A principios del mes de agosto, el presidente Peña Nieto hizo público su proyecto de reforma energética. Como era de esperarse, el punto que más discusión provocó fue la propuesta de reformar el artículo 27 constitucional. Anticipando las críticas que esa propuesta acarrearía, la iniciativa insistió en que la reforma regresaría el artículo 27 constitucional a su texto de 1940, argumentando que ese era el texto que reflejaba las verdaderas intenciones que el general Cárdenas tenía sobre la industria petrolera.1 La respuesta vino de inmediato de parte del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas. Mostró una carta escrita por su padre en 1968 como evidencia de que, para entonces, la postura del general Cárdenas era indudablemente más cercana al texto actual del artículo 27 y no al texto de 1940.2 De pronto, parecía que bastaría con saber a ciencia cierta “lo que el general hubiera querido” para acabar con el debate: la historia se convirtió en un campo de batalla ideológico por algunas semanas.
Soy historiador, así que la idea de que a nuestros políticos les parezca importante la historia tendría que gustarme al menos como un asunto de orgullo profesional. Sin embargo, la forma como se incluyó la historia en esta discusión fue francamente banal y demagógica, particularmente por parte del Gobierno de Peña Nieto. En un viejo ensayo sobre lo que puede y no puede decirnos la historia sobre la sociedad contemporánea, Eric Hobsbawm decía que “el presente no es, no puede ser, una copia al carbón del pasado. El presente tampoco puede ser modelado según el pasado en ningún sentido operacional”. Pensar que podemos encontrar en el pasado lecciones así de explícitas y directas sobre lo que debemos hacer en el presente es, en el mejor de los casos, un grave error. Ni podemos saber lo que el general hubiera preferido en las condiciones actuales, ni tampoco debería importar mucho. La historia puede tener un lugar en la discusión, pero definitivamente no el que se le adjudicó.
Si realmente queremos tener una discusión en la que la historia sirva para informar nuestras decisiones presentes, tenemos que darle un lugar aparentemente más modesto, aunque intelectualmente más interesante. Se trata de pensar no tanto en el rol específico que nuestras leyes deben dar al sector privado en el manejo del petróleo, como en las razones detrás de la decisión de Lázaro Cárdenas en 1938. El tema central del conflicto con las empresas petroleras en aquel año tenía que ver con la soberanía nacional en una forma muy concreta: existía una ley laboral que las empresas petroleras no estaban dispuestas a respetar. El Estado mexicano optó por la expropiación para reafirmar su autoridad. Si bien la indemnización que el Gobierno de Lázaro Cárdenas tuvo que pagar representó un porcentaje menor de las exigencias de las empresas extranjeras, hay investigaciones recientes que apuntan a que en realidad el Gobierno mexicano pagó el precio de mercado de esas empresas,3 un precio más bien alto que debió cubrirse debido a la ausencia de otros mecanismos efectivos para regular a esas empresas.
Un caso parecido, en otra coyuntura histórica, fue el de los ferrocarriles durante el porfiriato (ver el libro Consolidados: José Yves Limantour y la formación de Ferrocarriles Nacionales de México, de Arturo Grunstein, publicado recientemente). Como cuenta Grunstein, ante la incapacidad del Gobierno porfirista de regular a las empresas ferrocarrileras extranjeras, Limantour decidió que el Gobierno tenía que participar en la industria y terminó por hacerse del control de las líneas más importantes. Al igual que Roosevelt en Estados Unidos, los científicos porfiristas consideraron que las grandes empresas ferrocarrileras tenían demasiado poder y que el Gobierno tenía que buscar contrarrestarlo. El mecanismo fue diferente del de los cardenistas en 1938, pero el resultado no tanto: empresas enormes quedaron bajo control estatal simplemente porque el Gobierno no tuvo otras herramientas para regularlas. Sin embargo, nadie se pregunta hoy en día qué es lo que Limantour hubiera querido.
Lo importante de estos dos casos es que nos muestran que el problema de la relación del Gobierno mexicano con las grandes empresas extranjeras históricamente no ha sido ideológico sino práctico. En ese sentido, preguntarse qué hubiera querido el general hoy en día no resulta muy útil, dado que los problemas prácticos que se resolvieron con la expropiación de 1938 son muy diferentes de los que enfrentamos hoy en día, y un historiador tiene que ser el primero en resaltar eso. Tal vez sería más útil preguntarnos si la capacidad del Estado mexicano para regular a grandes empresas extranjeras ha cambiado significativamente. Ahí es donde, a la luz de las capacidades actuales del Estado mexicano de regular a empresas nacionales, el escepticismo debería aflorar.
¿Qué es diferente hoy? Mucha gente ha publicado argumentos técnicos sobre qué tipo de apertura o de “modernización” requiere nuestro sector petrolero. Yo solo resaltaría, desde el punto de vista histórico, una diferencia importante con respecto a 1938: hoy tenemos a Pemex. La capacidad de negociación —y, por tanto, de regulación— del Estado mexicano con cualquier empresa petrolera trasnacional es directamente proporcional a la capacidad productiva de Pemex. Una reforma que no considere primero dotar a Pemex de las herramientas necesarias para competir con empresas que la superan en capital y tecnología no solo es una reforma que definitivamente no hubiera querido el general, sino que, además, es una reforma que podría estar, entonces sí, preparando el terreno para una situación comparable a la de 1937.
1 Ver: <http://www.adnpolitico.com/gobierno/2013/08/12/ documento-integro-iniciativa-de- reforma-energetica-de-pena>.
2 Ver: <http://www.m-x.com.mx/2013-08-20/lazaro-cardenas-y-la-reforma-energetica-por-cuauhtemoc-cardenas-2/>.
3 Ver: <http://press.princeton.edu/titles/9952.html>.
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SERGIO SILVA CASTAÑEDA es licenciado en Economía por el CIDE y maestro y doctor en Historia de América Latina por Harvard. Actualmente se desempeña como académico en el ITAM.