Dormía cuando escuché un ruido seco y el chillido de lo que, en ese momento, entre sueños, pensé que era un niño. Me incorporé asustada, con el corazón latiéndome con fuerza y un vacío en el estómago que me hizo pensar en las noches de mi infancia, llenas de pesadillas. Otro recuerdo, atado inevitablemente al de esas noches, sobrevino también: el de los ataques de pánico. Apareció como un latigazo en mi mente: vi mi pecho subiendo y bajando frenéticamente, mi boca abriéndose, tratando de tragar todo el aire posible, y la cara desencajada de mis padres, que se miraban uno al otro con odio, culpándose silenciosamente de lo que me pasaba. Hacía años que no pensaba en todo aquello, pero la sensación de miedo con que me desperté me puso al borde de uno de esos ataques. Afortunadamente, ya no era una niña y sabía perfectamente qué hacer en estos casos para evitar el pánico. Me enderecé, puse mi espalda contra la cabecera. Paso uno: relajarse y reconocer el entorno. Me hablé en voz alta: soy Florencia, tengo veintisiete años, estoy en mi casa, en mi cuarto, es sábado y está amaneciendo. Paso dos: detener los pensamientos negativos. No puede pasarme nada aquí, estoy segura, estoy a salvo, tengo el celular a mano para llamar a alguien si pasa cualquier cosa y dinero para tomar un taxi si necesito salir. Paso tres: usar frases tranquilizadoras. Mi miedo está causando que mi corazón lata más fuerte, mi corazón está bien. He superado esta experiencia muchas veces y puedo hacerlo de nuevo. Todo se terminará en tres minutos si me relajo. Paso cuatro: contrarrestar la hiperventilación. Respirar. Cuento: uno, dos, tres y hago una larga inspiración. Uno, dos, tres, retengo el aire lo más que puedo, cuatro, cinco, seis, exhalo. Repito el ejercicio tres veces más. Me detuve antes de llegar al paso cinco: aceptar mis emociones. Siempre me pareció ridículo y lo ignoraba porque para el paso cuatro ya me había tranquilizado. El paso cinco me hacía sentir como una idiota. La instrucción era algo así: identifique la emoción que está sintiendo y encuentre una razón por la cual la siente. Dele validez a lo que usted está sintiendo: el miedo es una emoción positiva que nos hace cuidarnos a nosotros mismos. El miedo mis nalgas, pensé mucho más satisfecha.
Puse café y me senté a leer en la sala mientras se calentaba el agua para bañarme. Me gustaban las mañanas en mi departamento: silenciosas y frías. Vi que la contestadora parpadeaba y apreté el botón para escuchar los mensajes. Los dos eran de mi madre: uno del jueves y otro del viernes. En ambos su voz sonaba falsamente dulce mientras preguntaba por qué no estaba en casa y por qué no la había llamado. No iba a responderle las llamadas, me irritaba que a pesar de que ya tenía seis años viviendo sola, me telefoneara casi a diario intentando averiguar qué hacía, con quién salía y si llegaba o no a mi casa a dormir. Chantaje disfrazado de cuidados era la especialidad de mi familia. Que se quede con las dudas, pensé, mientras borraba los mensajes. En algún momento tiene que darse cuenta de que no la llamo precisamente porque me acosa. El olor a café llegó desde la cocina. Me serví una taza y salí al balcón de mi estudio a beberla. Mi departamento estaba en un noveno piso; lejos del ruido de la calle y cerca del canto de los pájaros. Sentí un escalofrío al recordar el chillido de la mañana. Me reprendí por seguir pensando en algo que decididamente había ocurrido en mis sueños. Noté que las cortinas se movían en el departamento que quedaba frente al mío, en el edificio de la otra acera. Los ojitos del niño me saludaron, mientras él intentaba esconderse sin mucho éxito. Lo saludé con la mano y se tapó la cara. Era un niño de unos cuatro o cinco años que parecía saber el momento exacto en el que yo salía al balcón porque siempre que lo hacía, ahí estaba él, observándome con atención. Por las tardes, cuando se ponía el sol, me gustaba sentarme a mirar las aves organizarse en parvadas para resguardarse del frío de la noche que ya se anunciaba. El niño era mi compañero en ese ejercicio diario. Una vez que las aves volaban, dejando desnudas las copas de los árboles, volvía a mi casa. Pero el niño no se iba; no hasta que yo regresaba y me alzaba la falda o me abría la bata para mostrarle mi ropa interior. Entonces él corría, asustado, y yo me moría de risa. Las cortinas seguían moviéndose, pero el pequeño no asomaba su carita. Decidí dejarlo y me fui a bañar.
En la regadera, escuché otros dos golpes, idénticos al de la mañana y empecé a preocuparme. ¿No había sido un sueño? Ya no pude bañarme con tranquilidad y me apresuré a terminar. Apenas salí del baño, caminé con paso firme hacia mi cuarto. No pensaba nada, solo quería saber si estaba imaginando esos ruidos o no. De un golpe, descorrí las cortinas y el sobresalto me hizo soltar la toalla. Me quedé desnuda y empapada, contemplando los manchones de sangre que había en mi ventana. Me asomé y vi tres aves muertas, muchos metros abajo. La imagen me horrorizó y corrí las cortinas de nuevo. Me vestí con cualquier cosa y fui por el limpiador de vidrios y un trapo. Era absurdo asustarme por un par de aves torpes que perdieron el rumbo. Tenía que concentrarme en lo que podía controlar: quitar esa mancha. Contuve la respiración mientras tallaba; no quería enterarme a qué huele la sangre de un pájaro. Sentí una arcada cuando tuve que despegar con los dedos una pluma, pero pude controlarme. Después de algunos minutos, la ventana quedó como si nada. Estuve a punto de dejarla abierta, pero algo dentro de mí dudó y la cerré. Era casi mediodía y tenía que ponerme a trabajar. Anoche, un guión lleno de errores acabó con mi paciencia, y tenía que entregar las correcciones hoy. Fui a servirme otra taza de café cuando escuché un cuarto golpe. No supe qué hacer así que me metí a mi estudio y cerré la puerta, intentando ignorar ese ruido que me daba tanto miedo.
No sirvió de nada. Intenté trabajar un par de horas pero los golpes se repetían cada vez más seguido. Estúpidas aves, pensé con los nervios crispados, ¿no reconocen una superficie que no pueden traspasar? ¿Por qué están volando tan alto, qué buscan en un noveno piso? Pac, pac, pac, otra vez los golpes; suenan como trapos mojados que se avientan a una pared. Y no es solo ese sonido; me perturba también la vibración del vidrio que se siente en toda la casa. Pienso en la velocidad que traen del vuelo y en toda la fuerza con que se estrellan. Además, está el chillido que emiten. Al principio, no me parecía nada más que el berrido de un niño, pero a medida que el día ha avanzado, creo que puedo reconocer una palabra. Chillan “¡Flor!”, antes de estrellarse. Me están llamando y yo no quiero saber qué tienen que decirme. Trato de hundirme en el guión que tengo enfrente pero no puedo concentrarme: los personajes no funcionan y el final es pésimo; sin mencionar las faltas de ortografía que inundan cada hoja. Me dedico a poner los acentos que faltan: es un trabajo mecánico que puede distraerme lo suficiente de lo que está pasando en el otro cuarto. Me alejo del monitor, temblando. Piensa, Florencia, sé racional, me digo. No hay ningún código, ningún mensaje oculto, simplemente estás poniendo los acentos y a todas esas palabras les hacía falta la tilde. Con temor, vuelvo a mirar las palabras que acabo de acentuar: “Escúchate, voló, jóvenes, prisión, escapó”. En ese momento, otro pájaro se estrella y no logro convencerme de que nada está pasando. Apago la computadora y me deslizo hacia el piso, hasta la esquina del cuarto. Abrazo mis rodillas y me suelto a llorar.
Ya es de noche cuando me desentumo y puedo ponerme en pie. Los pájaros han seguido estrellándose contra mi ventana toda la tarde: me llaman. No puedo seguir ignorándolos, quieren que de una vez por todas acepte mi naturaleza de ave y me les una. Voy a mi cuarto y abro la ventana. Las manos me tiemblan, tengo miedo de que una parvada furiosa ingrese a mi casa. Pero no ocurre así. Las aves que se han detenido en los cables de luz o en las cornisas vecinas me observan con absoluta quietud. Todas son negras. Diría que casi me sonríen. Entonces me subo al escritorio y apoyo un pie en el marco de la ventana, agarrándome con ambas manos de los barrotes. Titubeo un poco, pero el graznido de una de las aves me espanta y de un salto pongo el otro pie en el marco. Escucho que el teléfono suena y suena hasta que entra la contestadora: otra vez mi madre, otra vez un mensaje preguntándome cosas. Miro un segundo hacia abajo y veo la pila de aves muertas que se acumuló en la banqueta. No me les uniré, pienso, y siento cómo mi corazón empieza a latir más de prisa. Paso uno: soy Florencia, tengo nueve años y mis papás tapiaron todas las ventanas de la casa. Dicen que no puedo volar. Paso dos: no puede ocurrirme nada, mis brazos en verdad son alas y están diseñadas para planear en el cielo. Paso tres: mi verdadera familia ha venido a reclamarme. Se están sacrificando en el llamado y no puedo hacerles esperar más. Paso cuatro: uno, dos, tres, inspiración. Uno, dos, tres, aguantar el aire bien adentro, cuatro, cinco, seis, exhalación. Paso cinco: nunca me has gustado, paso cinco. Escucho un ruido; son pisadas. Vuelvo la cara y pienso que en cualquier momento mis padres se aparecerán, asomarán sus caras, sí, vienen, casi puedo ver sus ojos desorbitados, sus bocas abiertas. Miro hacia el frente y veo a un niño que me mira y me pide que me alce la falda. No puedo enseñarte los calzones porque mi mamá dice que eso es de niñas malas. Paso cinco: ¡lo acepto, lo acepto, soy un ave! Uno a uno quito los dedos de los barrotes y, en cuclillas, logro el equilibrio. Me incorporo lentamente; cierro los ojos. Debo saltar y no tengo miedo. Me impulso. Mi sonrisa se va ampliando mientras siento el aire fresco dándome en la cara. No abriré los ojos; no todavía. ~
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GABRIELA SOLÍS CASILLAS (Ciudad de México, 1987) es escritora y actualmente termina el Diplomado en Formación Literaria en la Escuela Mexicana de Escritores. Twitter: <@ellaesprufrock>.