Le cae en gracia a José de Espronceda cuando sus amigos sostienen que tiene boca de profeta, lo que es absolutamente falso —se dice—, pues se trata de una apuesta en la que las probabilidades juegan a su favor.
Espronceda modificó su aspecto pero no su manera de ser, apasionada e irresponsable, en relación a su propio destino. Llega puntual a la entrevista pactada con un sobreviviente de secuestro.
En el cerebro del reportero Espronceda suceden cosas imposibles de evitar. Antes de que la entrevista concluya, mucho antes de que la voz del entrevistado se diluya en el murmullo de los comensales de las otras mesas, él ya dispone la manera en que piensa redactarla, elige la frase con la que abrirá el texto pues, aunque no está destinada a ningún medio, considera oportuno trabajarla como si fuese parte de un proyecto periodístico y no el primer capítulo de la novela que él y Rogelio Salanueva quieren, necesitan escribir a cuatro manos.
Deja correr la imaginación antes de arrastrar la pluma sobre el papel: “Con tono de voz como para que no oyera lo que sí debería oír, también le dijo: <<Ya, mátalo>>. En ese momento me puse a llorar, me entró una angustia tremenda.
“Me adelanté demasiado. Deja te cuento completo lo del secuestro. Tengo que empezar por el principio. ¿Dije mi nombre? Soy Vicente…”.
Rebobina Espronceda el cerebro; está inquieto porque tiene la entrevista, porque sabe que ha de recrearla.
Se acuerda del entrevistado, Vicente Quesada. Hombre pulcro de cuerpo y alma, de mirada transparente, en la que muestra más allá de lo que sus ojos verdes indican a los no avezados en el conocimiento del ser humano. Llegó vestido con pantalón de casimir fino, delgado, guayabera blanca. Están en mitad del verano. El pelo es blanco, la piel alba, la estatura media, el trato franco, lento, sin prisa, como lo es su voz cuando le cuenta al reportero Espronceda los pormenores de su secuestro.
“Fue una gran sorpresa; estaba en Morelos, en un terreno que tengo cerca de Yautepec. Se metieron por la parte de atrás del terreno. A mi amigo y a mí nos encañonaron; pensé que era un asalto, incluso metí la mano derecha a la bolsa de la camisa —hasta ese momento no me había dado miedo, aunque me estaban apuntando— para darle la cartera. Creí que nos estaban asaltando.
“Cuando me dijo <<No te muevas, no toques nada>>, empezó a temblar con la pistola en la mano. En ese momento me entró el miedo, porque lo vi muy nervioso y temí que se le fuera un tiro. No me dejó hablar. Así me tuvo un momento, en lo que amarraban a mi amigo, al encargado de la propiedad y a un muchacho que me estaba ayudando allí también. Después de amarrarlos me llevaron a la camioneta pick-up de mi propiedad.
“Fueron muy violentos, muy agresivos, hubo insultos, pero en la medida que obedeces y callas, no se les da pretexto; ocurre lo contrario si se les está picando. No aguantan ninguna réplica… ellos mandan, y uno se calla y hace lo que dicen, o las consecuencias pueden ser peores.
“En los secuestros se suceden momentos donde hay más incertidumbre que en otros. Las primeras horas son muy… muy difíciles; además, aprendí que son las ocasiones en que puede pasar algo fatal. Se habla de que los dos instantes más difíciles son cuando te agarran y el de la liberación, si es que la hay, también es muy peligroso.
“Ese primer día fue espantoso. Bueno, no te he dicho que me tenían vendado y amarrado. Ya en la noche pasó otro vehículo diferente, me subieron y caminamos como otra hora; luego llegamos junto a un pueblo, y desde allí me hicieron caminar rumbo al campo, al monte. Entonces me dio un miedo espantoso, porque en la oscuridad, en esas circunstancias y no poder hablar, y con esa gente que no lo trata a uno bien. No te dicen: <<Oye, cálmate, esto es un secuestro y no te va a pasar nada si te portas bien>>. No es así. Es la constante amenaza: <<Te vamos a matar>>. Cuando íbamos allí caminando —aprendí que es parte de una experiencia que ya tienen ellos—, uno me iba maltratando, insultando, diciéndole al otro: <<Ya vamos a matarlo, pa’qué nos esperamos>>. Imagínate cómo sentí. Insistía: <<Pa’qué te esperas más tiempo. Ya. Ahorita>>. Ensañándose de una manera espantosa, ¿no? Y pues sí, piensas lo peor, te la crees, no sabes qué va a pasar.
“La última parte del trayecto, al día siguiente, caminamos como unas seis horas. Me subieron a un cerro, ya no iba encapuchado, pero sí con instrucciones de que no volteara a verlos, porque me matarían. Además, yo mismo me aleccioné de que no quería verlos, porque —pensé— si alguna oportunidad tengo de sobrevivir, si me van a soltar y saben que los vi, me van a matar; entonces, sin estar todavía seguro de que era un secuestro, una venganza o qué, me dije: <<No los voy a ver, porque creo que mis oportunidades bajarían mucho>>. Siempre traté de no verlos, bajo la advertencia de que si lo hacía, me mataban.
“Todo el secuestro es terrible, pero las crisis ocurren ese primer día y cuando te empiezas a dar cuenta de que se va a acabar; cuando decidieron, pues no sabía que ya se habían arreglado, que me iban a liberar.
“Después de quince días me movieron de donde estaba, empezamos a caminar y a bajar. Me volvieron a subir en una bestia, y todo el mismo proceso, pero yo no sé por qué sentía que me iban a matar, no sentía que me iban a liberar o que se habían arreglado. En el fondo, pensaba que me iban a matar. Iba con muchísimo miedo.
“Definitivamente sí intuí que me iban a torturar o a asesinar. En el momento en que en la primera noche me llevan a la oscuridad, pensé en por qué no me retenían en una casucha del pueblo, <<¿Por qué me llevan al monte en la noche?>>, me pregunté. Sentí que me iban a matar; cuando me iban a liberar, también.
“Durante un secuestro hay muchas crisis y suceden episodios muy duros. Cuando llegamos al cerro, el primer día, estaba otra gente allí, esperando, era toda una banda. Los que me llevaron eran tres o cuatro, y arriba estaban dos; después descubrí que todo su comportamiento era planeado, pero en ese momento no lo sabe uno; de lejos uno le dijo a otro: <<¡Ah!, ya llegaron>>. Y con un tono de voz como para que no oyera lo que sí debería oír, también le dijo: <<¡Ya, mátalo!>>. En ese momento me puse a llorar, me entró una angustia tremenda.
“Me colocaron en un lugar… y no llegaba el balazo; ha de haber transcurrido un minuto; empecé a rezar, me tranquilicé. No sé si fue el rezo o el tiempo que pasó, pero me dio una tranquilidad enorme. Creo que además del rezo y de que soy gente de fe, me ayudó que pasó el tiempo sin que llegara el tiro, como que empiezas a decirte: <<Quién sabe si me maten, porque no me han matado>>. Ese momento fue tremendo.
“Me torturaron todo el tiempo. La primera noche y la primera vez fue terrible —aunque después supe que era un número montado. No te acostumbras a que cualquiera llegue con una pistola para decirte: <<Ahora sí, ya te voy a matar>>, para después cortar cartucho, ponértela en la cabeza. No dudas de que te vaya a matar. Esa primera vez me dio miedo, mucho miedo.
“Después ya estaba muy fuerte. A raíz de esa primera vez que dijeron ya mátalo, que recé y lloré, no volví a llorar nunca. Me dio mucha fortaleza, pero sí tenía angustia y momentos de miedo, difíciles; después, cuando llegaban con la pistola, no me daba tanto miedo. Se da uno cuenta que es cuento, ¿no?, y ya no me daba tanto miedo; sin embargo, a veces me llegaba la crisis. Pensaba que se les podía ir un tiro.
“Entre jueguito y no, porque de repente echaban unos tiros al aire, cuando me amartillaban la pistola podía írseles un tiro, aunque supe que no me matarían a propósito, porque descubres que es un juego y, como pensé: <<Tienen que negociar la mercancía, entonces no me van a matar>>, no me daba tanto miedo, pero la razón te juega la contra, porque en otros momentos también me dije: <<En cuanto paguen y lleguen a un arreglo es cuando me van a matar>>. ~
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.