En una íntima conversación con Juan Pablo Rulfo, nuestra autora encontró algunas respuestas luminosas sobre la vida y obra de este singular artista plástico. ¿En qué momento una persona reconoce en el reflejo que le devuelve el espejo a un artista? Este es uno de los temas que se deshilvanan en el relato de esta entrevista.
1978. Llegó a París, al aeropuerto Charles de Gaulle. Le había llevado años apropiarse de la pregunta que lo llevó hasta allí, en ese agosto. Inseparables, a solas, vivieron él y su duda, sin apuro. Visitaba museos, veía pintura, esculturas, y los jardines amaestrados que en sí mismos lo eran. ¿Soy pintor?
De niño dibujaba cualquier cosa, como todos, sin ningún cometido, su mano en el lápiz no adivinaba que era la primera noción de un deseo que tardaría años en revelarse. Más adelante, en sus años mozos, descubrió que existía la pintura, que hay pintores, pero todo seguía siendo azaroso, incierto…
Mirar, pintar, dibujar…
cielo azul
Ya en París, Pablo rentó un apartamento en la calle Berthe, número 24. La ventana daba a un pedazo de cielo azul, azulísimo, hasta la tarde en que lo soterró una nube obscura: había llegado el invierno. En la mesa que servía de comedor y de trabajo, en los cafés, en los parques, miraba, pintaba, pintaba, miraba, dibujaba, “a veces no hay diferencia entre mirar y pintar”, dice —como hasta ahora, mientras habla, su mano se aparta, dibuja algo en un pequeño papel, en el minúsculo espacio que queda entre unas rayas y unos números. Poco a poco empezó a darse cuenta de que su forma de concebir la vida tenía que ver con la pintura, de que era pintor. “Ahora, si soy, o puedo llegar a ser buen pintor, quién sabe. Me esfuerzo, hago las cosas lo mejor que puedo, me preocupo por aprender técnicas, la química de los materiales, las reacciones del color, trato de seguir los misterios de la pintura”, comenta mientras, eventualmente, lleva la mirada a su mano que, ajena al momento, sigue otro mandato.
Secretos de botica, de alquimia
En su casa, en el Callejón de las flores, arriba, donde terminan las escaleras en forma de espiral, se levanta una plancha de madera —como la entrada a un cuarto secreto— la cabeza entra primero… a otro universo: al taller donde están los bastidores, las herramientas, que pueden ir desde un palo que recogió la última vez que anduvo por la calle y allí se convierte en una especie de pincel, hasta una servilleta donde un tenedor bocetó unos rostros; los materiales: aceite de linaza, caseína, cola de conejo, ceras, resina almáciga, goma arábiga, blanco de zinc, óxido de titanio, esencia de trementina. Una especie de sofisticada botica.
A los veintitrés años, aquella pregunta que regía su vida —entonces, más grande que él— se había terminado de forjar mientras trabajaba en México, en la imprenta Madero, junto al pintor y escultor Vicente Rojo. “Fui a París para saber si era o no pintor, no a hacer carrera”. Y es que desde el siglo IV a.C., la linterna de Diógenes de Sinope se encendió buscando hombres como él, y ha encontrado pocos. Diógenes caminaba por las calles de Atenas de día con la linterna encendida diciendo que buscaba hombres honestos; y la honestidad, la humildad y el don de pintar es la materia vital de la que se alimenta la obra de Rulfo: “Cuando pinto observo lo que pasa allí con extrema humildad, es un proceso de despojo, de abandono, de olvido; el olvido como un vacío”.
Juan Pablo trabaja con materiales minerales, vegetales, animales, químicos y físicos: el universo entero en cada obra. En uno de sus trabajos más recientes, el tríptico La luna y su reflejo hizo pruebas con carbonato, sulfato, yeso; trabajó con huevo, tinta con gomas, aceite de linaza espesado al sol con resina, “una técnica tradicional que, empleada de cierta manera, permite una multiplicidad de calidades, porque si se alternan distintas formas hay sonoridad, polifonía de luz, de refracción y reflexión; de lo contrario, su sonoridad sería la misma”.
Otoño dorado, el paraíso
Dentro del jardín de Luxemburgo, en el café, al aire libre, en París, empezando el otoño de 1981, “todo era dorado” —recuerda—, ahí le llegó la primera noción de la serie El paraíso, a la que sumó más temples en los últimos meses. Algunas de estas obras y el tríptico convivieron en su última exposición —infrecuentes, por demás. Estar frente a ellas es de por sí un privilegio; la honestidad y el respeto en su arte han sumado virtudes raras en estos tiempos: la paciencia y aquello que se fragua en la lentitud, en el dejar ser a cada parte del proceso, sin atajos; sin afán de fama ni compromisos. “Cuando hay consciencia de la maravilla que es este oficio se abren caminos impensables que van más allá de una época. El arte tiene que trascender al tiempo y abrir la posibilidad del futuro”. Y en su obra sus caminos, su luz, su silencio y limpidez son muy suyos.
Solo, mirando los árboles, el cielo, el paseo de la gente en el jardín, mientras tomaba un cafecito con leche, se dijo:
Así debe ser el paraíso. Al principio me pareció un comentario superficial pero, en el fondo, creo que algo han de tener los jardines que la gente, al entrar en ellos, cambia de ritmo, de semblante, transmiten una sensación de paz; se integra a él como si hubiera un recuerdo lejano de un momento ideal donde no había disputa, donde surgen sensaciones y emociones primigenias, mitológicas. Las imágenes pueden ser muy concretas o muy abstractas, esa serie a veces la tomo, la olvido, la dejo, vuelvo a retomarla.
La forma en que se acerca a su obra ha cambiado, ya no piensa en qué era el paraíso —que tenía que ver con lo clásico y su representación—, ahora prescinde de cualquier propuesta mística, religiosa:
No pienso cómo habrá sido, dejo que surja del recuerdo que se pierde en el tiempo y, de alguna forma, ya no recuerdo; de un lugar que está más allá de nuestra consciencia, que no necesariamente es el recuerdo de algo vivido, de alguna historia; está más allá, es ontológico, anterior a la formación del ser, a veces digo en broma: es como el big bang. Al momento de pintar no quiero ser coherente, no busco nada, solo quiero que surjan encuentros.
Del rojo sangre a la grana cochinilla
Su forma de allegarse a la pintura ahora también es diferente:
Antes me perdía, todo era confuso, no sabía distinguir entre la idea, la forma, me preguntaba ¿Qué es pintar? ¿Qué es la pintura? ¿Qué es lo correcto? Ahora, es como entrar a un parque, en un espacio que me permite encontrarme conmigo mismo, sin ego, sin vanidad, como parte de todo lo demás, donde me dejo guiar por la química de los materiales. Siempre había tenido esa sensación pero no le hacía caso, hoy sé que ese es el camino, y el cuerpo lo sabe, se jalona ante la certeza de la no falsedad.
El dejarse guiar por la química de los materiales lleva implícito una pasión por ellos, por la fluidez del universo y sus leyes:
Este arte es toda una metáfora de la vida, como en ninguna otra, hay una interacción de la física, la química y lo emocional. En la música, por ejemplo, están presentes la física —las ondas sonoras— y la emoción; en la pintura, además de la química —las reacciones de los elementos— está la física: el aire participa oxidándolos, la luz, la temperatura… un cuadro tiene temperatura, no son fríos, los colores absorben energía; la base blanca no solo refleja la luz, también la contiene.
Su obra viva, como la de los clásicos, lo es no solo por su fuerza, también guarda vestigios de vida, restos de antiguos seres vivientes:
En la base sobre la que pinto hay fósiles calcáreos en los carbonatos de calcio, calcitas, de ellas se saca el yeso, uno de los elementos más abundantes que hay en la tierra; hay pigmentos naturales como los tintes de la grana cochinilla, óxidos de la tierra en su infinidad de tonos que van del rojo al amarillo. La pintura rupestre era sangre, saliva, leche… y en la barroca los restauradores han encontrado restos animales, ostras; en su época, ellos mismos preparaban los colores, los materiales para pintar”.
Las escuelas, los talleres:
pintura muda, acromática
El estilo de Rulfo, hoy en día, es una especie de leyenda, como si atendiera enseñanzas de sabios-ancianos —ya olvidadas, quizás inútiles en estos tiempos arremolinados, vertiginosos. Su trabajo de artista-artesano, sus preguntas esenciales, ya en desuso —que muchos pintores ya no alcanzan a formularse—, abren las puertas de otros siglos para entrar en su obra, de donde manan propuestas macizas, exóticas:
Todos los pintores hasta el Barroco: Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel, Caravaggio, Rubens, Vermeer, Van Dyck, estaban atentos a los materiales, tenían que hacerlo, no habían tiendas; de hecho, los pintores se relacionaban mucho con los boticarios. Fue hasta que surgieron las primeras escuelas, el aprendizaje en los talleres, que empezaron a olvidarse de ese proceso, a perder sensibilidad por el material, a pensar en cosas más superficiales, en el qué decir descuidando el cómo. Creo que la pintura es material y, si no se trabaja, no se sabe qué se puede decir con él, es como si las cuerdas vocales no funcionaran, por lo tanto, las obras pueden tener mucho qué decir pero no se les oye, son mudas.
Así como para Rulfo la pintura es toda una metáfora de la vida, así para los espectadores su obra. “Cuando pinto me parece fascinante escuchar ecos de vida de los materiales, de los rumores del mar, del vuelo de las aves, el viento entre las plantas…”.
Concierto de luz y locura
En París, en la línea dos del metro que va de Nation a Porte Dauphine, Pablo encontró en el vagón a una mujer sentada, hablando para sí misma ante el vidrio de la ventana: “A toi, personne ne te fera de cadeau, a toi, personne ne te fera de cadeau” (A ti no te van a regalar nada, a ti no te van a regalar nada). Con esas palabras, él seguía caminando, explorando la ciudad aquí y allá. Hoy, esa imagen, la locura, también se asoma en el París dorado de aquellos años. Tiene con él más de veinticinco años, intacta; al tiempo, su apuesta en la pintura se ha transformado, tiene un deseo rotundo y claro, emparentado con la búsqueda del pintor de la luz, Joseph Turner (Londres, 1775-1851), para quien la locura de su madre fue definitiva. Al final de nuestro encuentro, como si hubiera estado puliendo la frase, en la que pareciera rememorar las últimas palabras de Goethe antes de morir “luz, más luz”, Juan Pablo dijo: “Lo que en realidad quisiera es pintar luz, solo luz”. ~
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OLGA GARCÍA-TABARES es escritora y periodista.