Disiento de la conclusión de Hannah Arendt al término de su cobertura al juicio de Adolf Eichmann para The New Yorker. Lo conceptuado y llevado a cabo por eficientes administradores nazis, y analizado durante las audiencias en Jerusalén, no es la banalización del mal. Es su burocratización: adecuaron su conciencia para cumplir una función administrativa, sin importar el número de muertes infligidas por la maquinaria de un Estado.
Otro elemento para sustentar mi disentimiento es su afirmación de que ese tipo de daño a otro ser humano es diabólico. No hay tal. Lo que los humanos se hacen entre ellos solo obedece a consideraciones humanas, para bien y para mal. Allí radica la fuerza lógica del libre albedrío.
Toda esta reflexión se desprende de la lectura de un texto de Mario Rechy, referido a la desigualdad social; deduzco que es un invento estrictamente administrativo para establecer controles y privilegios. Toda explicación para justificarla es una impostura, comprenderla es otro asunto.
La percepción personal que me hago de la desigualdad social tiene su origen en la primera carta de Pablo a los corintios (12,3-7. 12-13), donde encontramos lo siguiente:
Hay diversidad de dones pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de operaciones, pero Dios es el que produce todas en todos. A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así, a uno se le da, mediante el Espíritu, palabra de sabiduría; a otro según el mismo Espíritu, palabra de conocimiento. A este se le da, en el mismo Espíritu, fe; y a aquel, en el único Espíritu, dones de curación. A otro, poder de hacer milagros; a otro, el hablar en nombre de Dios; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, el interpretarlas. Todos estos dones los produce el mismo y único Espíritu, que los distribuye a cada uno en particular, según le place.
El problema del mal inicia cuando unos seres humanos se adjudican el derecho de establecer cuál debe ser la retribución que ha de darse a cada quien por el uso de sus dones o conocimientos recibidos, pero ¿pueden ustedes imaginarse a Mario Molina destapando el excusado en su casa, con los brazos hasta los codos llenos de porquería? ¿Cuánto vale ese servicio?
Avanzamos demasiado. El mal entre seres humanos inicia con el primer intento de organización social. Cuando de entre los que viven en la cueva surge el líder que asigna tareas de acuerdo a competencias, o según lealtades, sin importar la capacidad para desempeñarla. Aparece al instante en que el fuerte se hace con más parejas para satisfacción de sus pulsiones sexuales.
Hay una modificación a esta diferencia de clases cuando la fuerza bruta es sustituida por la inteligencia y el orden. Este momento llega con el sedentarismo y la agricultura, cuando los clanes se transforman en hordas y estas se asientan en espacios amplios, que primero son comunidades, después poblaciones y más adelante ciudades, administradas por señores que arman a sus pares y organizan ejércitos para mantenerse en el poder, para no perder el control que les permite vivir sin hacer nada, solo pendientes de que su derecho divino prevalezca y fluya la riqueza a sus manos.
Mientras el trueque permanece como instrumento de comercio, la diferencia de clases entre los que imponen su voluntad y los que la acatan es clara y elemental: los señores permanecen donde creen merecerlo, porque así lo determinó Dios —dicen ellos para justificarse—, mientras que los que viven de los dones del Espíritu intercambian sus frutos y se organizan para defenderse de la exacción a que son sometidos.
En cuanto aparece el dinero para sustituir el trueque, en cuanto se cambia metal, primero, y papel, después, por los alimentos y los servicios, y cuando aparecen las primeras políticas públicas en beneficio de la ciudad Estado, y después del Estado, las clases sociales se organizan de acuerdo a esos dones del Espíritu. Aparecen las calles de los artesanos, de los carpinteros, de los carniceros, etcétera, y entre ellos eligen a quienes han de representarlos ante el gobierno.
Con la organización por aptitudes y profesiones se fortalece el papel que la ambición y el deseo de poder desempeñan en la ulterior formación de las clases sociales, y se establecen y profundizan sus diferencias. Con la fortaleza del Estado nación y el establecimiento de sus políticas públicas, aparece la ingeniería social y se desarrolla el interés de algunos por mantenerse arriba, en la cúspide de los estamentos; estos se esfuerzan porque los más permanezcan debajo, con el propósito de que su tarea sea alimentar su riqueza y satisfacer sus necesidades.
Cuando quienes gobiernan se confunden o transgreden ciertas normas, surgen las revoluciones —como sucedió en Francia, pues Luis XVI se empeñó en mantener más ocupadas sus manos que su cerebro—, el arrasamiento total del pasado inmediato —así ocurrió con la Alemania nazi, la Italia fascista y la URSS estalinista. Todo se transforma también cuando en una nación se confrontan dos ideas o propuestas antagónicas sobre cómo construir el futuro, lo que condujo a la Guerra de Secesión en Estados Unidos, y lo perfiló como el paradigma del desarrollo industrial, comercial y financiero, hoy convertido en imperio, en contra del pasado agrícola y de esclavos que desearon hacer eterno los estados sureños.
Al concluir la Primera Guerra Mundial y durante treinta años después de la Segunda, la influencia de la cultura judeo-cristiana indujo, en algunos gobernantes, la necesidad de crear el Estado de bienestar, con el propósito de atenuar las consecuencias de las diferencias de clases y de las políticas públicas.
El deseo de imponer —y autoimponerse— las propuestas de organización administrativa del quehacer político, surgidas del Consenso de Washington, dio al traste con las políticas públicas y los logros del Estado de bienestar para ceder su lugar al libre mercado, a la globalización y a la sustitución de la responsabilidad del Estado en la organización social, por la necesidad de satisfacer los requerimientos económicos de los poderes fácticos, que son los que hoy determinan las funciones que han de desempeñar los gobiernos.
Lo anterior es un esquema elemental del continuo proceso del desarrollo organizacional de la humanidad, que culmina en las clases sociales determinadas por la imposición de políticas públicas que innovan constantemente la ingeniería social, como lo muestran los actuales esquemas de genocidio, en los que no se esfuerzan por desaparecer una raza, una religión, una nación, sino en la preservación de los espacios que dan fuerza a la política de seguridad nacional, regional y geográfica.
El deshilvanar a las clases sociales, el someterlas al estrés de las consecuencias de las políticas públicas, el modificar la ingeniería social para servir de valladar a las migraciones es la práctica del mal, como lo muestran las fosas clandestinas que aparecen a lo largo del territorio mexicano, donde los cuerpos casi nunca son identificados, por imposibilidad técnica y por necesidad político-administrativa, pues en su mayoría esos cadáveres fueron, alguna vez, ciudadanos de países centro y sudamericanos, que en territorio nacional encuentran su futuro definitivo sin alcanzar el sueño americano.
La diferencia social dejó de ser una maldición hace muchos siglos. Se estableció para que desapareciera el idílico ensueño predicado por Pablo en su carta a los corintios porque a quienes deciden les cuesta mucho trabajo reconocer que todos dependemos de todos. ¿O se imaginan a Miguel Ángel Mancera como buzo del drenaje profundo porque así se lo exigen sus funciones; o al presidente de la República al mando de una de las cocinas enormes que tiene el Ejército, para proveer de alimento a los damnificados?
¿Alguien puede ver a Ricardo Salinas Pliego de actor en sus telenovelas, de reportero en sus noticieros, o de limpiamesas en los comedores de su empresa? ¿Y a Emilio Azcárraga Jean? ¿Sabrá Carlos Slim cómo conectar una línea troncal de su servicio telefónico? Tampoco Mario Molina necesita meter las manos al excusado, para eso hay quien lo hace.
Constatamos, entonces, que no es la banalización del mal, es su burocratización, pues las políticas públicas están diseñadas para que los jodidos permanezcan en el lugar que les destinó la ingeniería social y sirvan a los intereses de los que dicen saber mandar y dirigir.
La realidad de esas políticas públicas quedó definida en una frase de John Connolly: “La justicia podía ser ciega, pero la ley no. La justicia era una aspiración, pero la ley un hecho. La ley era real, tenía uniformes y armas”. Ante esa realidad, ¿quién puede deshacerse del mal que imponen las políticas públicas e implanta la diferencia de clases? ~
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.