De cara a las elecciones parlamentarias de la Unión, en Europa está en juego algo más que 751 diputaciones. El malestar de la gente ante el pobre desempeño de sus representantes prepara el terreno para una riesgosa reconfiguración.
El próximo mes de mayo se celebran las elecciones al Parlamento Europeo. No es un proceso como cualquier otro. Al menos, no debería serlo. 390 millones de votantes podrán (deberían) acudir a las urnas para hacer el balance de un lustro. Es decir, para evaluar de qué manera el Gobierno de la Unión Europea (UE) ha abordado los años más duros de la crisis económica que ha azotado a sus miembros —a algunos con especial virulencia—, para pronunciarse sobre la pertinencia de las resoluciones dictadas, sobre las consecuencias y, sobre todo, para decidir qué modelo de Unión quieren para los próximos cinco años.
El temor a que el avance de los movimientos populistas y euroescépticos encuentre un reflejo en la configuración del Parlamento se ha convertido en una preocupación permanente en la agenda de las instituciones europeas y en las formaciones políticas mayoritarias. Pero una vez más, llegan tarde. La desafección de la ciudadanía hacia los políticos ha ido en aumento. Se les percibe como los principales responsables de la crisis, bien por haber adoptado medidas que la han provocado, bien por no haber adoptado medidas que la impidieran. En algunos casos, los políticos han tenido que reconocer que se equivocaron al no prever el alcance de las decisiones para afrontar la crisis. Si los ciudadanos de algunos países ya veían a Bruselas demasiado alejada de su realidad, el riesgo de concluir que, además, es la causante de sus problemas, es evidente.
Pero si esta es la situación que ahora preocupa a los principales partidos europeos, estos vuelven a reconocer implícitamente que no se han enterado de nada. Cuando los gobiernos de algunos países miembros —que ahora se lamentan— han tenido que “justificar” determinadas acciones que empobrecían a sus nacionales, que aumentaban el nivel de desempleo, que ahondaban en las diferencias sociales, la razón siempre era la misma: lo impone la Comisión Europea. No parece demasiado complicado que cale en la población de esos países la idea de que sus penurias tienen un culpable, y está fuera. Eso, después de haber llegado a la conclusión de que los motivos que las han originado también tenían un culpable, y estaba dentro.
Si a esta circunstancia se añade la obsesión con el cumplimiento de ciertos objetivos de déficit en fechas arbitrarias —pero que se han establecido como sacrosantas e inamovibles—; la incapacidad de los organismos europeos para encontrar una solución común a la tragedia de la migración que entra, fundamentalmente, por España e Italia; la falta de reflejo o la lentitud para ejecutar una política exterior comunitaria; la ausencia de decisiones que pongan freno a los preocupantes niveles de paro juvenil; la idea cada vez más generalizada (al menos en algunos de los Estados) de que existe una Unión de diferentes velocidades… si se añade todo esto, el terreno está prácticamente abonado para los partidos que promueven el escepticismo respecto a la Unión o los que aprovechan para afianzar ideologías de corte populista a costa del desencanto. Entre los primeros, el Reino Unido. Entre los segundos, Grecia o Italia.
En el caso de España, ninguno de los dos tipos de formaciones ha calado aún en la sociedad. Sin embargo, no es un país exento de riesgo. El nivel de confianza de los españoles en las tres instituciones europeas más importantes (Consejo, Comisión y Parlamento) ha descendido notablemente entre 1999 y 2012, sobre todo a partir del año 2007 (momento en el que estalla la crisis), según la oficina de estadística de la UE (Eurostat). Se mantiene la percepción de que la UE está más próxima a un club de Estados, que los niveles de burocratización son muy elevados, que vive de espaldas al día a día de las personas a las que pretende representar, que es lenta en la toma de decisiones, etcétera.
Quizá para contrarrestar las consecuencias de estas percepciones (que en algunos casos son fiel reflejo de la realidad y no solo una sensación), y para animar la participación ante unas previsiones de abstención muy elevadas, por primera vez los socialistas, los conservadores, los verdes, los liberales y la Izquierda Europea han acordado definir por adelantado quién será el cabeza de lista que opte a la presidencia de la Comisión. La iniciativa favorece la implicación de los electores y un mayor poder en la elección de quien representa sus intereses. Pero no es suficiente. Los ciudadanos deben exigir el cambio que necesita la Unión y ser el centro de las políticas. Es el momento de los europeos.
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente y de investigación con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.