La propia existencia se le pierde en la de otros. Relatos de amores y desilusiones, hijos rebeldes, infidelidades. Llega a casa y apenas se reconoce. Las tensiones, las risas, las lágrimas que contiene se diluyen con las de sus pacientes. Daniel ha dejado huella en tantas vidas y nunca logró un rasguño en la de Julieta. Durante cierto tiempo, ella creyó que se había enamorado, le escribió una serie de cartas que él guarda en un closet de su consultorio. Es todo lo que le queda de ella. Cuarenta y un cartas y un hijo. Después, el silencio.
Era consciente de que el paso de Julieta por su vida sería fugaz, a pesar de argollas, firmas, testigos y bendición. El desasosiego la arrojaba a las habitaciones de distintos amantes. Hasta que un día se embarazó. Existían posibilidades de que el bebé fuera de Daniel, una noche en que a medio sueño se acurrucó dormida entre sus brazos y lo buscó como quien busca un fantasma, un ser ausente y encontró el alma abandonada de él. No hubo besos, no hubo caricias, solo esa desolación que se confundía con el deseo. Tal vez Julio fue concebido entonces, así quiere creerlo Daniel. Un encuentro en medio de meses de desencuentro. El cuerpo de él en su desesperación por permanecer en ella.
Ante la alegría por la noticia del embarazo, su mejor amigo lo cuestiona, conociendo a Julieta el papá podría ser el profesor de yoga, el gurú de la meditación tibetana o el arquitecto del primer piso. Él también lo sabe y calla las especulaciones con una mirada glacial. Daniel quiere ser padre de un hijo de ella, un vínculo a pesar de su segura partida. No importa si el niño no comparte con él los bucles dorados, el difuso tono de sus ojos verde-miel o la pasión por la filosofía. Lo que cuenta es que un pedacito de ella estará bordado para siempre en su vida.
Daniel teme que no quiera seguir con el embarazo. Julieta duda un poco. Tal vez ella cree que es hijo del fantasma al que caza sin tino o tal vez tiene miedo de abortar, al final deja pasar el tiempo y se toma tantos meses en decidir, que el bebé asume su propio destino. Y ese destino es crecer hecho un ovillo, hacerse de deditos, de una gran cabeza y de piernas largas. Daniel la acompaña a los ultrasonidos y se enternece con las patadas del pequeño. Cuando ella se ha dormido acerca su oído al vientre enorme. Tiene miedo de los tacones que usa Julieta, del cigarro que no suelta, de las cervezas sin medida, de las llamadas a cualquier hora. Miente a las amigas, la esconde del vecino y de los instructores de yoga. Pero ni el cerco más grande logra que la melancolía le pertenezca. Algo en ella no se asienta. Le propone una larga estancia en la playa, sin resultado. Con su panza a cuestas, desaparece en los bares de la colonia Roma. Cuando regresa de trabajar, Daniel la busca entre las risas y coqueteos de las terrazas. Se asusta cada vez que cree verla. Descubre de pronto que el mundo está lleno de embarazadas que exhiben su vientre con entalladas playeras, que devoran con avidez mangos enchilados y se recuestan en el hombro de sus parejas. Daniel no toca a Julieta, mas que cuando está dormida. Con cuidado para no despertarla, acomoda la cara en un hueco entre la clavícula y el cuello, cierra los ojos y la huele. Imagina que ella sonríe.
Durante el día confronta a mujeres engañadas, da ánimos a enfermos terminales, rescata la autoestima de adolescentes, cura lesiones con sus palabras. Por las noches sus propias heridas duelen y no hay nadie para ayudarlo a cerrarlas. Intenta hablar con algún amigo, pero las chelas, el futbol, los negocios y las conquistas acaparan la conversación. Las viejas como tema, nunca las mujeres con sus recovecos infranqueables.
Después de la cesárea, Julieta debe reposar. Se ha negado a amamantar al bebé y Daniel ha aprendido a darle el biberón. Cada día de la cuarentena, él relee una de las cartas que ella le escribió. Las recita por las noches, en voz alta, cuando está dormida, y pretende que sus propias palabras vuelvan a conducirla hacia él. Por las mañanas busca en su rostro señales de la lectura, un guiño cómplice o alguna sonrisa extraviada. Sin embargo, solamente están esos ojos que se han ido vaciando y el ansia por las cervezas y los mezcales que va en aumento.
El día cuarenta llega. Todavía falta una carta que no ha leído. Ella ni siquiera se lleva su ropa. Lo deja a él con el rastro de su olor y su ausencia. La espera una noche, otra también. Teme que Julio desaparezca, que ella venga por él, que algún otro lo reclame. De la colonia Condesa, se muda lejos. Su bebé crece y los fantasmas también. Por el día sigue sanando heridas, por las noches encuentra refugio en Julio para las suyas. El niño tiene los labios de la madre sin su evasiva sonrisa y los ojos negros sin la nostalgia. Algunas veces se miran juntos al espejo, el padre rastrea en el hijo los rasgos de la continuidad. Encuentra el mentón del profesor de yoga, las orejas del instructor de meditación y la frente del arquitecto vecino. Demasiadas presencias en un cuerpo tan pequeño. Cuando Julio da el primer paso, cuenta exactamente trescientos cuarenta y cinco días desde que ella se fue. Ya no la busca en los sitios de moda o entre el barullo nocturno de algún restaurante. Solamente hay un lugar donde puede encontrarla. El móvil de estrellas da vueltas sobre la cuna, la música de Cri-Cri de fondo, la cenefa de barcos y piratas rodea la habitación. Él se acomoda en el sofá azul entre dos osos y un conejo de peluche. Toma la mano de Julio, y con voz baja lee la última carta. ~
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DANIELA BECERRA (Ciudad de México, 1968) ha escrito durante años en diversas publicaciones como El Financiero, Reforma, Elle y Harper’s Bazaar. Fue editora del libro Alcanzando el vuelo: Responsabilidad social en la empresa editado por CEMEFI y Celanese. Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la UIA y una maestría en Desarrollo Humano en las Organizaciones. Ha participado en diversos talleres literarios.
ME ENCANTO EL ESCRITO DE DANIELA BECERRA, SU DESCRIPTIVA Y SU LENGUAJE SON ESTUPENDOS…
FELICIDADES!!
Felicidades Daniela, fue una agradable sorpresa para mi, no sabía que escribias, has superado la habilidad de tu tia y de tu madre. Me encantó. Un abrazo.