El respeto a los derechos humanos y a la diversidad de creencias impone que los servidores públicos de cualquier nivel y orden de gobierno practiquen más que nunca la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones.
En el contexto de su discusión en México, muchos parecen ver la laicidad como una limitación injustificada a la libertad que tienen los legisladores, así como otros funcionarios públicos, de impulsar los valores morales y la ideología con que los identifican sus electores y que hicieron que votaran por ellos. Algunos argumentan que si los electores votan, por ejemplo, por un candidato católico —o propuesto por un partido identificado como católico— es porque saben que ese candidato, de ser elegido, promoverá una política acorde con sus creencias religiosas. Muchos electores votarán por ese candidato pensando que va a buscar que se impongan políticas de penalización del aborto, legislaciones en contra del matrimonio homosexual y de la manipulación genética, políticas restrictivas sobre reproducción asistida o medidas para imponer la educación religiosa (entiéndase católica) en las escuelas públicas, entre otros asuntos. Los electores votan por ese candidato porque concuerdan con sus ideas morales y religiosas, tal como lo harán los electores más liberales, que votarán por candidatos que representen sus posturas morales y religiosas… o no religiosas. La posición moral de un candidato es un factor importante de su identidad política y de por qué la gente se identifica con él y vota por él.
La laicidad parece entrar en conflicto con esa identidad moral y política del legislador o del funcionario público. Básicamente entra en conflicto con eso que algunos llaman el “derecho a la libertad religiosa”, con la libertad de promover su agenda moral y política, de promover sus valores y plasmarlos en leyes y políticas públicas. La laicidad parece pedir a estos individuos que dejen de lado una buena parte de eso que los hace ser quienes son, que sacrifiquen sus concepciones morales sobre temas sustantivos. ¿Por qué, en nombre de la laicidad, se restringen derechos de legisladores y funcionarios públicos? Si son efectivamente derechos, entonces su restricción debe estar bien fundamentada, para que aquellos que se ven limitados no se sientan injustamente agraviados.
El problema empeora si pensamos que la laicidad, tal como se ha desarrollado en muchos Estados contemporáneos —entre ellos México—, es también parte de un sistema moral y político particular: el liberalismo moderno.1 Según quiero argumentar, la laicidad —sobre todo como se la entiende en la discusión pública sobre el tema en nuestro país— forma parte de la teoría moral que encontramos implícita en el liberalismo. La cuestión que aquí quiero señalar es: ¿por qué se trata de limitar el ejercicio de las perspectivas morales y religiosas de funcionarios públicos a partir de un valor que pertenece a un sistema moral particular? ¿No resulta esto en la imposición injustificada de una determinada moralidad sobre otras? Quiero argumentar que no, que la adopción del valor de la laicidad está plenamente justificada. Quiero argumentar además que la laicidad debe verse como un valor moral o ético, uno que forma parte no del conjunto de normas y principios que rigen los sistemas morales comunes o cotidianos, sino de un sistema moral que se aplica a las personas según su rol profesional, específicamente a los miembros del aparato estatal, como legisladores, jueces y funcionarios públicos en general. Es decir, forma parte de una determinada ética profesional: la ética de la función pública —y la entiendo aquí como aquella que abarca a todos los que participan en la actividad que realiza el Estado.
Empiezo con el asunto de la moral liberal. Históricamente, el liberalismo nace, entre otras cosas, como una teoría que busca conciliar la pluralidad de creencias religiosas que empezó a surgir a raíz de la reforma protestante y la aparición de distintos grupos religiosos no católicos. Según el liberalismo, el mejor modo en que el Estado podía fungir como árbitro en las disputas que surgían entonces era que no profesara ninguna creencia religiosa o moral particular y que no tratara de imponer a una sociedad plural las creencias de un grupo específico. El liberalismo proponía que el Estado no interviniera en el ámbito privado de la creencia religiosa, pero también que las asociaciones religiosas no intervinieran en el ámbito estatal. Como dice Michelangelo Bovero:
En la perspectiva liberal clásica, el sentimiento religioso pertenece por su naturaleza a la dimensión privada de la existencia, protegida por los derechos fundamentales de libertad individual —de conciencia y de expresión y, por tanto, también de religión y de culto— establecidos en las constituciones y documentos oficiales de las grandes revoluciones. Pero la protección que se obtiene es doble: así como a los poderes públicos no les es lícito intervenir en la esfera de las convicciones íntimas de carácter religioso (o de cualquier otra naturaleza), a las asociaciones confesionales no les es lícito intervenir en el ejercicio del poder y las funciones públicas, sugiriéndoles directrices inspiradas por sus creencias particulares o, peor aún, intentando imponerlas a todos.2
Ahora bien, la laicidad no es simplemente la doctrina de la separación Iglesia-Estado; hay que verla como parte de una teoría moral más amplia, la del liberalismo. El liberalismo no es, como en ocasiones se piensa, solo una teoría política o económica, sino que lleva implícita toda una concepción moral, y la laicidad viene incluida en el paquete de ideas liberales. La concepción liberal se basa en la idea de que el valor moral central debe ser el de la libertad y la autonomía individuales, que deben protegerse como un derecho básico ante la interferencia del Estado. Sostiene, además, una idea de igualdad según la cual todos los seres humanos tienen los mismos derechos fundamentales; esos derechos protegen intereses importantes para el desarrollo del individuo, como el de la libertad. Entre las libertades individuales se encuentran las libertades de conciencia, de culto y de religión. Y como reconoce, por un lado, la libertad de los individuos de profesar la religión de su preferencia (o de no profesar ninguna) y, por el otro, que puede haber una pluralidad de religiones, la moral liberal también conlleva valores como la tolerancia y el respeto a la pluralidad: si uno quiere que otros respeten su derecho a ejercer sus libertades, por ejemplo, su libertad de profesar la religión de su elección, y si acepta el plano de la igualdad moral según el cual todos tenemos igual derecho de ejercer esas libertades, entonces debería aceptar que se sigue que unos respeten las ideas religiosas y morales de otros y sean tolerantes (siempre y cuando esto no implique la afectación de los derechos de terceros). Estos dos valores, tolerancia y respeto, son valores muy cercanos a lo que he llamado el valor moral de la laicidad.
Otro componente básico de esta teoría moral que hay que subrayar es que el ámbito de los intereses fundamentales de los individuos debe protegerse de la interferencia de instituciones sociales como el Estado y la religión. Esto se logra a través del discurso de los derechos humanos, concebidos como formas de proteger a ese ámbito de la intrusión estatal o de las religiones —aunque también constituyen una forma de urgir al Estado a promover intereses fundamentales de los individuos y las comunidades, como en el caso de los derechos sociales. El lenguaje de los derechos humanos es inherente a la ética liberal: los derechos marcan límites morales a la acción del Estado. Pero como parte de esa ética liberal, el lenguaje de los derechos no es moral ni políticamente neutro.
De esta moral liberal se siguen también una cierta moral pública y, con ella, ciertas obligaciones para el Estado. Bajo la concepción liberal, el Estado tiene la obligación de respetar la diversidad de concepciones morales y religiosas dentro de la sociedad, así como los derechos y las libertades de los individuos dentro de esa sociedad. Cuando este valor moral —de respeto al derecho de otros de profesar sus ideas religiosas, de imparcialidad frente a la pluralidad religiosa y de no tratar de imponer las convicciones religiosas personales al resto de la sociedad— se lleva al plano de la ética pública, se llama laicidad. La laicidad no es un valor moral que rija las relaciones entre los individuos: yo, como ciudadano, no me comporto más o menos laicamente en mis relaciones con los otros. Eso no tiene sentido. Diremos, en todo caso, que me comporto más o menos respetuosa o tolerantemente en mis relaciones con los otros.3 La laicidad es un imperativo moral que una sociedad plural le impone al Estado y a sus funcionarios, para que traten la pluralidad de concepciones del bien dentro de una sociedad de manera respetuosa, imparcial e igualitaria. Forma parte del código moral con el que un Estado liberal y democrático —como se supone que es el mexicano— debe guiar sus relaciones con la sociedad civil.
En México, los valores morales de esa ética liberal y laica quedaron plasmados en la Constitución de 1857 y fueron refrendados en la de 1917, así como en la modificación de 2012 al artículo 40. Puede ser que el laicismo que motivó a los liberales del XIX a buscar la separación de la Iglesia y el Estado fuera el de limitar el poder de la Iglesia católica, pero poco a poco ese laicismo se ha integrado a la visión más comprehensiva de la ética liberal que he delineado aquí. Hoy en día es particularmente relevante en lo que se refiere al respeto a la pluralidad religiosa. En México vivimos en una sociedad en la que hay una pluralidad de creencias religiosas y morales. Cada día resulta más cuestionable decir que la moralidad dominante es la católica; si en el censo de 1970 el 96.17% de la población se declaraba católico, para 2010 solo un 83.9% lo hacía. Hoy en día hay más grupos religiosos que nunca antes: existen 7 mil 554 asociaciones religiosas registradas ante la Secretaría de Gobernación.4 Los códigos morales de muchos de estos grupos varían de maneras significativas —sobre todo si consideramos distintos grupos de ateos y no creyentes que se han formando recientemente. Dentro de estos códigos encontramos diversos valores morales. Estos códigos y sus valores muy probablemente entren en conflicto unos con otros. Para arbitrar en esos conflictos, se necesita un árbitro lo más imparcial posible, un Estado que no tome partido por ninguna religión o código moral específico, y que tenga un compromiso con el respeto al derecho que tienen todos los individuos por igual de profesar sus creencias religiosas y morales. Se necesita entonces un Estado imparcial que profese principios morales liberales, comprometido con la laicidad y con el respeto a los derechos humanos (hablo de imparcialidad y no de neutralidad, porque el Estado no es moralmente neutral en cuanto adopta los principios morales liberales por sobre otro tipo de principios o valores). Por estas razones, está justificada la adopción de una moral liberal que sirva para arbitrar en los conflictos entre las distintas religiones y moralidades. Ese código moral conlleva las ideas de que el Estado debe ser imparcial y, por lo mismo, debe mantener una separación entre el ámbito religioso y el estatal —otros códigos morales que no adoptaran ese principio de imparcialidad y de laicidad, cuando no fomentaran un Estado confesional, probablemente terminarían discriminando a otras religiones o exacerbando conflictos interreligiosos.
Que el Estado y sus funcionarios públicos actúen de manera laica quiere decir, entonces, que guiarán su conducta en el ámbito público según valores de imparcialidad, de respeto a los derechos, libertades e igualdad de los distintos miembros de la sociedad civil. Entre estos derechos y libertades se encuentra el derecho a la libertad de conciencia, de religión y de convicciones éticas —sean estas religiosas o no—, siempre y cuando no se afecte a terceros al ejercerlo. Esto no se cumple si el Estado y los funcionarios públicos toman partido por una determinada concepción religiosa y dejan que su desempeño público se rija por ella; si quieren imponer sus creencias religiosas al resto de la sociedad usando los instrumentos del Estado; si intentan usar el Estado como si fuera su patrimonio personal, partidista o religioso. Simplemente no están actuando según el valor de la laicidad con el que el Estado mexicano se ha comprometido.
Como miembros del aparato estatal, los funcionarios públicos se comprometen a guiar su conducta según los principios morales con los que se ha comprometido el Estado. Nadie debería ser funcionario público si no se compromete a seguir un código de ética que incluya el respeto a los valores morales y a los derechos plasmados en la Constitución, por ejemplo, si no está dispuesto a respetar los derechos a la igualdad, a la no discriminación y a otras libertades. Del mismo modo, nadie debería ser funcionario público si no se compromete a respetar el derecho a la libertad de religión de otros y termina afectando sus derechos. La laicidad, entonces, tiene un significado normativo para quienes participan en la función pública dentro de un Estado que se dice laico: actuar del modo más imparcial posible frente a la pluralidad religiosa, sin intentar imponer una visión religiosa y moral del mundo que resulte incompatible con la pluralidad religiosa y moral que existe en esa sociedad. Al tratar de imponer, desde el aparato estatal, su propio código moral, un funcionario público estaría violando el compromiso que tiene con ese código de valores morales que está implícito en la Constitución. Habría bases para afirmar que, al no respetar el principio de laicidad con el que se ha comprometido, estaría actuando de forma poco ética.
La laicidad, entonces, no es propiamente un valor moral que rija las relaciones de los individuos dentro de la sociedades, sino uno que rige las relaciones del Estado y de los funcionario públicos con una sociedad civil plural; es un valor que garantiza la existencia armónica de una pluralidad de códigos morales y de creencias religiosas. En ese sentido, es también un valor democrático, porque garantiza la igualdad y el reconocimiento de derechos y libertades, que son componentes indispensables para cualquier sociedad democrática.
Si todo lo que he argumentado hasta aquí es correcto, entonces la laicidad es un valor que entra en eso que llamamos una moralidad de rol: la ética de la función pública. Esta es un área dentro de lo que denominamos “ética profesional”, es decir, dentro del conjunto de normas morales que pensamos que deben regir la conducta de los funcionarios públicos en el ejercicio de su profesión. Esto incluye a servidores públicos de distintos tipos: al oficinista en cualquier dependencia pública que debe tratar a la gente respetando sus creencias religiosas; a los funcionarios que se encargan de presupuestar el dinero público de modo que no favorezcan a un grupo religioso sobre otros; a los jueces, que no deben anteponer sus creencias religiosas en sus decisiones; a los gobernadores y presidentes municipales, que encomiendan sus estados o ciudades a alguna divinidad; a los diputados y senadores, que deben legislar sin beneficiar a una religión sobre otras y sin imponer un determinado código sobre la pluralidad de códigos morales dentro de la sociedad.
Volviendo, finalmente, al asunto con el que empecé: ¿está justificada la limitación a la identidad política de los funcionarios públicos? ¿Está justificado que, en nombre de la laicidad, se les pida sacrificar sus propias convicciones religiosas y morales para satisfacer los ideales de laicidad del Estado? Por un lado, pueden promover esas convicciones, siempre y cuando, al buscar convertirlas en leyes y políticas públicas, estas no violen el derecho a la libertad de conciencia y de religión de los distintos miembros de la sociedad. Tal vez el laicismo les pide que tengan, en el mejor sentido del término, una “doble moral”: una para sus asuntos privados (como miembros de la sociedad civil), otras para los públicos (como funcionarios del Estado), pero que en casos de conflicto antepongan, en su ejercicio como funcionarios, los valores a los que se han comprometido como miembros del Estado. Lo deben hacer por el interés público. Creo que esto lo entendía bien el expresidente francés Valéry Giscard d’Estaing cuando famosamente dijo:
Yo soy católico, le dije [al papa Juan Pablo II, durante una entrevista realizada en El Vaticano], pero soy presidente de la república de un Estado laico. No puedo imponer mis convicciones personales a mis ciudadanos […] sino [más bien lo] que tengo que [hacer es] velar porque la ley se corresponda con el estado real de la sociedad francesa, para que pueda ser respetada y aplicada. Comprendo, desde luego, el punto de vista de la Iglesia católica y, como cristiano, lo comparto. Juzgo legítimo que la Iglesia católica pida a aquellos que practican su fe que respeten ciertas prohibiciones. Pero no es la ley civil la que puede imponerlas con sanciones penales, al conjunto del cuerpo social. […] Como católico estoy en contra del aborto; como presidente de los franceses considero necesaria su despenalización.5
Giscard entendía bien que tenía que sacrificar sus ideas morales personales como católico, porque se imponía su respeto a los valores del Estado laico, particularmente siendo presidente de la república. Si un funcionario público no está dispuesto a anteponer el principio de laicidad y, con él, el interés público a sus creencias religiosas personales o a los intereses de su grupo religioso, entonces probablemente no debería haber ingresado a la función pública.
Ahora bien, esto tiene también implicaciones para los electores que votan por candidatos que prometen impulsar políticas inspiradas en sus creencias religiosas: esos electores tienen que tener presente que esos políticos no deben implementar políticas que se contrapongan al espíritu de laicidad del Estado. Buscar que impongan ese tipo de políticas es equivalente a buscar que violen la Constitución. Querer que los políticos actúen según principios morales dictados por algún ser superior o por alguna congregación religiosa es llevarlos a que actúen de un modo poco ético ante el ordenamiento moral que nos hemos dado como una sociedad democrática que vive en el marco de un Estado laico. Por eso es necesario que, como electores y en general como sociedad civil, también tengamos presente ese principio de laicidad que debe regir las relaciones del Estado con toda la sociedad. No es algo que solo deban tener presente quienes actúan desde el Estado.
En conclusión, cuando los funcionarios públicos, como los jueces, los representantes populares, los diputados, los senadores, pero también los gobernadores, el presidente, etcétera, aceptan ejercer el cargo que ocupan, también aceptan someterse a esa ética profesional y a los valores morales liberales que están implícitos en la Constitución; aceptan anteponer esos valores a sus creencias morales y religiosas personales. No hacerlo, y con ello violar el principio de laicidad con el que se han comprometido, resulta no solo en una conducta poco ética, sino que es también inconstitucional.
1 Aunque en ocasiones podemos hablar de tener actitudes laicas cuando, por ejemplo, tomamos posturas no religiosas. Sin embargo, esto tiene un sentido diferente al que yo me estoy refiriendo aquí.
2 Estos datos provienen de Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Censo de Población y Vivienda 2010, disponible en <http://www.censo2010.org.mx/>; Secretaría de Gobernación, Principales preguntas de las asociaciones religiosas, disponible en <http://www.asociacionesreligiosas.gob.mx/>.
3 Citado por Elena Urrutia, “Estado laico y aborto”, La Jornada, 3 de abril de 2007.
4 Estos datos provienen del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Censo de Población y Vivienda 2010, disponible en <http://www.censo2010.org.mx/>; Secretaría de Gobernación, Principales preguntas de las asociaciones religiosas, disponible en <http://www.asociacionesreligiosas.gob.mx/>.
5 Citado por Elena Urrutia, “Estado laico y aborto”, La Jornada, 3 de abril de 2007.
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GUSTAVO ORTIZ MILLÁN es investigador del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM <[email protected]>.