo corregido y un progresismo limitado.
La dictadura de Pinochet fue un parteaguas dramático en la historia chilena. No solamente por los miles de muertos, torturados y exiliados, sino por la destrucción brutal de todo el sistema social y político que había caracterizado a la sociedad nacional. En Chile se experimentó todo el utillaje de la ingeniería social neoliberal. Y desde la dictadura se consiguió edificar una economía de libre mercado que ofreció crecimientos económicos impresionantes acompañados de niveles alarmantes de marginación social y desigualdad en los ingresos. El ritmo de crecimiento económico fue de tal magnitud que encandiló a los promotores del Consenso de Washington, quienes nunca entendieron que su fracaso como proyecto no estaba determinado por ausencias programáticas puntuales, sino por el hecho de que una economía exitosa de libre mercado —como la chilena— solo puede sostenerse sobre la esquilmación manu militari de los más elementales derechos sociales, civiles y políticos.
No obstante, que los contertulios de Williamson hayan optado por botar el agua sucia y juguetear con el niño —obviando que ambos, niño y agua sucia, son partes de la batea— ya no es tan relevante. Lo más dramático es que una parte de la sociedad chilena —las élites reconvertidas, la franja de clase media emergente conservadora y los sectores marginales atados al clientelismo— hizo lo mismo, y colocó los parámetros de la buena política en aquellos valores individualistas y consumistas que remitían la prosperidad nacional al comportamiento de los numerosos e inmensos malls que comenzaron a poblar la hasta entonces discreta capital chilena.
Los límites del progresismo
Si volvemos a la imagen del niño y el agua sucia, lo que hicieron los partisanos de la Concertación fue tratar de cuidar primorosamente al niño, rociando el agua sucia con perfume de tocador. Tomás Moulian —en su libro Contradicciones del desarrollo político chileno— lo resumió en una expresión: “procurar la adaptación del capitalismo chileno revolucionado por Pinochet a las condiciones de una democracia competitiva”. La Concertación lo hizo con notable moderación, pero en un contexto tan abigarrado como el heredado de la dictadura, su gestión fue recibida con tanto optimismo por la sociedad chilena que le permitió gobernar durante 20 años consecutivos.
La timidez reformista de la Concertación también se explica por la naturaleza de su pacto. Era una coalición de centro izquierda donde la Democracia Cristiana no solo era un componente cuantitativo importante con cerca del 25% de los votos, sino el sello de garantía de que todo el espectro socialdemócrata (Partido por la Democracia, socialistas y radicales) no iba a ir más allá del acuerdo implícito en la transición a la democracia. Consiguieron éxitos importantes en la esfera social (una reducción de la pobreza de 20 puntos y mejores servicios sociales), en la institucionalidad democrática y en el posicionamiento del país en el escenario internacional. Pero dejaron intacta una serie de premisas neoliberales que agudizaron las contradicciones sociales y crearon un clima de insatisfacción que cobró su cuota política en las elecciones de 2010.
En ese año, por primera vez en dos décadas, la alianza derechista logró una victoria presidencial en la figura de Sebastián Piñera, un empresario exitoso que había hecho fortuna a la sombra del Gobierno dictatorial y que prometió dirigir el país con la misma soltura con la que dirigía sus empresas. No ganó tanto por la pujanza de la derecha como por el agotamiento de la Concertación. Fue un triunfo sobre el vacío.
Su paso por el Palacio de la Moneda fue un fracaso total, jalonado por errores políticos y ridículos públicos que los chilenos, con ese humor sarcástico que les caracteriza, clasificaron como las “piñericosas”, “[…] que en forma aislada —relataba el periódico digital El Mostrador—, alguna puede ser simpática según el contexto, pero que en su conjunto han ido minando el respeto público por la institución de la Presidencia de la República en estos tres años”. Nunca logró una aprobación sostenida superior al 50%, en un país donde los presidentes concertacionistas acostumbraban abandonar el cargo con niveles superiores al 80 por ciento.
El fiasco de la derecha en esta gestión no puede ser explicado por la mala educación e incontinencia verbal de Sebastián Piñera. La derecha chilena era entonces, y es todavía, una fuerza política con demasiado tufo de pasado. Su principal fuerza es la Unión Democrática Independiente (UDI), una institución formada íntegramente al calor del pinochetismo y que logró la perfecta comunión de neoliberalismo y conservadurismo. Su otro componente es Renovación Nacional, una entidad heterogénea donde cohabitan neoliberales ligeramente liberales en lo político (de lo que Piñera es un ejemplo) con los remanentes de la derecha oligárquica tradicional.
En cualquiera de sus dimensiones, la derecha chilena era una fuerza política distante de la agenda social y política que se incubaba en la sociedad. Si la Concertación se detenía cuando la sociedad avanzaba, la derecha marchaba en otra dirección. Por ello, Piñera tuvo que afrontar no solo el precio de sus propias ridiculeces, sino también un intenso movimiento social contestatario. Aquí incluyo trabajadores y comunitarios demandando mejores condiciones de vida, indígenas en pos del reconocimiento de los derechos ancestrales, ambientalistas tratando de detener la avalancha inversionista sobre todo lo que se mueve, LGTB y mujeres demandando los derechos que el conservadurismo imperante les negaba, pero sobre todo, el movimiento estudiantil que en 2011 puso en jaque a todo el sistema y colocó el tema de la mercantilización de la educación en un lugar privilegiado del debate nacional.
Fue justo entonces cuando el presidente Piñera desplegó una de sus más costosas piñericosas: la educación, dijo, es un bien transable. Es decir, no un derecho. Y fue entonces cuando su popularidad descendió a su nivel más bajo, según el Centro de Estudios Políticos: un deleznable 23 por ciento.
El significado de la Nueva Mayoría
Lo curioso es que, en esa misma encuesta, el bloque opositor concertacionista no alcanzó ni siquiera el 20% de aprobación. El hiato político comenzó a ser salvado cuando reapareció en escena la expresidenta Michelle Bachelet, quien prometió ir más allá no solo del neoliberalismo (eso lo dijeron todos sus predecesores y ella misma cuando hizo campaña por primera vez) sino también del estilo y de la agenda pasmosamente gradualista de la Concertación. En lugar de esta última, propuso una nueva alianza que incluía al Partido Comunista y un programa sustancial de reformas.
Obviamente, no se trataba de un programa anticapitalista, pero sí de la opción de poder más avanzada desde los lejanos tiempos de la Unidad Popular. Y un paso adelante del progresismo postneoliberal. De manera resumida, este programa cuenta con varios núcleos duros:
La reforma educativa, dirigida a satisfacer los reclamos sociales contra la mercantilización de la educación, los niveles alarmantes de desigualdad que imperan en su seno, el agiotismo de los dueños de entidades educativas y sus altísimos costos.
La reforma fiscal, tendiente a una mejor distribución de la riqueza —Chile es el país más desigual del continente, donde el 1% de la población retiene el 30% de los ingresos— mediante la eliminación de algunos incentivos fiscales neoliberales, la represión de la evasión y la aplicación de nuevos gravámenes directos.
La reforma constitucional, vital para una democracia que aún se rige por una Constitución confeccionada por una dictadura. En particular, esta reforma va dirigida a eliminar la visión del Estado como subsidiario y habilitador del mercado —lo que le impide ejercer funciones mayores como regulador— y a establecer mecanismos de participación ciudadana.
Temas relacionados con los derechos como son el matrimonio igualitario, la despenalización del aborto en determinadas circunstancias y la revalidación cultural y política de las minorías ancestrales, principalmente mapuches.
Finalmente, se propone una reforma electoral y la eliminación del sistema binominal hoy existente que penaliza a las minorías políticas y consolida un sistema binario de grandes bloques.
¿Quo vadis?
La Nueva Mayoría no es un proyecto con aspiraciones anticapitalistas, y eso la diferencia sustancialmente del Gobierno de la Unidad Popular (1970-1973) derrocado por el sangriento golpe militar liderado por Augusto Pinochet. Pero se plantea una perspectiva de cambio más radical e integral que su antecesora —la Concertación—, lo que la sitúa como una experiencia novedosa en la historia chilena reciente.
Como tal, enfrenta tantos retos como oportunidades. Tiene ante sí a toda la derecha chilena, que luce desorientada y errática, pero de cuya astucia política nadie debe dudar. Y obviamente, enfrenta al poderoso y terriblemente concentrado mundo empresarial chileno, que está dispuesto a sofocar cualquier intento de acotar seriamente la orgía crematística que disfruta desde 1973, y sin necesidad de discursos de barricadas: simplemente dejando de invertir argumentando inseguridad y deterioro del clima inversionista. Por su parte, la alta jerarquía católica ha arremetido contra los “dislates” morales que entraña la aceptación del aborto terapéutico y del matrimonio entre homosexuales.
El propio embajador americano, en unas declaraciones inusualmente injerencistas en un país cono-sureño y que recogió extensamente toda la prensa local, alertó sobre la inexistencia de “reglas claras” en detrimento de la “estabilidad política”. “Cuando hay cambios es importante consultar a todas las partes interesadas, y a su vez tomar decisiones en un tiempo razonable, para que las empresas puedan clarificar y adaptarse adecuadamente.” Y aunque explicó que la decisión debe ser “enteramente del pueblo chileno”, precisó que la embajada se mantiene alerta y, recalcó, “tomamos nota”.
Sin embargo, es probable que el mayor reto que enfrenta el programa de la Nueva Mayoría no provenga de la oposición sino de sus propias filas. La Nueva Mayoría es una alianza heterogénea y entre sus huestes se encuentran entidades tan encontradas como el Partido Comunista y la Democracia Cristiana. Esta última ha mostrado una pertinaz resistencia a los cambios, a pesar de que algunos de sus dirigentes se encuentran ubicados en sensibles cargos públicos. Y sin Democracia Cristiana no solo se pierde un caudal de votos parlamentarios vital (6 senadores y 21 diputados), sino también el sello centrista que potabiliza la Nueva Mayoría ante sectores políticos más conservadores.
Lo opuesto a la moderación no es el Partido Comunista, que realmente ha mostrado un apego considerable a los compromisos contraídos, sino la insatisfacción acumulada de sus propias bases sociales. Debe hacerse notar que aunque Bachelet ganó las elecciones con una mayoría abrumadora de 62% de los votos, no posee el 66% de los legisladores, imprescindible para proceder a cambios sustanciales como la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Inevitablemente, ello le obliga a moderar posiciones, y es previsible que afrontará dificultades mayores para impulsar acciones programáticas estratégicas.
Cada negociación, con una oposición intransigente en torno a los aspectos estratégicos del programa, produce reacciones de descontento en relación directa con la magnitud de las concesiones. La prueba de fuego del Gobierno, la reforma constitucional, requerirá no solo conservar incólume el pacto actual, sino captar al menos tres votos firmes de la oposición. Y eso, en Chile, nunca se consigue con dinero.
Aún es muy pronto para evaluar la gestión de la Nueva Mayoría chilena. De momento, su aparición en el escenario público ha tenido una consecuencia beneficiosa que Carlos Durán, en un artículo aparecido en El Mostrador, ha tematizado como “la vuelta de la ideología” que invoca “un nuevo ciclo político contra el ideologismo de la razón técnica” “Un nuevo ciclo existe hoy en Chile. Un ciclo más democrático, de debate público y confrontación, un Chile donde ya no es posible la verdad única de los saberes tecnocráticos. Un Chile en donde la discusión ideológica se ha abierto paso entre los escombros del ideologismo tecnocrático.”
Obviamente este no es un logro exclusivo de la Nueva Mayoría. Estudiantes, homosexuales, mapuches, ambientalistas lo fueron haciendo a lo largo de un siglo que comienza a hacerse viejo. Pero la Nueva Mayoría tuvo la virtud de colocar todo en el debate público como un programa integral. Podrán objetársele moderaciones y carencias, pero nunca intrascendencia en un contexto latinoamericano en que el modelo chileno parecía un colmo virtuoso. Y en este sentido, la dinámica emprendida por la Nueva Mayoría tiene la oportunidad de ser —como el primer canto del gallo celestial que narraba Borges— un llamado a sacudir los cielos y despertar de un costoso letargo.
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HAROLDO DILLA ALFONSO es un sociólogo e historiador cubano residente en Chile.