El poder de los índices y las encuestas es fundamentalmente el poder de los números. Ahora que sometemos esas formas de medir la realidad a un ejercicio crítico, vale la pena regresar al origen: recordar la historia de los números, sus bondades y facultades y su papel en la era digital.
Desde hace décadas estamos viviendo en la llamada “era (o sociedad, o civilización) digital”, en la que los números, los dígitos, nos rodean por todos lados y en todo momento. Han pasado tantos años desde la aparición de los relojes y las calculadoras digitales —así como de los hornos de microondas y las casi extintas videocaseteras, con su irritante llamado a poner a tiempo el reloj a través de un incansable parpadeo: “00:00”— y de la avalancha de computadoras personales, laptops, teléfonos inteligentes y tabletas, que la noticia del inminente “apagón digital” de la televisión abierta se recibió con sorpresa: ¿qué no era ya digital?
En todo caso, e independientemente de la brecha digital que existe entre y al interior de las naciones, Douglas Robertson nos dice1 que la civilización digital, a la que Manuel Castells denomina “sociedad red”,2 representa el cuarto nivel de civilización en cuanto a la cantidad de información que intercambiamos, procesamos, usamos y generamos quienes formamos parte de ella (como en los tiempos del Imperio romano, ahora se puede ser “ciudadano digital” sin importar el lugar de nacimiento o residencia).
Robertson nos señala que el primer nivel de civilización, el de las sociedades orales, fue el de los más antiguos grupos sociales, cuyos integrantes solo podían utilizar e intercambiar la información y los conocimientos que poseían (en su cabeza) con quienes estaban vivos y cerca de ellos (si bien es cierto que, hasta el presente, existen grupos humanos en esta condición). El segundo nivel, el de sociedades más desarrolladas que ya contaban con formas de escritura, permitía a sus integrantes registrar y, por tanto, transmitir y recuperar datos y conceptos, así como significados y usos, provenientes no solo de los cercanos y vivos sino incluso de aquellos que se encontraban lejos o ya habían fallecido. Estas sociedades no solo poseían e intercambiaban información en cantidades muchas veces mayores que las sociedades del primer nivel: también generaban mucha más. Esto último se repitió, aumentado en varios órdenes de magnitud, en las sociedades del tercer nivel de civilización, que incorporaron la imprenta. En estas, que son actuales, se imprimen y difunden libros, revistas, catálogos, periódicos, mensajes, anuncios, obituarios, manuales… La lista es verdaderamente extensa, como inmensos son los intercambios (así, en plural) que esas sociedades hacen de todo lo que esa lista incluye. El cuarto y último nivel de civilización es, como ya se dijo, el de las sociedades digitales que están surgiendo. La cantidad de información que ellas intercambian en un día es mayor a la que se intercambiaba en todo un año hace tres lustros.
Uno de los primeros y principales promotores del término digital, así como del uso generalizado de las computadoras y de la red, es Nicholas Negroponte (hermano de quien fuera embajador en México y, después, director de inteligencia de Estados Unidos). Él nos ha hecho ver3 que, en la era digital, la información se intercambia en bits (de allí la importancia de la velocidad y del ancho —los kilo-, mega-, giga- o tera-bytes por segundo— de las llamadas “bandas”, redes o señales de transmisión de información) y ya no en papel o celuloide. Es decir, ahora no es necesario producir, empaquetar y distribuir cosas materiales, objetos físicos, sean estos libros, catálogos, bases de datos, discos, películas o CD, para enviar información.
Por mucho que a algunos de nosotros nos gusten los libros, las revistas y los cd, es conveniente reconocer que la sociedad deviene —es ya— otra. Si bien tengo amigos que siguen rehusándose a dejar el papel y el lápiz para escribir (no conozco a nadie que siga usando la máquina de escribir) y a usar internet para comunicarse y navegar, los iPods y los dispositivos análogos para guardar, ver o escuchar fotos y música, y las tabletas para leer y guardar libros —aunque algunos de mis amigos hacen trampa, por ejemplo, pidiéndole a sus asistentes que les impriman en papel los mensajes que reciben y que transmitan por la red sus respuestas—, es cada vez mayor el número de personas que está empleando las herramientas digitales.
En ese tránsito entre niveles de civilización, la técnica que define al nuevo nivel no elimina, sino facilita y potencia, la anterior: la escritura, al habla; la imprenta, a la escritura; la computación, a la imprenta. Pero al hacerlo, la nueva técnica (para el intercambio de datos, ideas, información…) abre nuevos horizontes, genera nuevas y más profundas posibilidades, da lugar a transformaciones sociales de mayor envergadura.
La codificación y los números
La transformación digital es consecuencia, entre otras cosas, de la capacidad que alcanzó la humanidad para codificar de la misma manera la imagen, el sonido y los procesos lógico-matemáticos que son parte central del razonamiento. Esta codificación, llamada lustros atrás “digitalización” o “integración de formatos”, permite combinar, procesar, guardar, organizar, transmitir y reproducir imágenes, sonidos, textos y datos, todo ello a gran velocidad y a través de grandes distancias. Así, las personas y colectividades, hasta abarcar la humanidad entera, pueden compartir, estudiar, analizar y desarrollar, individualmente o en conjunto, millones de textos, imágenes, audios, datos… y pueden colaborar para generar otros nuevos, aplicarlos o crear conocimiento, sin importar el sitio en que se encuentre cada uno de ellos. No por nada esta sociedad es conocida como “sociedad red” o “del conocimiento” y se la considera “la era de la información” o “el cuarto nivel de civilización”.
La codificación —la representación de objetos, sonidos, imágenes, acciones y conceptos mediante signos que obedecen ciertas reglas— y los caminos para lograrla son tan antiguos como las palabras, pero es probable que sean los números los primeros en haber sido reconocidos como símbolos. De cualquier manera, temprano en la antigüedad de los diversos grupos poblacionales de los cinco continentes, la fuerza de los números los llevó a ocupar pronto un lugar importante entre las prácticas y creencias de esas sociedades.
A partir de entonces los números crecieron en cantidad y variedad, en ciertas sociedades y épocas más rápidamente que en otras. Su uso se volvió cotidiano, sus aplicaciones aumentaron y, a la par, surgieron los individuos que se dedicaron al estudio de su naturaleza, sus diferencias y propiedades, las reglas a las que obedecían, los resultados que surgían de la aplicación sucesiva de esas reglas… y los resultados para los que no se encontraba explicación.
Números fatales
Algunos números fueron considerados mágicos o divinos, de buena o mala suerte; se les atribuyeron propiedades particulares y no pocos numerólogos o numeristas eran al mismo tiempo sacerdotes, brujos, filósofos o geómetras.
Con la distancia que nos dan los miles de años transcurridos desde la aparición social de los números, muchas de esas manifestaciones parecen absurdas o ridículas, pero pensar así es ignorar, por un lado, la capacidad que tienen los números para asombrar a las mentes más brillantes del pasado y del presente, y por otro, no percatarse que aun en nuestra era digital millones de personas, como antaño, atribuyen a los números propiedades que no tienen. Así, hay calles, edificios y aviones sin la casa, el piso o la fila de asientos 13, y proliferan los casinos, casas de juego, loterías y, como se vio recientemente, inmobiliarias, bancos y aseguradoras que siguen beneficiándose o arruinándose ante la imposibilidad social de calcular la incertidumbre de eventos futuros y estimar los riesgos que estos traen consigo.
De que los números son asombrosos, con propiedades o características diferenciadas, extrañas e imprevistas que los hacen parecer que tienen vida propia, independiente de los hombres y las cosas reales, no cabe duda. Por ejemplo, es claro que todos los números naturales (1, 2, 3, 4…) resultan de sumar el número 1 consigo mismo tantas veces como se quiera o necesite. Así, empiezan con el 1, seguido de 1+1=2, 1+1+1=3, 1+1+1+1=4, y así indefinidamente.
Esto, además de que los números naturales no tienen fin, es decir, no existe un momento o número a partir del cual ya no se pueda seguir sumando otro 1; de que todos los números naturales parecieran “estar ahí”, para aparecer o tomar vida cuando alguien los necesite; de que todos están construidos según la misma y sencilla regla de agregar números 1, aunque no todos tienen las mismas propiedades. Algunos tienen propiedades que los convierten en subconjuntos especiales de los naturales. Tres ejemplos de lo anterior son:
• Los números que, en el siglo III A.C., Euclides llamó “perfectos”:4 6; 28; 496; 8,128… Cada uno de ellos es igual a la suma de sus divisores enteros: 6=1+2+3, 28=1+2+4+7+14…
• Los números de Fibonacci:5 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 44, 65, 109, 174, 283, 457… Cada uno de ellos resulta de sumar los dos precedentes: 1, 1+0, 1+2, 2+3, 3+5, 5+8…
• Los números primos: 1, 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31, 37, 41, 43, 47, 51, 53… Ninguno de ellos admite ser divido exactamente entre números distintos al 1 y al propio número primo.
Más extraños o fatales, en el sentido de que no pueden evitarse, son los números π, e, i y γ. No es posible en este espacio hablar de todos ellos, por lo que solo diré algo sobre el primero.
π es por todos conocido como el número que resulta de dividir la circunferencia de un círculo entre su diámetro, y su valor es 3.141592… (lo memorizamos en la escuela). Esto es válido para todos los círculos, grandes o pequeños, y se trata de un número irracional y trascendental: irracional por cuanto no se puede expresar, representar, como una fracción: una división de dos números enteros (ello explica que se le haya asignado un símbolo propio); trascendental por cuanto no tiene fin ni se puede anticipar el siguiente dígito de la secuencia infinita. Nadie sabe quién fue el primero en descubrir π, pero sí se sabe que, hace ya casi 2,000 años, Arquímedes calculó su valor “a mano”, encontrando que estaba entre 3.140845 y 3.142857.6
Los números, las matemáticas y la realidad
Hasta aquí he hablado de los números y sus propiedades (evidentes unas, escondidas otras), sin conectarlos con la realidad. Así presentados, los números y sus propiedades podrían ser considerados meros “ejercicios mentales”, algo así como un ajedrez complicado que admite gran cantidad de jugadas y variantes, entretenidas pero sin significado alguno para la realidad. Nada más lejos de la verdad: una de las características más notables de los números (de las matemáticas) es su utilidad y pertinencia para la vida real, para entender lo natural.
Los administradores, los tesoreros, los soldados de la antigüedad, fueron los primeros en usar los números de manera constante; lo hacían para contar, medir, calcular y organizar objetos, distancias, tiempos. Fueron los astrónomos, los filósofos, los geómetras y los religiosos de esas épocas los primeros en reflexionar sobre los números y sus propiedades, y en poner los cimientos para la construcción del vasto “edificio” de las matemáticas. En los siglos posteriores a los de la Grecia clásica, al igual que antes, el desarrollo de las matemáticas se ha nutrido de la interacción entre los dos enfoques mencionados: el utilitario y el reflexivo, el experimental y el teórico, el práctico y el analítico.
Su efecto en la forma de vivir y de pensar de sociedades enteras ha sido extraordinario. Las matemáticas, los números, están detrás de casi todo en casi todas las civilizaciones de nuestros días.
Lo anterior es particularmente evidente en la relación de las matemáticas con las ciencias físicas, relación que ha nutrido a unas y otras durante siglos. En ocasiones, las ecuaciones utilizadas o desarrolladas por los científicos han anticipado objetos (partículas) o efectos que años más tarde fueron observados; en otras, los experimentos han llevado al desarrollo y uso más intenso y diverso de las matemáticas para explicar, entender o calcular los fenómenos naturales.
En la obra colectiva que ha sido y es la construcción de la ciencia, algunos números tienen un papel especial. No se trata solo de números como π o e, que intervienen en, o son parte de, las ecuaciones mediante las cuales se describen los fenómenos naturales. Hay otros que parecen ser parte esencial del universo, cuya existencia es necesaria no solo para entenderlo o explicarlo sino para su realidad misma. Así, la magnitud y constancia de las llamadas “constantes naturales”7 propias de la teoría de la relatividad y la física cuántica —G, la constante gravitacional; c, la velocidad de la luz en el vacío, y h, la constante de Planck— son motivo de asombro, reflexión y estudio, y las convierten en verdaderos números fatales.
El fatalismo de los números
El avance en el uso de los números —del ábaco a las computadoras; de la primeras reflexiones sobre el uno, el cero o el infinito a las matemáticas actuales; de las explicaciones iniciales sobre el papel de los números en el comportamiento de los astros a las modernas teorías de supercuerdas, de información o de estructura matemática como explicaciones “finales” de la realidad del hombre y el universo8— ha ido de la mano de la difusión de su uso en la cotidianidad humana.
Hoy en día la sociedad digital habla con números, además de palabras, acerca del crecimiento de la economía, la paridad del peso, el costo de la canasta básica, el monto del salario mínimo, los años de escolaridad, la esperanza de vida, los grados de temperatura, los centímetros de lluvia, las tallas de ropa, el porcentaje de pobreza, el cat de las tarjetas de crédito, los votos a favor, los resultados de encuestas, etcétera.
Sin embargo, en general, el “numerismo” o alfabetismo numérico no va al paso de la penetración e importancia de los números en las sociedades modernas. Por un lado, son pocos los que saben manipular, usar e interpretar los números y datos numéricos, o que entienden la integración de formatos y la digitalización detrás de las computadoras y los sistemas de transmisión actuales. Por otro, en parte como consecuencia de lo anterior, son muchos (la mayoría) los que atribuyen a los números un fatalismo que no tienen.
Ejemplos de lo primero son la insistencia en usar más decimales de los apropiados para “dar” más precisión o exactitud a números que no la tienen; referirse al promedio sin decir si se habla del promedio aritmético (de qué), la mediana o la moda de una población o de conjunto de datos; no distinguir los billones americanos de los billones mexicanos, los pies de los metros, las millas de los kilómetros o las onzas de los gramos o los mililitros; no distinguir, en fin, entre estadísticas y probabilidades, y confundir el error de la observación con la incertidumbre de la predicción.
Ejemplo de lo segundo es el poco esfuerzo que en general se hace para cambiar los números, los indicadores que intentan describir o describen comportamientos sociales: violencia, educación, competitividad, proeza deportiva, alimentación, salud, iniciativa, cuidado del agua… En muchos casos, la actitud que se adopta es la de un fatalismo total: “aquí nos tocó vivir”, “de eso, no hay”, “así somos”, etcétera. En suma, es la suerte o el destino lo que explica el mal indicador. En otros, hay una actitud de escapismo: son “los políticos”, “los gobernantes”, “los ricos”, “los nacos”, “los gringos”… otros, no nosotros, los culpables del (triste) estado social.
Son muchos, innumerables, los factores detrás de todo fenómeno social y todo comportamiento individual, y ciertamente es poco lo que una persona o una sociedad pueden hacer para cambiarlos. Algunos no se conocen; otros, no se sabe cómo actúan, cómo medirlos o modificarlos, y otros más no están al alcance de las personas o grupos. Sin embargo, esto no es razón para caer en el fatalismo. Por lo contrario, es razón para buscar entender mejor lo que los números verdaderamente “dicen” en cada caso, a fin de estar en mejores condiciones para actuar o para identificar el indicador adecuado.
1 Douglas S. Robertson, The New Renaissance: Computers and the Next Level of Civilization, Oxford University Press, New York, 1998.
2 Manuel Castells, La era de la información: La Sociedad Red (vol. 1), Alianza Editorial, Madrid, 2005.
3 Nicholas Negroponte, El mundo digital, Ediciones B, Barcelona, 1996.
4 William Dunham, Euler the Master of Us All, The Mathematical Association of America, Washington, 1999, p. 2.
5 Devlin Keith, The Man of Numbers, Walker & Company, New York, 2012.
6 Clifford A. Pickover, Archimedes to Hawking: Laws of Science and the Great Minds Behind Them, Oxford University Press, New York, 2008, p. 47.
7 John D. Barrow, The Constants of Nature, Pantheon Books, New York, 2002.
8 Max Tegmark, Our Mathematical Universe, Alfred A. Knopf, New York, 2014.
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GABRIEL TARRIBA es consultor del Instituto Mexicano para la Competitividad <[email protected]>.