Los intereses particulares han impedido el establecimiento de un sistema de justicia internacional adecuado a la necesidad de juzgar a quienes han cometido crímenes sin importar el país en el que se encuentren. Con mucha frecuencia, el principio de justicia queda supeditado al estatus de los países en la sociedad de naciones.
Una de las más importantes aportaciones que los Estados pueden hacer al progreso de las sociedades es la aplicación amplia y contundente de la justicia universal, es decir, aquella que persigue, sin restricciones, a quienes hayan cometido crímenes de lesa humanidad allá donde estén, sin limitación de fronteras. En el grado de compromiso con la ley para garantizar la protección, la defensa y el cumplimiento de los Derechos Humanos se mide la contribución de cada país al progreso, siempre y cuando convengamos que uno de los parámetros fundamentales para calibrar ese avance está en la conquista y salvaguarda de aquellas condiciones que permiten a la persona su realización, y en la persecución implacable de quienes violenten esas condiciones.
Los Estados no deberían amparar zonas de impunidad contra los crímenes de guerra, de lesa humanidad o de genocidio. Se trata de conductas que vulneran valores comunes, que trascienden las fronteras y que deben ser perseguidas superando, si fuera necesario, la soberanía de los propios Estados implicados. Se podría pensar que para el enjuiciamiento de esos delitos está el Tribunal Penal Internacional o la Corte Internacional de Justicia. Sin embargo, el primero se circunscribe a los 122 firmantes del Convenio de Roma, por lo que no tiene un alcance verdaderamente internacional. En el caso de la Corte, al ser un organismo dependiente de Naciones Unidas, se ve condicionada por el derecho de veto de los países que componen el Consejo de Seguridad, lo que puede restringir (como de hecho ocurre) el ámbito de actuación.
La contribución de España a la justicia universal había permitido investigar a los principales responsables de los genocidios en Ruanda, en el Sahara, en Guatemala… Los tribunales españoles también se implicaron en el esclarecimiento del homicidio del camarógrafo español José Couso en Irak. Tres militares norteamericanos son buscados desde hace cuatro años. El Gobierno de Estados Unidos prefiere mirar para otro sitio y entorpecer el proceso.
En 2006, la Audiencia Nacional había admitido a trámite una querella contra los responsables del genocidio del Tíbet. La consecuencia fue la imputación siete años más tarde del expresidente Hu Jintao y la orden de busca y captura contra el también expresidente Jiang Zemin. La ofensiva diplomática emprendida por las autoridades chinas y las veladas amenazas de las repercusiones que estas iniciativas judiciales tendrían sobre las relaciones económicas entre España y el gigante asiático dieron sus frutos.
Los dirigentes comunistas no tienen ya nada que temer. Hace un mes, y solo con los votos de los diputados del Partido Popular, el Gobierno español aprobó en un tiempo récord la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial de manera que los jueces españoles solo podrán conocer de delitos de genocidio o de lesa humanidad cuando el presunto autor sea español o extranjero pero residente en España. La razón de esta merma al principio de justicia universal hay que buscarla en las presiones que países como Estados Unidos o China han ejercido sobre el Gobierno español y en la vergonzosa incapacidad del Ejecutivo para soportarla. El presidente Mariano Rajoy ha decidido priorizar la salvaguarda de las relaciones diplomáticas y, sobre todo, de los intereses económicos y empresariales. Eso es precisamente lo que hacen quienes tienen derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y esa es la razón de quienes no se adhieren al Convenio de Roma.
Pero dificultar la persecución de delitos internacionales en países con un notable potencial económico es tanto como indicar a terroristas, genocidas y criminales aquellos lugares del mundo en los que pueden refugiarse. Supone, además, condicionar la aplicación de la ley a intereses espurios y la constatación explícita y sin miramientos de lo verdaderamente prioritario para algunos países. España, como aquellos Estados que no reconocen la justicia universal o que la reducen, son cómplices de obstrucción y son responsables, por omisión, de que quienes han cometido algunos de los crímenes más execrables de la historia reciente sigan en libertad. Porque ante esos delitos internacionales solo se puede estar en contra, y actuar en consecuencia persiguiéndolos, o a favor, no reconociéndolos o dificultando la acción de la justicia con la excusa de la defensa de la soberanía. Poner fronteras a la justica universal es, solamente, una coartada legal.
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente y de investigación con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y ha publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.