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Fenomenología del alma asesina
Blog | Palimpsestos | Antonio Santiago Juárez | 18.02.2014 | 0 Comentarios

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Dice Servando Gómez La Tuta, uno de los líderes de Los Templarios, que no le alcanzaba con su sueldo de maestro y que mejor se metió de narco. “Yo tenía un trabajo muy sano y muy honesto pero, para mis aspiraciones, para mi forma de ser y para mi todo, no me satisfacía. Entonces se fueron dando las situaciones y aquí estoy”.

Y se volvió narcotraficante. Pero no uno cualquiera pues, según la nota roja, mandaba matar por nimiedades. ¿Por qué alguien se transforma en asesino? Las teorías que mejor explican el origen de este tipo de conciencia están basadas en el psicoanálisis: mientras que los genetistas y organicistas hacen aguas desde antes de zarpar, incapaces de explicar por qué, en ciertos momentos históricos, el gen asesino se reproduce “exponencialmente”, el psicoanálisis encuentra las causas de cada caso a partir de la historia del individuo: incluso la locura (y sobre todo la locura) tiene un sentido.

Al meollo del alma asesina se acercan, también, algunos sistemas filosóficos como el de Hegel que, además de filósofo, fue un psicólogo portentoso. ¿Cómo logró anticiparse tanto al psicoanálisis? Entendió fenómenos que siglo y cuarto después serían reivindicados por la psiquiatría dinámica y por el Retorno a Freud capitaneado por Lacan: el motor de lo social, la fuerza que anima a cada individuo y lo transforma, de acuerdo con su historia, o bien en una persona normal o bien en un asesino, es el deseo de reconocimiento: la búsqueda insaciable de identidad a partir de la mirada del otro, lo cual nos deja a todos y cada uno de nosotros, seres carenciados, atravesados de lado a lado por un hueco identitario.

Lo que le sucede al alma es lo siguiente: cuando se encuentra frente al mundo se siente ajena y atemorizada por eso otro más grande y complejo. Como se intuye mortal, la fusión con el mundo se antoja un modo de salvar la muerte y lo único que puede hacer para sentirse segura es llenarse con aquello que está afuera: el deseo como apetito que calma la angustia intenta devorar lo amenazante. Buscamos comernos al mundo para no ser comidos por él. Pero esto causa problemas.

En su lectura de Hegel, Judith Butler explica que deseamos de dos maneras excluyentes: al desear algo externo nos perdemos en el mundo, y al desear nuestro yo, perdemos el mundo: “pareciera que la consecuencia es un empobrecimiento inaceptable: sea como narcisismo o como fascinación con un objeto, el deseo se encuentra enfrentado a así mismo, contradictorio, insatisfecho”.

La filósofa norteamericana explica que al experimentarse a sí misma como pobreza estructural, la conciencia deviene un vacío que debe consumir Vida a fin de ganar para sí cierta realidad temporal. El sujeto desea la vida pero en este nivel de desarrollo es incapaz de vivir, de modo que su deseo se mezcla con sufrimiento, con la inevitable melancolía que conlleva el conocimiento de la distancia irreversible: nunca podremos fundirnos con el todo sin perdernos.

A fin de no estar sometida al mundo de los objetos, la conciencia busca evolucionar y se pregunta si no le sería posible reconciliarse con la vida al identificarse con otra conciencia. Así, el sujeto busca a algún otro que le devuelva la imagen tan anhelada de sí. El deseo deviene entonces deseo-de-otro-deseo. Pero pronto la conciencia queda nuevamente frustrada porque el otro no le devuelve la imagen anhelada: el otro quiere lo mismo, quiere reconocimiento. La primera conciencia comprueba que no es reflejada sino absorbida. El otro quiere todo el reconocimiento para sí y esto ocasionará un combate entre dos autoconciencias, la celebre lucha entre el amo y el esclavo.

Si coincidiéramos en que todos hemos tenido algún esclavo psicológico o que todos lo hemos sido alguna vez, comprenderíamos que el fenómeno sucede porque nuestra conciencia queda fuera de sí al enfretarse con el otro, en éxtasis: el otro muestra una imagen de la completud que anhelamos pero ello no puede conducir sino al sufrimiento y en último término, a la lucha: la conciencia se convence de que el otro le ha robado su propia esencia y mientras piense que es el Otro el que reivindica la libertad, ese otro ha de ser sometido.

El Otro se convierte en aquello que debe esclavizarse: sólo logrando que el otro nos obedezca y reconozca podremos creer que tenemos realidad. El hecho es que muchas conciencias se quedan en este estadio de frustración durante el viaje de la conciencia y se transforman en figuras grotescas, fenómeno retratado por Shakespeare en el personaje de Ricardo III: “Ahora el invierno de nuestro descontento se vuelve verano con este sol de York; y todas las nubes que se encapotaban sobre nuestra casa están sepultadas en el hondo seno del océano. Ahora nuestras frentes están ceñidas por guirnaldas victoriosas” (…) “Pero yo, que no estoy formado de bromas juguetonas, ni hecho para cortejar a un amoroso espejo; yo, que estoy toscamente acuñado, y carezco de la majestad del amor para pavonearme ante una lasciva ninfa contoneante; yo, que estoy privado de la hermosa proporción, despojado con trampas de la buena presencia por la Naturaleza alevosa; deforme inacabado, enviado antes de tiempo a este mundo que alienta; escasamente hecho a medias, y aun eso, tan tullido y desfigurado que los perros me ladran cuando me paro ante ellos; yo, entonces, en este tiempo de paz, débil y aflautado, no tengo placer con que matar el tiempo, si no es observar mi sombra al sol y entonar variaciones sobre mi propia deformidad. Y por tanto, puesto que no puedo mostrarme amador, para entretenerme en estos días bien hablados, estoy decidido a mostrarme un canalla, y a odiar los ociosos placeres de estos días”.

Ya sea que se quede en el estadio de destrucción de lo vivo, o en el de la lucha a muerte, la conciencia asesina envidia la vida y desea negarla. Algo sucedió en su desarrollo (casi siempre un trauma severo, padres inexistentes, adultos violentos) y no puede vivir sino a través de apropiarse de la vida que observa en los otros. Cree que le han robado algo, que de no ser así estaría “completa”, como la conciencia de Richard Hickock, el asesino a sangre fría retratado por Capote: “Y fue allí donde Dick vio a aquel hombre que tendría más o menos su misma edad, veintiocho o treinta. Podía ser un «jugador, un abogado o quizás un gánster de Chicago». Fuera lo que fuese tenía aire de conocer las glorias del dinero y el poder. Una rubia que se parecía a Marilyn Monroe, masajeándole, le untaba aceite solar y la perezosa mano del hombre provista del correspondiente anillo, se alargó hasta un vaso de naranja helada. Todo aquello le correspondía por derecho también a él, a Dick, pero él no lo tendría jamás. ¿Por qué aquel hijo de puta había de tenerlo todo y él nada? ¿Por qué había de tener toda la suerte aquel «puñetero de mierda» y él ninguna? Sólo con un cuchillo en la mano, él, Dick, tenía poder. A los puñeteros de mierda como aquél más les valdría cuidarse, porque él podía «abrirlos en canal para que soltaran un poco de aquella suerte». A Dick le habían estropeado el día. La espléndida rubia que le ponía aceite solar a aquel tipo, se lo había arruinado”.

Al realizar su estudio de la conciencia, Hegel nos la muestra como una instancia hambrienta que sólo abandona este primer desarrollo a partir de aceptar la muerte -algo que con seguridad nunca hicieron Ricardo III o Dick Hickock: la primera conciencia sólo puede recuperarse de su involucramiento extático con el Otro en la medida en que reconoce que también el Otro se encuentra en el proceso de recobrarse de su propia falta de ser y que su exigencia de reconocimiento es similar a la suya. Tal similitud entre las dos autoconciencias constituye “la base de su interdependencia armoniosa”.

Aceptar nuestro vacío y aceptar el vacío del otro es aceptar la propia muerte pero también decirle sí a la vida. Por eso Hegel señalaba que la lucha a vida o muerte era un movimiento dramático necesario en el desarrollo de la conciencia: la autonomía sólo puede alcanzarse a través de la renuncia a la esclavitud de la vida.

Pero la aceptación de la muerte es el desarrollo último. Mientras no se logre, la conciencia queda atrapada en la dialéctica del amo y del esclavo y no sabe que puede convivir con otras conciencias en un mundo en el que cada una ha descubierto su vacío estructural. Mientras no acepte esto, mientras no le diga sí a la vida a partir de la aceptación de la muerte, seguirá creyendo que alguien le robó lo más valioso y que lo mantiene sin merecerlo. Será capaz de cualquier cosa por revertir este estado de cosas. Se transformará en una conciencia asesina.

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